sábado, 4 de agosto de 2007

La metamorfosis del yo. Soledad y dulzura. 4.


(Para Daniel, cumpleaños en Guatemala, en la mejor compañía).


La extranjería en las novelas de Murakami es de signo distinto a como parece indicar la palabra, pero puede verse como una inversión del “egregio extranjero” (entre la luz del día y de la noche) de Novalis. Es, más bien, la del solitario Lenz de Büchner. En La caza del carnero salvaje el yo queda emparedado entre el todo y la nada, en ese espacio intermedio que es el vacío. El reto de los diferentes protagonistas masculinos de las novelas es precisamente el cómo habitar ese vacío, porque se es vacío, no se está solamente vacío o en el vacío.

Lo bello se ha convertido en terrible, emergiendo en el lado oscuro de lo sublime. Para el personaje Kafka (cuervo) el bosque es una metáfora inquietante: el lugar de la revelación que acoge, pero que también puede destruir. Pero para el sin nombre que narra en primera persona en Sputnik, mi amor, la romántica luna es ya otra cosa, es la luna del romanticismo negro: “Alcé la vista hacia la cumbre. La luna me pareció asombrosamente cercana, feroz. Una salvaje bola de piedra con la piel carcomida por el violento paso del tiempo. Las siniestras sombras de formas diversas que flotaban en su superficie eran células cancerígenas ciegas alargando sus tentáculos hacia el calor de la vida. La luz de la luna distorsionaba todo sonido, borraba todo significado, extraviaba todo pensamiento. A Myû la había hecho presenciar su segundo yo. Se había llevado el gato de Sumire. La había hecho desaparecer a ella” [1].


La experiencia que aniquila a Myû es la visión obligada de su doble, de su Doppelgänger, precisa Murakami en alemán, para que no haya dudas sobre el antecedente romántico (Sputnik, p.195). Recuerda que, a veces, el segundo yo es un acompañante sorprendido como en Sopa de ganso de los hermanos Marx (La caza, p. 303). Pero en Sputnik es el yo incomunicado en dos orillas, que no se refleja en el espejo, haciendo de tabique impenetrable entre ambos.

Ese segundo yo, ese doble, es una presencia hecha de ausencias, que recuerda mucho al maravilloso texto El hombrecillo jorobado de Walter Benjamin. Otro Doppelgänger. Él es quien va fabricando ese yo secreto lleno de vacíos, de lo que desaparece, pero porque está en otra parte, donde se hace ese yo. Cuando él nos mira perdemos el tino, nos equivocamos, rompemos algo. Y cuando mira nuestras cosas, estas van desapareciendo. Los momentos de nuestra vida son fragmentos de imágenes escritas en el canto de un libro, cuyo sentido aparece al ser repasadas a toda velocidad, en un instante, cuando llega a su fin.

Como Benjamin, Marukami, afirma que no tenemos experiencias, sino que nos pasan casualidades. Y si, al final, Benjamin pide una oración por el hombrecillo jorobado, los personajes de Murakami no le guardan especial inquina al ser que les ha robado su primer yo. Hay, como dijera Nietzsche, un cierto amor fati, un amor a ese destino y fatalidad. Le he dado vueltas al tema, y quizá en el próximo y último post pueda aventurar una clave de esta aparente resignación, planteando de otra forma el tema del Doppelgänger.

Ahora, sólo me cabe concluir señalando que, así como Benjamin nos remite a la memoria involuntaria en Proust, Murakami se sirve de una melodía, un objeto, el anuncio de un periódico, para poner en marcha el mecanismo del recuerdo de unos años, del fragmento de una vida, con preferencia del paso de la adolescencia a la juventud. No busca continuidades, sino que es la memoria de la escisión del yo, con un final que no es una solución.

El viaje es a ninguna parte y la educación sentimental es en la tristeza y la soledad, más aún, en algo más valioso que todo, y de lo huye espantada la civilización occidental, en el aburrimiento, en la mediocridad. Es muy fácil ser mediocre para los demás, pero muy difícil para uno mismo. Si viéramos desde esta perspectiva la obra de Murakami, como un Bildungsroman, como una obra de formación/deformación, entonces yo me atrevería a titularla como el aprendizaje de la mediocridad. Como puede verse, un romanticismo a la altura de nuestro tiempo.

[1] Sputnik, mi amor. Trad., de Lourdes Porta y Junichi Mansura, Tusquets, Barcelona, 2006, p. 203-204. (En adelante, Sputnik).