miércoles, 29 de octubre de 2008

Cine de espíritu






(Tokio Ga. Wim Wenders. 1985)

Wenders viaja a Tokio buscando el espíritu de las películas de Ozu. Apenas lo encuentra en una ciudad caótica de modernidad americanizada y postiza en su noche heladora. Tan sólo algunos trenes recuerdan imágenes familiares de otro tiempo.

Pero todo cambia cuando logra hablar con el fiel cámara de Ozu,Yuuharu Atsuta. Es el tiempo recuperado de la película y el perdido del narrador, que oscila entre la nostalgia y el llanto. Recuerda las estrictas normas, casi atrabiliarias, por las que el genio de Ozu lograba su deslumbrante sencillez: la fijación por la vieja cámara de 50 mm, su emplazamiento a ras de suelo, a la altura de la mirada de un niño o de quien toma el té sentado.

Con apenas un año diferencia en la edad,Ozu fue su maestro: sacó lo mejor de él, y él se lo dió. Una correspondencia. No menciona lo aprendido. Diríase que Ozu no le enseñó a saber sino a ser,o ¿qué tipo de saber es ése, que no tiene contenidos, en el que lo bueno que se recibe de otros es lo mejor que sacan de uno mismo? No, no parece simple socratismo.

De repente, Yuuharu Atsuta se echa a llorar, pide que le dejen solo. El espíritu, brevemente recuperado, se ha ido y con él su ser. Está refugiado en la inscripción de la negra estela que se yergue desnuda en la tumba de Ozu: la plenitud de ser es el vacío, la Nada.

viernes, 24 de octubre de 2008

miércoles, 22 de octubre de 2008

Las ovejitas de telefónica





Jean-Luc Cornec's telephone sheep

martes, 21 de octubre de 2008

Son como niños

El mito de las vanguardias históricas de comienzos del siglo XX reaparece en las nuevas retaguardias del siglo XXI: ser como niños, tener la mirada limpia del niño, olvidar lo aprendido,ver y nombrar por primera vez, lograr un paréntesis cultural y filosófico. Era y es una boutade. Ya experimentaron en carne propia los románticos que el mito de la mirada inocente es una construcción ética. No ha habido ni habrá una mirada humana inocente, tan sólo alienada, que es cosa distinta. Por primera vez no se ve nunca nada. El ver es fruto de muchas miradas.

Cuando los adultos llegan a viejos algunos se vuelven como niños. No parece que sea una alabanza sino la constatación de la senilidad incipiente. La pretendida mirada inocente no es más sabia, sino resabiada. Y sólo se logra olvidar lo aprendido si se consigue aprender a olvidar.

lunes, 20 de octubre de 2008

Fin de semana con cartas



Fin de semana con la edición de Gertrud Heidegger de las cartas de su abuelo a su esposa Elfride. Una edición valiente y oportuna en la que reivindica la figura de su abuela, como soporte y víctima de la trayectoria filosófica y vital de su marido. ¿Quién lo sabe? Contra los criterios editoriales (bien discutibles) de su tío Hermann, e incluso los del propio Heidegger, de separar vida y filosofía. Para los que lo echamos de menos en sus obras resulta que el Eros – como él lo llama- tenía un papel decisivo en su creación. Y éste es un dato óntico de primer orden para comprender sus análisis ontológicos. También las mixtificaciones del “ethos” de la Eigentlichkeit, de la autenticidad-propiedad. Efectivamente, Heidegger era muy suyo.

En las cartas de la primera época se percibe el eco de los complejos análisis de las lecciones, de los proyectos para el futuro, alguno de desenlace dramático. Las descripciones expresionistas de Berlín contrastan con las idílicas de la Heimat. Por más que el “camino del campo” se vaya convirtiendo en una carretera y el tráfico en Messkirch se haya vuelto infernal. Los viajes a Grecia y los seminarios en la cercanía de Cézanne son el preludio de un final apacible.

