martes, 21 de octubre de 2008

Son como niños

El mito de las vanguardias históricas de comienzos del siglo XX reaparece en las nuevas retaguardias del siglo XXI: ser como niños, tener la mirada limpia del niño, olvidar lo aprendido,ver y nombrar por primera vez, lograr un paréntesis cultural y filosófico. Era y es una boutade. Ya experimentaron en carne propia los románticos que el mito de la mirada inocente es una construcción ética. No ha habido ni habrá una mirada humana inocente, tan sólo alienada, que es cosa distinta. Por primera vez no se ve nunca nada. El ver es fruto de muchas miradas.

Cuando los adultos llegan a viejos algunos se vuelven como niños. No parece que sea una alabanza sino la constatación de la senilidad incipiente. La pretendida mirada inocente no es más sabia, sino resabiada. Y sólo se logra olvidar lo aprendido si se consigue aprender a olvidar.

lunes, 20 de octubre de 2008

Fin de semana con cartas



Fin de semana con la edición de Gertrud Heidegger de las cartas de su abuelo a su esposa Elfride. Una edición valiente y oportuna en la que reivindica la figura de su abuela, como soporte y víctima de la trayectoria filosófica y vital de su marido. ¿Quién lo sabe? Contra los criterios editoriales (bien discutibles) de su tío Hermann, e incluso los del propio Heidegger, de separar vida y filosofía. Para los que lo echamos de menos en sus obras resulta que el Eros – como él lo llama- tenía un papel decisivo en su creación. Y éste es un dato óntico de primer orden para comprender sus análisis ontológicos. También las mixtificaciones del “ethos” de la Eigentlichkeit, de la autenticidad-propiedad. Efectivamente, Heidegger era muy suyo.

En las cartas de la primera época se percibe el eco de los complejos análisis de las lecciones, de los proyectos para el futuro, alguno de desenlace dramático. Las descripciones expresionistas de Berlín contrastan con las idílicas de la Heimat. Por más que el “camino del campo” se vaya convirtiendo en una carretera y el tráfico en Messkirch se haya vuelto infernal. Los viajes a Grecia y los seminarios en la cercanía de Cézanne son el preludio de un final apacible.

Las cartas son también, a su modo, un testimonio personal de lo que decía su admirado Hölderlin: “el que ha pensado lo más profundo, ama lo más vivo”. Y dan cuenta de un drama soterrado que conocemos mejor ahora por boca del propio Heidegger: su incapacidad para conjugar lo humano con el pensar. Pero es ese drama, que le hace humano, demasiado humano, el que le acerca ahora más a nosotros con estas cartas.

miércoles, 15 de octubre de 2008

La cabaña de Heidegger



Desde La cabaña del tío Tom pocas humildes moradas habían despertado tanto, más que ternura, diríamos Sehnsucht, nostalgia, anhelo, como la cabaña de Heidegger. Eso lo saben bien los posgraduados latinoamericanos, españoles, franceses e italianos, en general, los hablantes de esas lenguas romances que él tuvo a bien menospreciar. Durante años se han dejado las pestañas en la lectura de los textos sibilinos, inflamado sus cerebros replanteando guerreros la pregunta por el Ser olvidado, o luego, más calmos, esperando su regreso. ¡Qué no hubieran dado por una pernocta en la cabaña (die Hütte, para los iniciados) del mago de Messkirch, hontanar de toda sabiduría al estilo campesino! Sus mantras habían llegado a hacerse enormemente populares, como lo probaban en las Españas las columnas de un afamado periodista de costumbres llamado Francisco Umbral. Gustaba de regalarnos con perlas del maestro aprendidas en jueves, tales como “el hombre es un ser de lejanías.

Por ello no vacilé en gastarme 20 euros de vellón al divisar en una librería el libro, más bien delgado, de Adam Sharr La cabaña de Heidegger. Un espacio para pensar. La prestigiosa editorial Gustavo Gili SL era ya un aval, y nada me hacía sospechar una estafa ¡Por fin, se nos iba a abrir la puerta de la cabaña de Heidegger! Y yo estaba firmemente decidido a compartir la visita con ustedes, lectores de este blog. Nada menos que un espacio para pensar el ser del Ereignis y, con suerte, para esperar el Ereignis del Ser.

