domingo, 23 de febrero de 2014

jueves, 20 de febrero de 2014

nenúfar posmoderno en ciénaga nazi





“¿Cómo volveremos con nuestras familias después de esto?” No solo por lo que hemos hecho, por lo que nos han hecho, sino por lo que hemos visto, se lamentan el mayor Martin Bora y sus amigos. La sombra de la catástrofe de Stalingrado es alargada. Martin Bora (Freiherr Martin von Bora) es un junker hijo de aristócratas, de músicos refinados, de militares que han alcanzado los más altos grados, en una indefinición entre pianista y sacerdote decidido, al fin, por la carrera militar, no puede evitar un malestar estético cada vez que se cruza con la patulea de las SA o, lo que es peor, los carniceros de las SS. Víctimas de su ironía intentan vengarse pero Martin Bora, como buen posmoderno, sabe comer de todos los platos y tiene amigos que lo protegen. Todo lo más un traslado en el que suele caer de pie. 

Cuando se comparan estas novelas con las de Philip Kerr, de aparente afinidad temática, la diferencia es abismal en el diseño de los protagonistas y tratamiento del contexto. El personaje de Ben Pastor no es creíble y sus vicisitudes como investigador de un nazismo en tiempos revueltos tienen más de zascandil que de oficio. Las novelas están escritas desde la información, con abundantes datos y citas, pero no desde el conocimiento de la época por lo que no es infrecuente el pastiche histórico. Menos creíble todavía es un comportamiento errático lleno de calenturas, las producidas por la fiebre de las heridas y las suscitadas por el recuerdo erótico y la ausencia contumaz de su atlética esposa. Todo ello le lleva al personaje a frecuentes episodios de desdoblamiento en los que ya parece preludiarse a un futuro firmante del manifiesto por el nuevo realismo y lector aprovechado de Vila Matas.


De los detectives de serie negra tiene el cinismo con moral propia, del posmodernismo de serie gris, la cargante introspección psicológica, el no parar de pensar y hablar de sí mismo, destinado a presentar la autoficción del sufriente, con ribetes cómicos de héroe trágico. Él no se ha roto como los otros, pero tiene una gran inestabilidad emocional disfrazada de férreo autocontrol y presencia impecable que explota en actos de inusitada crueldad. Pertenece al Servicio de inteligencia del Ejército pero, lejos de apoltronarse en los despachos, es un voluntario reincidente desde la Guerra Civil española al frente ruso, que todos quieren evitar. Lo que no le impide soltar tiradas contra el sinsentido de la guerra que él contribuye a acortar masacrando partisanos e incendiando alguna granja. Es un soldado, pero también, dicen en la novela, “un licenciado en filosofía con interés en la ética” [sic]. Una combinación explosiva que debería merecer la atención de Wert. Un verdadero pájaro de cuidado producto de la nutritiva escritura del posfascismo posmoderno. 

sábado, 8 de febrero de 2014

del prólogo a un futuro libro



¿Qué significa que España es una democracia estetizada? Que la deuda del Estado está alcanzando el 100 % del Producto Interior Bruto; que tiene hipotecado el futuro de los españoles; que, aunque se recupere de la catástrofe económica actual, los recortes en los derechos fundamentales en los que se asienta y, lo más importante, se traduce, una democracia, seguirán existiendo por mucho tiempo. Una democracia estetizada es una democracia hipotecada en el presente para el futuro, es decir, irresponsable. Incapaz de formarse criterios. Ocupada en denunciar intempestivamente la cultura del espectáculo no se avergüenza del espectáculo que está dando la cultura. Sometido a referéndum el pueblo ha decidido en algunos municipios españoles destinar el dinero a corridas de toros en vez de a creación de empleo para desempleados. Bien es cierto, que los toros como las procesiones y el cante jondo, han sido declarados como Patrimonio Cultural Inmaterial por parte del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

La irresponsabilidad estética se acentúa cuando la mirada crítica se desvía hacia una apasionada memoria ficcional de los desaciertos en el pasado. El espíritu flagelante del 98, la Guerra civil inconclusa, la Transición imperfecta vuelven otra vez y son convocados regularmente por literatos, intelectuales y políticos, sin otra intención que intentar reescribir un pasado del que todos parecen sentirse víctimas. Las vicisitudes del pasado parecen tener más interés que las del presente y que remediar el futuro negro. Lo que diferencia radicalmente el comienzo del siglo XXI, que está mal, respecto al comienzo del siglo XX, que estaba muy mal, es la ausencia de una palabra que sí formaba parte de concebir la vida entonces: futuro.

La democracia española está amenazada por la hipertrofia de legalidad, de ética y estética. A esa hipertrofia la denomino esteticismo. La inflación esconde en el fondo una grave carencia de ellas enmascarada en la multiplicación arbitraria de leyes y reglamentos destinados a favorecer a unos pocos, la exhibición impúdica de buenos sentimientos y demandas hipócritas de ejemplaridad.

En esta democracia estetizada el individuo se siente amenazado cotidianamente de un modo distinto, pero no por ello menos letal, que en las dictaduras clásicas. Teme, lisa y llanamente, por su supervivencia como ciudadano. Es tal el cumulo de agresiones directas e indirectas que muy pocos todavía se permiten pensar que la cosa no va (todavía) contra ellos. No se trata ya de inútiles ontologías y discursos sobre el poder difuso sino de presiones con agentes sociales fácilmente identificables. Ya no es EL CAPITAL sino el banco de toda la vida el que despoja a los clientes de su dinero engañando y malversando, echándolos de su vivienda. Tampoco es el PODER el que corrompe sino individuos concretos que no distinguen entre lo privado y la público sin molestarse, hasta hace poco, en ni siquiera cubrir las apariencias.

No son tanto los delitos cometidos los que causan la desafección generalizada a la política (que no a la democracia) sino la sensación extendida, por fomentada, de la impunidad de los mismos. Es sospechoso que, en paralelo a las crecientes prácticas ilegales, aumenten las demandas de ejemplaridad en la vida pública, sin que por ello disminuya (muy al contrario, aumente) la politización de la justicia. Hasta el punto de que, si le piden que sea “estético” y tenga una conducta ejemplar, es muy probable que esté siendo víctima de un atraco democrático y/o le propongan que sea cómplice en algún caso de corrupción. Nunca ha habido tanta corrupción en la España democrática y tantas demandas de ejemplaridad. ¿Hay alguna relación? Sin duda, pues lo segundo forma parte de lo primero, es su salida esteticista.


La alarma de la ciudadanía tiene uno de sus fundamentos en la sospecha de que la crisis económica es el pretexto pero no la causa del desmantelamiento de la democracia; que pasados esos años no habrá marcha atrás en los recortes sociales y las libertades públicas. Por otra parte, no se trata tanto de algo intencional como una forma de hacer caracterizada desde hace tiempo por la incompetencia. Al menos en España el mayor desasosiego viene producido, más que por el temor a la maldad, por la certeza de la incompetencia de sus políticos. Su indigencia intelectual es en ocasiones pavorosa.


El enfoque de este libro es distinto del habitual en el planteamiento de las relaciones entre estética y política, ya que no comienza analizando lo que dicen los estéticos sobre política sino más bien los políticos sobre estética. Las categorías vacías son reemplazadas por las vaciedades de turno, delimitando el punto de partida de la experiencia.

miércoles, 5 de febrero de 2014

sábado, 1 de febrero de 2014