Las cartas son también, a su modo, un testimonio personal de lo que decía su admirado Hölderlin: “el que ha pensado lo más profundo, ama lo más vivo”. Y dan cuenta de un drama soterrado que conocemos mejor ahora por boca del propio Heidegger: su incapacidad para conjugar lo humano con el pensar. Pero es ese drama, que le hace humano, demasiado humano, el que le acerca ahora más a nosotros con estas cartas.

miércoles, 15 de octubre de 2008

La cabaña de Heidegger



Desde La cabaña del tío Tom pocas humildes moradas habían despertado tanto, más que ternura, diríamos Sehnsucht, nostalgia, anhelo, como la cabaña de Heidegger. Eso lo saben bien los posgraduados latinoamericanos, españoles, franceses e italianos, en general, los hablantes de esas lenguas romances que él tuvo a bien menospreciar. Durante años se han dejado las pestañas en la lectura de los textos sibilinos, inflamado sus cerebros replanteando guerreros la pregunta por el Ser olvidado, o luego, más calmos, esperando su regreso. ¡Qué no hubieran dado por una pernocta en la cabaña (die Hütte, para los iniciados) del mago de Messkirch, hontanar de toda sabiduría al estilo campesino! Sus mantras habían llegado a hacerse enormemente populares, como lo probaban en las Españas las columnas de un afamado periodista de costumbres llamado Francisco Umbral. Gustaba de regalarnos con perlas del maestro aprendidas en jueves, tales como “el hombre es un ser de lejanías.

Por ello no vacilé en gastarme 20 euros de vellón al divisar en una librería el libro, más bien delgado, de Adam Sharr La cabaña de Heidegger. Un espacio para pensar. La prestigiosa editorial Gustavo Gili SL era ya un aval, y nada me hacía sospechar una estafa ¡Por fin, se nos iba a abrir la puerta de la cabaña de Heidegger! Y yo estaba firmemente decidido a compartir la visita con ustedes, lectores de este blog. Nada menos que un espacio para pensar el ser del Ereignis y, con suerte, para esperar el Ereignis del Ser.

Sin embargo, a poco de rasgar impaciente la cubierta de plástico que recubría el ejemplar único empezaron mis desgracias. Con la “Nota previa” saqué la impresión de que el autor era un filisteo, y al acabar la primera página de que estábamos ante un infiltrado. ¿Cómo se explica si no que a la primera de cambio se demore con alusiones de mal gusto sobre “su destacado compromiso con el régimen nazi”, acusación que, como han demostrado conspicuos heideggerianos españoles (después de marear mucho la perdiz, todo sea dicho) es una calumnia?. Vamos, que casi hace de la cabaña una guarida de nazis.

El libro está lleno de descripciones prosaicas sobre materiales y distribución que roban la magia y la mística del lugar: “Lo primero que tienen que hacer sus moradores cuando llegan es abrir con llave la puerta y franquear la entrada”. Y así por el estilo. Sin embargo, cuando deja hablar a Heidegger de su cabaña las cosas cambian: “En una noche cerrada de invierno cuando una salvaje y poderosa tormenta de nieve desata su furia alrededor de la cabaña y oculta y cubre todo, ése es el momento perfecto para la filosofía. Entonces sus cuestiones se vuelven sencillas y esenciales. El trabajo sobre cada pensamiento sólo puede hacerse duro y riguroso. La lucha para moldear algo en lenguaje es como la resistencia de los altos abetos contra la tormenta”. Al leer esto el espíritu de Caspar Friedrich se apodera de nosotros, brevemente, porque ya es sabido que Heidegger le tenía manía a la estética.

La cabaña es para Heidegger la metáfora (una “ratonera” más bien, apostillaba Arendt) de cómo habitar poéticamente sobre la tierra, en la estela de su admirado Hölderlin. Es el modo de habitar para construir ese espacio del “entre” el cielo y la tierra. La cabaña es el arraigo en la época del desarraigo técnico. Al lado de la cabaña “somos como plantas”, (Hebel) creciendo hacia el cielo pero nutriéndose de la tierra. Es, para decirlo en términos de Bachelard la topofilia de una potente imagen de ser que permite eso, construir “estancias de ser”. La cabaña en la tormenta es la alegoría del nihilismo, de esa “medianoche de la noche” en que estamos, en la que sólo nos cobija nuestra propia inseguridad.

Poco de esto nos cuenta Sharr, ocupado en repasar el libro de visitas. Las fotografías del habitante Heidegger son, en general, deleznables. Aparece en varias con expresión meditabunda mientras su mujer trajina en la cocina, en claro reparto de funciones. Más lamentables son las de la casa de Friburgo donde exhibe la cortesía embarazada del jubilado que recibe la visita del INSERSO. Está Sharr empeñado en buscar disonancias entre el cuarto de ser de la austera cabaña y el cuarto de estar de la burguesa morada. Basta con acudir a la red y se encontrarán otras fotografías que satisfagan las exigencias más sublimes de un corazón tardoromántico.