Sin embargo, a poco de rasgar impaciente la cubierta de plástico que recubría el ejemplar único empezaron mis desgracias. Con la “Nota previa” saqué la impresión de que el autor era un filisteo, y al acabar la primera página de que estábamos ante un infiltrado. ¿Cómo se explica si no que a la primera de cambio se demore con alusiones de mal gusto sobre “su destacado compromiso con el régimen nazi”, acusación que, como han demostrado conspicuos heideggerianos españoles (después de marear mucho la perdiz, todo sea dicho) es una calumnia?. Vamos, que casi hace de la cabaña una guarida de nazis.

El libro está lleno de descripciones prosaicas sobre materiales y distribución que roban la magia y la mística del lugar: “Lo primero que tienen que hacer sus moradores cuando llegan es abrir con llave la puerta y franquear la entrada”. Y así por el estilo. Sin embargo, cuando deja hablar a Heidegger de su cabaña las cosas cambian: “En una noche cerrada de invierno cuando una salvaje y poderosa tormenta de nieve desata su furia alrededor de la cabaña y oculta y cubre todo, ése es el momento perfecto para la filosofía. Entonces sus cuestiones se vuelven sencillas y esenciales. El trabajo sobre cada pensamiento sólo puede hacerse duro y riguroso. La lucha para moldear algo en lenguaje es como la resistencia de los altos abetos contra la tormenta”. Al leer esto el espíritu de Caspar Friedrich se apodera de nosotros, brevemente, porque ya es sabido que Heidegger le tenía manía a la estética.

La cabaña es para Heidegger la metáfora (una “ratonera” más bien, apostillaba Arendt) de cómo habitar poéticamente sobre la tierra, en la estela de su admirado Hölderlin. Es el modo de habitar para construir ese espacio del “entre” el cielo y la tierra. La cabaña es el arraigo en la época del desarraigo técnico. Al lado de la cabaña “somos como plantas”, (Hebel) creciendo hacia el cielo pero nutriéndose de la tierra. Es, para decirlo en términos de Bachelard la topofilia de una potente imagen de ser que permite eso, construir “estancias de ser”. La cabaña en la tormenta es la alegoría del nihilismo, de esa “medianoche de la noche” en que estamos, en la que sólo nos cobija nuestra propia inseguridad.

Poco de esto nos cuenta Sharr, ocupado en repasar el libro de visitas. Las fotografías del habitante Heidegger son, en general, deleznables. Aparece en varias con expresión meditabunda mientras su mujer trajina en la cocina, en claro reparto de funciones. Más lamentables son las de la casa de Friburgo donde exhibe la cortesía embarazada del jubilado que recibe la visita del INSERSO. Está Sharr empeñado en buscar disonancias entre el cuarto de ser de la austera cabaña y el cuarto de estar de la burguesa morada. Basta con acudir a la red y se encontrarán otras fotografías que satisfagan las exigencias más sublimes de un corazón tardoromántico.

Pero, ahora que caigo, quizá todo esto no sea casual. Sharr deliza la sospecha de que, al fin y al cabo, todo pudiera ser una pose de Heidegger jugando al primitivismo presocrático en versión Biedermeier. Al parecer, nos informa, la familia se resiste a convertir la cabaña en un museo. Aunque siempre queda la opción de la casa rural de fin de semana. Todo se andará y los NH ya están al acecho. Por de pronto ya han autorizado una ruta turística “Heidegger” de tres kilómetros con textos alusivos en los Wegmarken (mojones del camino). Sabia decisión que combina la preservación de la esencias y el espíritu fenicio.

