sábado, 25 de agosto de 2007

Cero absoluto

El fin de las distopías clásicas empieza cuando se desprenden de su carga de ambigua moralina y se quedan desnudas tal como son, como un ejercicio literario. En el caso de la novela de Javier Fernández, además, espléndido. Y lleno de evocaciones pues, tras un comienzo a lo Kubrick, lo elemental emerge en una pirueta macluhaniana como la neoexpresionista Realidad Virtual Real. Que los textos de registro periodístico en impecable jerga de apariencia neutra vengan firmados con las iniciales de importantes maestros de ciencia ficción es un juego de complicidades con el lector que se agradece.


En el texto de Ewers La araña (1907) se teje todo un relato, entretejido a su vez por Javier Fernández, en torno a un hecho, por repetido en apariencia banal: “hemos jugado todo el día”, anota en una escueta bitácora el lunes 21 de marzo Richard Bracquemont. Y, sin embargo, me parece que ahí está la clave de ambas narraciones que, de lo contrario, se escapan de las manos. ¿Cuáles son esos miles de gestos a que las gestas del yo quedan reducidas?


De modo que, al final, Richard como Robin, acaban jugando a lo que juega Clarimonde, a ser el reflejo de un yo inexistente. Pero no por eso menos mortífero: no, dice Richard, yo no me río, algo se ríe en mí de ese “yo no quiero”. Ese yo que juega a los espejos con el espejismo que mora en una habitación vacía. Un yo reducido a gestos sin reflejo. Un relato de vampirismo del yo, que Clarimonde le va sorbiendo a través de un tejido de juegos como la araña vacía de fluidos vitales a su presa.

Como en los mejores textos de E.T.A. Hoffmann, las peores pesadillas de las nuevas tecnologías tienen lugar cuando se unen el literato y el científico, la ciencia ficción y la ciencia especulación. En la novela, las grandes historias de amor fou, como la de Ricardo y Clarimonde, son un implante, en Ewers una alucinación. Es el viejo tema neoexpresionista de la mujer fatal travestido en el vampirismo de la máquina de realidad virtual, que vacía los cuerpos y mentes como la araña, dejando una apariencia de yo, manipulada por el “enjambre”.

El argumento, un hilo tenue, casi prescindible, tendido al comienzo y final de la novela sobre un fondo de alucinaciones expuestas con el máximo rigor y verosimilitud. En realidad, más que leer, he visto la novela como si fuera un texto pictórico de imágenes telepáticas en suspensión. El pintor sería Kubin, en su inolvidable La otra parte, con la ciudad de Perla, (perlas, alucinógenos) lugar adonde huyen los que odian la “modernidad” de las tecnologías, que sucumbe a la fuerza de lo elemental, y que tiene su trasunto en La Isla, homenaje a un Huxley en cuya decadencia se ha cebado Houellebecq. Y el cineasta sería, por supuesto, Cronenberg en The Brood, o si prefieren Cromosoma 3. Sin olvidar el personaje de Spider, buen papel para el vaciado Ricardo.