Pero, ahora que caigo, quizá todo esto no sea casual. Sharr deliza la sospecha de que, al fin y al cabo, todo pudiera ser una pose de Heidegger jugando al primitivismo presocrático en versión Biedermeier. Al parecer, nos informa, la familia se resiste a convertir la cabaña en un museo. Aunque siempre queda la opción de la casa rural de fin de semana. Todo se andará y los NH ya están al acecho. Por de pronto ya han autorizado una ruta turística “Heidegger” de tres kilómetros con textos alusivos en los Wegmarken (mojones del camino). Sabia decisión que combina la preservación de la esencias y el espíritu fenicio.

El mismo Heidegger quiso poner como lema de sus Obras Wege nicht Werke, caminos no obras. Cuando leímos las primeras ediciones de esas Obras algunos tuvimos la sospecha de que se trataba de rutas turísticas rentables, ya que se había renunciado (por motivos no del todo claros) a hacer una edición critica. En todo caso, los más de cien volúmenes previstos se conocen ya como una “empresa familiar”, (ein Familienunternehmen). En fin, es el signo de los tiempos. Y a todo esto Sharr no nos comenta la foto de la portada del libro: no sabemos (pace Derrida) si las botas que se está atando Heidegger son las de Van Gogh o las de la campesina de marras. Por 20 euros de vellón cabía esperar ese bonus.

lunes, 13 de octubre de 2008

Compañía



A las 12,45 del Domingo día 12 de Octubre una sección de carros de combate se encuentra estacionada frente al museo Thyssen de Madrid, donde se exhibe la exposición 1914. La Vanguardia y la Gran Guerra.




(fotos, cortesía de Ernst Jünger)

miércoles, 8 de octubre de 2008

After dark




“Enfundado en su traje marrón y totalmente quieto, el hombre mira a través del cristal, desde el tubo de rayos catódicos, hacia este lado. Es decir, que está mirando de frente, desde el otro lado, hacia el interior de la habitación donde nos encontramos nosotros […] Él puede ver lo que hay aquí. La pantalla del televisor funciona como una ventana abierta hacia este lado, hacia la habitación”.

¿Por qué gustan las novelas de Murakami? Porque en el fondo del adulto alterado hay todavía un joven ensimismado. Unos personajes al filo de una adolescencia algo tardía, llenos de vacíos ambiguos que hacen señales desde el otro lado, deambulan por la noche de la gran ciudad. A lo largo de siete horas, puntualmente cronometradas, como si fueran antiguas jornadas, el tiempo transcurre lento, a veces rápido, en una sinfonía íntima de encuentros inesperados, sucesos banales e islas de aburrimiento compartido, lo más difícil de todo. En realidad, no pasa nada, si acaso al otro lado de esa pantalla apagada del televisor, donde borrosas imágenes pugnan por aparecer, no para ser, sino para ver lo que hay a este lado, esa habitación donde duerme sin descanso, más allá de las noches y los días, una bella muchacha.

Estas imágenes son distintas. Son la mirada de refilón de los ojos artificiales cuando nosotros desviamos los nuestros. Entonces, primero se empieza a oír el chisporroteo que reclama atención, luego a percibir el granulado tembloroso de lo que se insinúa con vagido chirriante y corporalidad trémula. Es todo muy primitivo, cierto, pero tiene el encanto adánico de los filmes expresionistas, de gestualidad acentuada y música ambiente, como en esta novela.

Pero ahora lo que predominan son los subtítulos convertidos en diálogos interminables, sin rumbo, de aquellos indecisos que sí tienen algo claro sobre todas las cosas: no quieren estar en casa, tampoco ir a otra parte, “lo único que hago es dar traspiés en un mundo muy pequeño”. Simplemente desean estar también al otro lado, “matar el tiempo leyendo en alguna parte”. Al fin y al cabo, Mari, lo que ha hecho con su vida no es sino una pequeña caja de cartón donde cobijarse.