El mismo Heidegger quiso poner como lema de sus Obras Wege nicht Werke, caminos no obras. Cuando leímos las primeras ediciones de esas Obras algunos tuvimos la sospecha de que se trataba de rutas turísticas rentables, ya que se había renunciado (por motivos no del todo claros) a hacer una edición critica. En todo caso, los más de cien volúmenes previstos se conocen ya como una “empresa familiar”, (ein Familienunternehmen). En fin, es el signo de los tiempos. Y a todo esto Sharr no nos comenta la foto de la portada del libro: no sabemos (pace Derrida) si las botas que se está atando Heidegger son las de Van Gogh o las de la campesina de marras. Por 20 euros de vellón cabía esperar ese bonus.

lunes, 13 de octubre de 2008

Compañía



A las 12,45 del Domingo día 12 de Octubre una sección de carros de combate se encuentra estacionada frente al museo Thyssen de Madrid, donde se exhibe la exposición 1914. La Vanguardia y la Gran Guerra.




(fotos, cortesía de Ernst Jünger)

miércoles, 8 de octubre de 2008

After dark




“Enfundado en su traje marrón y totalmente quieto, el hombre mira a través del cristal, desde el tubo de rayos catódicos, hacia este lado. Es decir, que está mirando de frente, desde el otro lado, hacia el interior de la habitación donde nos encontramos nosotros […] Él puede ver lo que hay aquí. La pantalla del televisor funciona como una ventana abierta hacia este lado, hacia la habitación”.

¿Por qué gustan las novelas de Murakami? Porque en el fondo del adulto alterado hay todavía un joven ensimismado. Unos personajes al filo de una adolescencia algo tardía, llenos de vacíos ambiguos que hacen señales desde el otro lado, deambulan por la noche de la gran ciudad. A lo largo de siete horas, puntualmente cronometradas, como si fueran antiguas jornadas, el tiempo transcurre lento, a veces rápido, en una sinfonía íntima de encuentros inesperados, sucesos banales e islas de aburrimiento compartido, lo más difícil de todo. En realidad, no pasa nada, si acaso al otro lado de esa pantalla apagada del televisor, donde borrosas imágenes pugnan por aparecer, no para ser, sino para ver lo que hay a este lado, esa habitación donde duerme sin descanso, más allá de las noches y los días, una bella muchacha.

Estas imágenes son distintas. Son la mirada de refilón de los ojos artificiales cuando nosotros desviamos los nuestros. Entonces, primero se empieza a oír el chisporroteo que reclama atención, luego a percibir el granulado tembloroso de lo que se insinúa con vagido chirriante y corporalidad trémula. Es todo muy primitivo, cierto, pero tiene el encanto adánico de los filmes expresionistas, de gestualidad acentuada y música ambiente, como en esta novela.

Pero ahora lo que predominan son los subtítulos convertidos en diálogos interminables, sin rumbo, de aquellos indecisos que sí tienen algo claro sobre todas las cosas: no quieren estar en casa, tampoco ir a otra parte, “lo único que hago es dar traspiés en un mundo muy pequeño”. Simplemente desean estar también al otro lado, “matar el tiempo leyendo en alguna parte”. Al fin y al cabo, Mari, lo que ha hecho con su vida no es sino una pequeña caja de cartón donde cobijarse.

Es la mirada de los personajes de Murakami. La mía se posa sobre el post de la semana pasada, sobre la cita primera. Y vuelvo al libro, encuentro una casa, la única que ha tenido Mari esta noche, la que podía haber dado título a la novela, un producto de la ironía, de la auténtica mirada bifronte:

“-Hay algo que quiero preguntarte desde hace un rato –dice Mari-. ¿Por qué el hotel se llama Alphaville?
-¡Uf! ¡Vete a saber! Eso habrá sido cosa del jefe. En un love-ho el nombre es lo de menos. Total, un love-ho es un lugar donde las parejas van a hacerlo y, mientras haya una cama y un baño, la verdad es que puede llamarse como le dé la gana. Con que tenga un nombre, basta. ¿Por qué lo preguntas?
- Porque una de mis películas favoritas se llama Alphaville. Es de Jean-Luc Godard.
- No me suena de nada”.

