jueves, 27 de septiembre de 2007

Circular 07. Las afueras.



A veces la escritura de retos encuentra su clave en la lectura a ratos. Como, por ejemplo, en la línea Circular del Metro del Madrid. Esto es lo que ocurre en la novela, “o lo que sea”, como gusta decir de otros empeños el autor, Vicente Luis Mora. Fragmentos leídos por encima del hombro, anotaciones sueltas de la mirada atenta, configuran un texto provisional que aumentará y será otro en la próxima estación.

Proyecto de extravíos y geografía sentimental que recorre el mapa de Madrid, “una telaraña” de calles que son las costuras de un cuerpo atropellado, cuyo límite es el AVE, y que crece cavando en sus entrañas. La enfermedad traza secretas correspondencias entre complejos hospitalarios de diferentes ciudades. Más acá de las fábricas autoreplicantes, la poesía tiene cita obligada en calle Vizcaíno.

Estamos a comienzos del siglo XXI ante un ejemplo de lo que soñó el otro inicio del siglo XX, en palabras de Adorno, ante una micrología. Es, por tanto, una clave, que ayuda a abrir mundo y época. Casi me atrevería a decir que inaugura algo desconocido, pero no por ello menos necesario, una estética del ciudadano, que deja atrás la del flâneur. La búsqueda de un logos de lo pequeño, se intensifica en una escritura minimalista de trapero de lo cotidiano. No está solo. Aquejado de un complejo de Diógenes, transforma la avaricia autista en generosidad que acude a todas las citas. El resultado, magnífico, es, recurriendo a John Cage, el texto de una partitura vacía en la que resuena el mundo.

La escritura esencial es ahora camino de las afueras. En ellas los fragmentos se ordenan según la extraña lógica de las cosas. Lo nuevo no es la materia sino la forma, es decir, el medio expresivo, transversal en signos, lenguajes y géneros, que nos permite ver, no las cosas primeras, sino las cosas por primera vez. Esto es un privilegio. Que se paga. Pero no conviene confundirse. Las afueras no son la periferia del centro sino el centro de la periferia. Es el lugar de los márgenes, pero no de la marginalidad. Por eso, sus libros, este libro, lo pueden (mejor, deben) comprar todos, pero sólo lo leerán realmente unos pocos, aquellos capaces de ver en el ejemplar la invitación que lleva escrita su nombre. Y es que son libros, no editados, pero sí escritos bajo demanda.

lunes, 24 de septiembre de 2007

2. Pero, ¿quién es Pentesilea?



Quizá toda la clave de la obra, pero también del romanticismo, nos la da esta frase: “Todo pecho que siente es un enigma”. En vano se devanan los sesos Ulises y los reyes aqueos para entender al Aquiles enamorado, y lo mismo sucede con las amazonas ante el proceder frenético de Pentesilea. Pero Aquiles lo comprende perfectamente: “sé lo que de mi quiere esta divina criatura”. Y también sabe lo que él quiere: “ ¡De mí, darás a luz al dios de la tierra!/ Y Prometeo se elevará del lugar donde tiene su sede/ y anunciará al género humano:/ ¡He aquí a un hombre como yo lo quería!”. De la unión entre dos semidioses saldrá el hombre nuevo, aquél que buscaba Prometeo, en una versión del mito que le consagra como hacedor de hombres.

Pero éste no es el punto de vista de Pentesilea. Porque, a diferencia de Aquiles, no hay un amor fati, y el saber no juega aquí ningún papel para evitar la tragedia. La clave del desenlace final la tiene la suma sacerdotisa cuando afirma que Pentesilea: “no sucumbirá ante el adversario en el curso del combate, sino ante el enemigo que lleva en su seno. Y a todos nos arrastrará al abismo”. Bien sabe la reina de las amazonas que: “en mi alma sólo hay porfía, sólo contradicción”. Éste es el motivo secreto, la contradicción no lo anula, sino que la incita una y otra vez, movida en un sentido y en otro por la pasión. No olvidemos que en Kleist la característica de lo humano es el conocimiento, la conciencia. La de lo divino y lo inanimado en manos de lo divino es la falta de ella. Los discursos de la semidiosa Pentesilea son una mezcla de conciencia y de delirio. La conciencia, el conocimiento, es la salida del paraíso. La vida más perfecta es la del inconsciente, pero no quiere decir que sea mejor.