Es la mirada de los personajes de Murakami. La mía se posa sobre el post de la semana pasada, sobre la cita primera. Y vuelvo al libro, encuentro una casa, la única que ha tenido Mari esta noche, la que podía haber dado título a la novela, un producto de la ironía, de la auténtica mirada bifronte:

“-Hay algo que quiero preguntarte desde hace un rato –dice Mari-. ¿Por qué el hotel se llama Alphaville?
-¡Uf! ¡Vete a saber! Eso habrá sido cosa del jefe. En un love-ho el nombre es lo de menos. Total, un love-ho es un lugar donde las parejas van a hacerlo y, mientras haya una cama y un baño, la verdad es que puede llamarse como le dé la gana. Con que tenga un nombre, basta. ¿Por qué lo preguntas?
- Porque una de mis películas favoritas se llama Alphaville. Es de Jean-Luc Godard.
- No me suena de nada”.

sábado, 4 de octubre de 2008

Room 666 (para fumadores)



“La imagen debe ser como una radiografía: asusta o tranquiliza” (J.L. Godard)






En mayo de 1982 Wim Wenders convoca en la habitación 666 de un hotel de Cannes a varios directores para hablar sobre el futuro del cine. A solas, frente a la cámara, diez minutos. Se nota una cierta incomodidad por este hecho: ahora están delante y nadie detrás de la cámara. Unos se preguntan qué hacen ahí, otros no paran quietos y hay quienes se agarran al tabaco como náufragos. El guión de las preguntas gira en torno a la presumible muerte del cine, uno de los temas recurrentes de Wenders en sus road movies.


La idea es buena, el resultado discreto. Parece como si estuvieran desganados, más bien, con ganas de irse pronto, oscilando entre el tono monocorde y crepuscular de Godard, parapetado en el humo de su caliqueño, y la espantada de Fassbinder, pasando por un voluntarioso y lúcido Antonioni, que se apunta al bombardeo de las nuevas tecnologías, y el discurso prolijo y prosaico de recaudador que hace Spielberg sobre el futuro del cine (de su cine) y la pela. Esperanzador, pese a la crisis, como ha podido verse después.


Está claro que, en general, se sienten incómodos teorizando ante la cámara. Es una lástima. Y éste es el motivo de mi primera reflexión, referida al contexto. Se ha dicho que el siglo XXI nació en los años ochenta del siglo pasado: nuevas tecnologías, caída del muro de Berlín, ideologías del post, neo, lo inmaterial, ser digital…Importa menos saber si es cierto o no que el constatar cómo algunos teóricos lo siguen repitiendo, no sabemos hasta cuándo. En esta cinta la cosa va del post-cine. Pero el creador Wenders lo desmiente con su propia obra, y con el guiño irónico repetido de la imagen del cedro de Líbano de 150 años, que ha visto de todo, y que se cuela entre los cansinos discursos.





Decía que es una lástima, porque sus creaciones siguen interesando, y mucho, mientras que los referentes teóricos de los 80 se han vuelto inanes, convertidos en autoficción. Estoy convencido de que la reflexión debe surgir de la creación y no superponerse a ella, fagocitándola. Por ello, me interesa más la frase de Godard citada al comienzo que otros volúmenes que hablan de todo menos de cine.





Con todo, me voy a permitir contraponerla a otra suya en la que repite un tópico: el cine debe decir lo invisible, lo increíble. Casi es una variante de Klee: el arte debe hacer visible lo invisible. A comienzos del siglo XX era, tal vez, un reto, hoy día se ha convertido en la maldición de lo obvio. Sigamos viendo imágenes. Algo en la película nos hace reflexionar: el director turco Yilmaz Güney no puede dar su testimonio en persona, sólo grabado, al estar perseguido por la dictadura turca. Su foto queda pegada en esa televisión sobre la que se discute si va a acabar o no con el cine. Ahora es todo tan evidente que sólo hace falta la valentía de nombrarlo.

Mi reflexión final:


El arte de hacer visible lo invisible es actualmente el arte de hacer invisible lo visible. Por ello, la tarea del arte contemporáneo debería ser la de hacer visible lo visible.

miércoles, 1 de octubre de 2008

¿Son los servidores nuestros amos?

Viejas preguntas reformuladas hace unos meses de manera aguda por Lev Manovich .

1. ¿ Ha cambiado el crecimiento exponencial de las redes sociales el viejo concepto de industria cultural tal como, por ejemplo, lo manejaran Horheimer y Adorno?.

2. ¿Que los otrora consumidores de cultura de masas sean ahora productores masivos de cultura significa algo?

3. ¿Hay realmente cambio si los servidores que nos alojan en la red determinan ( eso sí, ofreciendo la posibilidad de "personalizarlos") los formatos y posibilidades de creación?

4. ¿Se han convertido, entonces, nuestras "tácticas" en sus "estrategias", y viceversa?.

5. ¿Significa esto que la oposición al mercado es lo mismo que el mercado de la oposición?.

6. ¿Hay margen para la "auténtica" creación en las redes sociales?