sábado, 4 de octubre de 2008

Room 666 (para fumadores)



“La imagen debe ser como una radiografía: asusta o tranquiliza” (J.L. Godard)






En mayo de 1982 Wim Wenders convoca en la habitación 666 de un hotel de Cannes a varios directores para hablar sobre el futuro del cine. A solas, frente a la cámara, diez minutos. Se nota una cierta incomodidad por este hecho: ahora están delante y nadie detrás de la cámara. Unos se preguntan qué hacen ahí, otros no paran quietos y hay quienes se agarran al tabaco como náufragos. El guión de las preguntas gira en torno a la presumible muerte del cine, uno de los temas recurrentes de Wenders en sus road movies.


La idea es buena, el resultado discreto. Parece como si estuvieran desganados, más bien, con ganas de irse pronto, oscilando entre el tono monocorde y crepuscular de Godard, parapetado en el humo de su caliqueño, y la espantada de Fassbinder, pasando por un voluntarioso y lúcido Antonioni, que se apunta al bombardeo de las nuevas tecnologías, y el discurso prolijo y prosaico de recaudador que hace Spielberg sobre el futuro del cine (de su cine) y la pela. Esperanzador, pese a la crisis, como ha podido verse después.


Está claro que, en general, se sienten incómodos teorizando ante la cámara. Es una lástima. Y éste es el motivo de mi primera reflexión, referida al contexto. Se ha dicho que el siglo XXI nació en los años ochenta del siglo pasado: nuevas tecnologías, caída del muro de Berlín, ideologías del post, neo, lo inmaterial, ser digital…Importa menos saber si es cierto o no que el constatar cómo algunos teóricos lo siguen repitiendo, no sabemos hasta cuándo. En esta cinta la cosa va del post-cine. Pero el creador Wenders lo desmiente con su propia obra, y con el guiño irónico repetido de la imagen del cedro de Líbano de 150 años, que ha visto de todo, y que se cuela entre los cansinos discursos.





Decía que es una lástima, porque sus creaciones siguen interesando, y mucho, mientras que los referentes teóricos de los 80 se han vuelto inanes, convertidos en autoficción. Estoy convencido de que la reflexión debe surgir de la creación y no superponerse a ella, fagocitándola. Por ello, me interesa más la frase de Godard citada al comienzo que otros volúmenes que hablan de todo menos de cine.





Con todo, me voy a permitir contraponerla a otra suya en la que repite un tópico: el cine debe decir lo invisible, lo increíble. Casi es una variante de Klee: el arte debe hacer visible lo invisible. A comienzos del siglo XX era, tal vez, un reto, hoy día se ha convertido en la maldición de lo obvio. Sigamos viendo imágenes. Algo en la película nos hace reflexionar: el director turco Yilmaz Güney no puede dar su testimonio en persona, sólo grabado, al estar perseguido por la dictadura turca. Su foto queda pegada en esa televisión sobre la que se discute si va a acabar o no con el cine. Ahora es todo tan evidente que sólo hace falta la valentía de nombrarlo.

Mi reflexión final:


El arte de hacer visible lo invisible es actualmente el arte de hacer invisible lo visible. Por ello, la tarea del arte contemporáneo debería ser la de hacer visible lo visible.

miércoles, 1 de octubre de 2008

¿Son los servidores nuestros amos?

Viejas preguntas reformuladas hace unos meses de manera aguda por Lev Manovich .

1. ¿ Ha cambiado el crecimiento exponencial de las redes sociales el viejo concepto de industria cultural tal como, por ejemplo, lo manejaran Horheimer y Adorno?.

2. ¿Que los otrora consumidores de cultura de masas sean ahora productores masivos de cultura significa algo?

3. ¿Hay realmente cambio si los servidores que nos alojan en la red determinan ( eso sí, ofreciendo la posibilidad de "personalizarlos") los formatos y posibilidades de creación?

4. ¿Se han convertido, entonces, nuestras "tácticas" en sus "estrategias", y viceversa?.