El lugar romántico es ese difícil espacio entre lo humano y lo divino. El romanticismo, queriendo superarlas en la visión de la totalidad, no hace más que agudizar las contradicciones y dualidades del yo moderno. En su modelo griego no hay redención a través de los hechos, sino destino que se cumple a través de ellos. Este punto, el destino, es clave. Lo interesante de la obra ( una dualidad característica de Kleist) es que, en el fondo, Pentesilea no tiene ninguna vocación trágica. No hay un amor fati. Su deseo, como todos los humanos, como los dioses, es la ventura, no el sufrimiento. Por eso dice: “Dicen que la desgracia purifica. /Yo jamás lo he creído, oh bienamada; /A mí siempre me ha enconado, sublevado/ con pasión, aún no comprendida,/frente a los dioses y frente a los hombres. […]/ ¡El hombre puede ser grande, heroico, cuando sufre;/ pero es divino cuando es venturoso!”.

No hay, pues, ni en el personaje, ni en el autor, una vocación de malditismo. Simplemente, no pueden aguantar más, y el dolor les rompe, o cabría decir, les suicida. No hay redención, purificación, ni tampoco alivio en el dolor, sino una profunda soledad: “Pentesilea. ¡Dolor! ¡Dolor! / Protoe. ¿Dónde?/ Pentesilea. Aquí/ Protoe. ¿Qué puedo hacer por ti?/ Pentesilea. Nada, nada, nada”.



Al descubrir que ha sido ella, y no Aquiles, la vencida, le echa los perros, le atraviesa con una flecha el cuello, hinca los dientes en el “blanco pecho” y se revuelca por el suelo rivalizando con sus perros en desgarrar y despedazar los miembros de Aquiles. Y así la encuentran: “Cuando yo llegué, / la sangre chorreaba de sus manos y boca”. La suma sacerdotisa la llama “monstruo”. Pentesilea se vuelve demente: cree que otro, y no ella, ha matado a Aquiles. Y cuando le hacen ver que no es así: “Pentesilea: “Entonces fue un error. ¡Besos o dentelladas!/ Cualquiera que ame de todo corazón/ puede confundir los unos con las otras”. Lo que , añade, se encierra muy gráficamente en la expresión: “te comería a besos”.

La clave de todo es la hybris que subyace al destino, que toda grandeza, excelencia, es trágica. Y, más allá de toda moralidad, es lo que encontramos también en las heroínas románticas: son demasiado grandes por su pasión Así lo resume bien su amiga Protoe en estas palabras finales de la obra: “¡Sucumbió porque estaba floreciendo/ con demasiada fuerza y gallardía!/ La encina muerta resiste el temporal,/ pero éste abate con estrépito a la sana/ porque puede hacer presa en su ramaje”.

sábado, 22 de septiembre de 2007

1.Pentesilea. La tragedia de los semidioses.

“Me es imposible seguir viviendo” (Kleist).


Ciertos modelos de dios-hombre tienen antecedentes griegos y cristianos. Mantienen viva una doble tendencia característica de nuestra cultura: la creación de mitos y su desmitologización. Es una cultura de héroes y perdedores, o más precisamente, una cultura de perdedores que todavía necesita a los héroes, aunque sea bajo la forma de perdedores.

Pentesilea es una figura de la mitología y también un personaje de Kleist. Es el mejor ejemplo de una vida en extremos, de la imposibilidad de unir los contrarios, del desgarro romántico, en suma, de una “magnífica miseria”. Es la belleza torturada por la pasión sin salida, es decir, trágica, sublime. Pentesilea fue escrita por Kleist entre 1806 y 1807. En ella expresó todas “las bajezas y todo el esplendor de su alma”.