5. ¿Significa esto que la oposición al mercado es lo mismo que el mercado de la oposición?.

6. ¿Hay margen para la "auténtica" creación en las redes sociales?

sábado, 27 de septiembre de 2008

Movimiento en falso 2


¿Es deseable que lo poético y lo político puedan ser la misma cosa?

No puedo contestar la pregunta.

Porque desde un punto de vista estético, de la estética política, es implanteable.

¿Por qué?

Porque no la veo. Necesito que me la concreten.

La imagen es la situación de una pregunta que permite hacerse una idea.

Veo a Aznar hablando de sus poetas, a Zapatero de los suyos, y me hago una idea.

Las ideas son los aspectos sensibles de un problema humano, no de los otros, que al no serlo, se puede estar discutiendo indefinidamente y de forma gratuita sobre ellos.

Para plantear un problema hace falta primero verlo. No veo (solemos decir) cuál es el problema. Y sobra, entonces, la discusión.

En la imagen de la película de Wim Wenders, Movimiento en falso, un aspirante a escritor, Wilhelm, versión libre del personaje de Goethe, pronuncia una frase (visible en la pantalla, dato a tener en cuenta) dirigiéndose a su compañero de paseo, un antiguo nazi vigilante de un campo de concentración, que ha asesinado a judíos.

El fondo es una vista magnífica de la ladera de la montaña, en un recodo del Rhin a las afueras de Bonn.
La imagen visual se completa con la acústica: disparos de caza que contrastan con el Himno a la alegría silbado por Mignon.

Ahora he visto la pregunta. La respuesta es no.

La mirada sólo es profunda cuando es una mirada exterior. En ella la imagen no es contextual sino que el contexto es imaginario.

jueves, 25 de septiembre de 2008

domingo, 21 de septiembre de 2008

Más Filosofía y menos Prozac

Los universitarios salmantinos de Filosofía les desean a ustedes una feliz entrada y salida de Curso


(Foto, cortesía de Juan Luis Molinuevo)

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Arrebato



El paso del tiempo, los premios y la versión remasterizada de Arrebato (Iván Zulueta,1979) han situado a esta película de culto en el lugar que le corresponde: los colegios religiosos de ideario fuerte y las universidades místicas subvencionadas por gobiernos regionales.



Limpiadas "las puertas de la percepción" de la gazmoñería de la época (más de izquierdas que de derechas), todo queda reducido a la odisea ejemplar de unos "niños bien", a un "camino de perfección" en el que se pasa de la ascesis del cuerpo maltratado a la mística de la trascendencia inducida por las drogas que culmina en la disolución del Yo abducido por la IMAGEN.



El género al que se adscribe es una variante ibérica del "existencialismo místico underground". Queda resumido en una frase emblemática de Will More (personas y personajes son aquí lo mismo): "colgado en plena pausa, arrebatado". El existencialismo es la transformación que comienza con la pausa definitiva de la existencia cotidiana, continúa en el sobrecogimiento de una situación límite( angustia, náusea, arrebato), en la que tiene lugar una experiencia cuasi mística (aquí de bajos recursos) de desfondamiento del Yo inauténtico en la que emerge de esos fondos abisales la experiencia del auténtico Yo con tintes expresionistas. Se trata, en definitiva, de un éxtasis del Yo, de salida, abandono y recuperación, todo ello en un local abulense de los bajos fondos de Nueva York.



El arrebato es una situación límite, un temple de ánimo, un estado de suspensión de sí mismo que tiene lugar en la pausa existencial previa a la conversión en imagen. Su narración es la historia de una metamorfosis: la de la voz en susurro, la del cuerpo en imagen. El proceso, incontenible, desencadenado por la sobredosis de imágenes, se muestra en la mancha roja (icono de tantas películas) que avanza vaciando el cuerpo en la imagen, rezumando en la pequeña gota que se escapa de la vena.



La cámara dispara cadenciosamente (sobra el ametrallamiento final), mutando el ojo mecánico en colmillo: se va acercando y al fondo aparece un inquietante agujerito rojo, pequeña lámpara animada por la identidad que succiona. Es el único acto verdaderamente pornográfico, el del sexo con las máquinas, que dará a luz la imagen.
Respecto a lo otro, no hay que engañarse. Como enseña también Ballard, los excesos son el índice de las carencias, la abundancia de sexo revela la ausencia de amor, reducido a erotismo primario, que se corta al pretender otra cosa.



La auténtica pasión es la del cine, la de las imágenes, por ellas, no por lo que representan ni significan. De este modo, LA IMAGEN acaba siendo una identidad terminal, la plenitud del vaciamiento. ¿Acaso no somos imágenes de Dios? ¿No es la auténtica vida una vida en la imagen?. Sublime enseñanza.



La película se ve hoy como un homenaje, una declaración de amor a los juguetes rotos de una generación, a una generación de juguetes rotos, muchos de los cuales se quedaron por el camino, experimentando en propia carne el advenimiento de la nueva carne, de la carne de la imagen. Fueron lúcidos y generosos, no hicieron daño a nadie, si acaso a sí mismos.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Esculturas vivas


Cada vez que empleamos la palabra “sujeto” retrocedemos unos cuantos siglos. No pasa nada. Es sólo una muestra de que nuestra florida cultura está hecha de retales, a veces andrajos, del tiempo, zurcidos por el lenguaje. Lo mismo sucedió con otra palabra, “verdad”, hasta que los pragmatistas americanos sentenciaron que no es sino un ficción que funciona. Lo mismo ocurre con otro vocablo sacro, “realidad”, y así sucesivamente. Esos conceptos producen hoy día la misma perplejidad que el sonajero de huesos en el palo del hechicero. Se agitan con donaire y todo el mundo espera que suceda algo, pero el único acontecimiento es el que tiene lugar en el interior de los que creen ya en ello. Son algo así como lo que se decía de las antiguas posadas españolas en las que uno sólo come de lo que ya lleva.

Lo que se complica en el lenguaje resulta mucho más simple cuando acudimos a las imágenes. Bien es cierto que los filósofos andamos sobrados de imaginación, pero a menudo faltos de imágenes. Y no es porque no haya ocasiones. Lo más impresionante (al menos para mí) de las Obras Completas de Descartes es la frase en la que cifra el lema de su filosofía: larvatus prodeo, “avanzo enmascarado”. He aquí el texto de los Preámbulos:

“Los comediantes, llamados a escena, para no dejar ver el rubor en su frente, se ponen una máscara. Como ellos, en el momento de subir a este teatro del mundo donde, hasta aquí, no he sido sino espectador, avanzo enmascarado”.

Un texto multidisplinar y sugerente donde los haya, digno de merecer un detenido comentario en esos momentos auráticos de sosiego y lucidez que son las pruebas de Selectividad. Brindo la idea. Porque, seamos serios, ¿qué quiere decir el sujeto Descartes? ¿es un antecedente del Zorro? ¿de esas parejas de héroes masculinos del comic con pequeño y coqueto antifaz, quizá emparejados?.




Las dudas sobre el sujeto Descartes y sobre el sujeto cartesiano se me desvanecieron al contemplar en la calle a las esculturas vivientes, esas estatuas hechas, no de madera, piedra o metal, sino de carne y hueso. La escultura viviente es la pura representación del sujeto como objeto. Y, sin embargo, es la más acabada presentación del sujeto cartesiano como substancia que permanece idéntica a través de los cambios, presencia constante en el fluir de tiempos y circunstancias.

La escultura viviente es la tensa quietud que espera el paso de la gente. Son personas que encarnan un personaje en sus vestiduras y en su cuerpo pintado, cubierto, nunca desnudo, por miedo a la pasma. Una escultura que es así pintura en tres dimensiones. Lo que narran se reduce a un único acto, el movimiento se congela en un solo plano, de modo que actúan sin actuar. Sirven como objeto de distracción, pero ellas no se distraen nunca.