Ambas unidas en la contradicción. Porque Pentesilea no es una figura ejemplar, pero sí grande, modélica, que cumplía en su destino el ideal griego de lo bello y bueno. Una figura que rompe tanto con los estereotipos de la modernidad como de la posmodernidad. Porque es grande sin medida, se extra-limita continuamente. El deber pone momentáneamente límites a su pasión por Aquiles, pero se revela todavía más irracional que ella. Y nos descubre el mecanismo oculto del amor: dos iguales que no pueden serlo, porque uno tiene que vencer al otro. El amor como donación sólo surge en el sometimiento del otro.

En el caso de Pentesilea, sus acciones, que parecen ser las de una demente, tienen su lógica, porque obedecen a esos impulsos contrapuestos, a los del amor y a los del deber, que además se cruzan, ya que debe vencer al que ama para poseerle, sin poder, a su vez, ser ella vencida y poseída.

Cuando Aquiles la vence, pero la engaña haciéndola creer que ha sido vencido, todo va bien, pero cuando se da cuenta del engaño, le mata cruelmente y despedaza con sus dientes rivalizando en fiereza con los perros: besos y dentelladas –le hace decir Kleist a Pentesilea- son lo mismo. Ése es el destino del amor: “te comería a besos”.

viernes, 21 de septiembre de 2007

el derecho a la venganza

José Luis Rodriguez García. El hombre asediado. Edilesa. León, 2007.

¿Camus en una editorial leonesa? Recibo el libro de la mano amiga que me lo reserva, y no puedo evitar la asociación al leer el título. Pero el autor es otro, José Luis Rodríguez García. La lectura, sosegada pero sin interrupción, me revela que no andaba tan descaminado. Es una novela que trata del dolor humano, no abstracto, sino en carne y hueso, como el que siente cuando le arrebatan al hombre sin nombre, brutalmente y sin sentido, a la mujer amada y al hijo pequeño, condenado a sobrevivirse como un despojo.

La narración avanza entrecortada por los fogonazos de imágenes instaladas en la memoria del presente, intensa y a la vez fluida, sin un punto y aparte, llena de ternura y de matices, de dudas, que nutren una escritura reflexiva y cercana.

A riesgo de parecer trasnochado me atrevería a decir que se trata de una novela escrita en clave generacional. En este caso merece la pena mantener la palabra generación, pues es algo que trasciende al ámbito puramente literario. Se trata, efectivamente, de la que se ha denominado como la generación de la transición a la democracia en España. A nivel europeo se puede asimilar a la que Kundera caracterizó como la generación del acto perdido. Una generación que amaba su destino, pero que su destino no la amaba a ella.

La novela trata de identidades, en términos adornianos, “dañadas”. Propia de los personajes trágicos de las obras de teatro de Sartre, cuya decisión plasmada en el acto definitivo resulta estéril socialmente y autodestructiva para el individuo. Y que, sin embargo, asumen las consecuencias de sus actos. Desde esta perspectiva, que un personaje se llame Althusser, el fondo y letra de las canciones de Brel, y Paris, siempre Paris, son algo más que un guiño cómplice.

El hombre asediado (por la inquietud, el dolor, el recuerdo) no tiene nombre. Las identidades dañadas no tienen espejos en su casa, llevan vidas sin rostro. En tales circunstancias emerge una y otra vez la pregunta en la novela: ¿hay derecho a la venganza?. Planteada en términos de los crímenes contra la humanidad, queda la duda, pero no parece haberla cuando tocan el último reducto del individuo: sus seres queridos. El diálogo entre personaje y autor sobre este punto tensa la obra, llevándola por vericuetos que no voy a desvelar para no privarles del placer de su lectura, que recomiendo vivamente.

lunes, 17 de septiembre de 2007