La escultura viviente convierte por momentos el escenario urbano en escaparate de comercio. Sin embargo, el maniquí atrae la mirada por lo que lleva, la escultura viviente por lo que (no) es. Cansados de encontrar parecidos sólo percibimos la diferencia cuando nos topamos con sus ojos. Experimentamos un sobresalto. Las estatuas no tienen ojos, son ciegas. Tampoco es una diferencia insalvable: nos hemos acostumbrado a imaginar a los vates ciegos de la antigüedad como estatuas vivientes que profetizan.

El sujeto Descartes, el sujeto cartesiano, como las mejores esculturas vivas, es el oráculo de Delfos que nos dice, ocultándola, la verdad. Al fin y al cabo, todos están hechos de sustancia. Sólo hay que encontrar la ranura mágica, invisible a simple vista. Si les echas una moneda recibes un gesto agradecido pero, si les introduces muchas, entonces se arrancan a capella con un recital sobre la modernidad líquida.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Verano tardío


Una excelente iniciativa la de la editorial Pre-textos al publicar esta “novela de formación” de Stifter. Porque permite una ampliación del romanticismo y un contraste dentro de él. No olvidamos todavía el impacto de su anterior edición del Anton Reiser de Moritz, verdadera joya de las “novelas de deformación” románticas, género menos conocido ahora, pero de más éxito entonces. Se lee muy bien en la traducción de Carmen Auger.

Uno de los mejores hallazgos de la novela es el título. Alude al verano tardío de un género de novela romántico, al verano tardío en la vida de Mathilde y Risach, pero también al verano tardío que puede ser toda vida humana.

Es, efectivamente, un ejemplo tardío (1857), pero sobresaliente y con importantes matices, de un género que florece a finales del siglo XVIII. Trata de un viaje iniciático por la vida en el que se talla el yo del personaje como una piedra preciosa, siendo el resultado a medias la obra de la naturaleza y la educación, conforme a las máximas de Goethe. No es tanto un viaje físico (grandes viajes de dos años son despachados en unas pocas líneas)como la narración de una peripecia interior. Al fin y el cabo, el viaje más importante de nuestra vida es el que conseguimos dar (si hay suerte) alrededor de nosotros mismos.




Es también la novela de formación de la alta burguesía en el imperio austrohúngaro. Un estilo de vida unido a una forma de cultura con el que rompen las primeras vanguardias estéticas juzgándolo kitsch. Para entendernos, a sus ojos debió ser algo así como lo que experimentamos al contemplar las almibaradas escenas campestres de las porcelanas Lladró. Pero que el vitriólico Nietzsche profesara particular estima a esta obra ya debería hacernos sospechar y huir de las simplificaciones.

La obra capta muy bien el Sehnsucht (nostalgia, anhelo) del romanticismo luminoso. Para el romántico la vida misma es la posibilidad de un “verano tardío”, de una dicha sobrevenida después de una pérdida irreparable. Esta novela es la puesta en práctica de la teoría de que la cultura nos volverá a reconciliar con la naturaleza. Cultura en sentido primario, de cultivo de la tierra, ennoblecido hasta convertirlo en un arte. El Asperhof, la posesión en la que se ubica la Casa de las Rosas, es un microcosmos al abrigo de los vientos que azotan al Angelus Novus de Klee en versión de Benjamin. Es la encarnación de la potente imagen de ser que Bachelard veía en la casa. Allí, como aves migratorias, se congregan periódicamente los visitantes para ver florecer las rosas, recuerdo de la dicha primera.

Y, sin embargo, se mira menos hacia el pasado que hacia el presente, confeccionando objetos modernos según modelos antiguos para los nuevos tiempos, no imitando, sino recreando con el único criterio de la belleza. Podemos sentir la belleza y el olor de las flores, el tacto de las fibras historiadas en la madera de los alisos, las vetas coloreadas de los mármoles en la cantera, todo ello, potenciado por la mano del hombre que es capaz de elevar con el estudio la artesanía a obra de arte.


No sé si Danto ha leído esta obra, pero es una buena confirmación de su tesis de que el arte ha podido abandonar la belleza, pero sigue siendo necesaria para la vida. Aunque sea terminal, o precisamente por ello, como afirma Kundera, otro de los entusiastas de esta novela.

Al fin y al cabo, uno sólo puede teorizar cómodamente sobre el arte de la mierda si no está hasta el cuello de ella.

martes, 2 de septiembre de 2008

Política de la visión


(Wim Wenders. En el curso del tiempo,1975)

"Las películas siempre van de lo que tratan y de lo que no tratan. Una ausencia en una película también es siempre el tema de la película. En las mías no hay violencia ni sexo porque creo que son cosas con las que se puede hacer mucho daño. Sólo me gusta mostrar lo que de verdad me gusta. No me gusta enseñar algo y después decir que lo detesto. Pienso que el acto de hacer películas, lo que se lleva a la pantalla, es algo con lo que también te identificas. Por eso funciona tan bien la propaganda, porque en el momento en que la gente está ahí sentada y se proyecta algo en la gran pantalla, se crea automáticamente una especie de identificación. No te puedes distanciar de lo que muestras. Lo que filmas siempre es lo que que quieres, la expresión de lo que defiendes. Una película de guerra siempre es una película a favor de la guerra.Y toda película en la que aparece la violencia es una película a favor de la violencia. Pienso que la verdadera política es la que se hace con la visión. Es decir, lo que se muestra a diario a la gente, a las personas, es político. Todo lo que se muestra al ser humano es político. De hecho, los temas propiamente políticos son para mí lo menos político del cine. Lo más político es el entertainment. Y lo más político que se puede inculcar a las personas mostrándoselo cada día es: no existe el cambio. La idea de cambio se obtiene mostrando a la gente algo que esté abierto al cambio. Y éste es, para mí, el único acto político del que el cine es capaz: mantener viva la idea del cambio; no exhortar al cambio, porque creo que rara vez se consigue".
(Wim Wenders. El acto de ver. Paidós, Barcelona, 2005, p.68)(La cursiva de las líneas es mía)

Por motivos profesionales he tenido que volver sobre las primeras películas de Wenders, acompañado de sus textos sobre cine. Me parece advertir una fuerte tensión entre las imágenes y las palabras. De hecho, cabría resumir la propuesta de esas primeras películas como un vivir la enfermedad de las imágenes, ya que las imágenes son la enfermedad de la vida. Wenders es un yonki de las imágenes que moraliza sobre ellas por el peligro de sobredosis. Algo así como un Kant de la Crítica de la imagen pura.

En esa línea ha desarrollado toda una ecología (contra la polución de imágenes) y una política (de la visión) de las imágenes. Es difícil no estar de acuerdo con ello, que la verdadera política es la que se hace con la visión, otra cosa son los términos. Es decir, que esa política sea verdadera. Tiene razón en lo referente a los riesgos identitarios de la imagen, conscientes o no,pero es problemático restringir el criterio estético de la producción a mostrar lo que a uno le gusta, en el supuesto de que si muestra lo que no le gusta acaba haciendo una apología de ello. Es el mismo argumento que utilizaba Leni Riefensthal para defender su obra como una creación de belleza, pues bastante miseria había ya en el mundo.

El tema, como siempre, está en el cómo se hacen las cosas, en la forma. Al fin y al cabo no es poca cosa una moral de la forma. Se pueden hacer películas en las que aparezca la violencia como Promesas del Este. Y habría que darle la razón a Wenders. Pero también Underground de Kusturica y, entonces, estamos ante un verdadero pensamiento en imágenes. La vida, como decía Schopenhauer, es en conjunto una tragedia y, en concreto, una comedia.

Aunque las imágenes hablan por si solas, no me he resistido a poner alguna cartela.


(El mito de la caverna de Platón huele. Por favor, no nos salven, pero tampoco nos mientan)




("Una guerra no es una guerra hasta que el hermano mata a su hermano")