lunes, 6 de julio de 2009

Postpoesía


El libro de Agustín Fernández Mallo puede leerse como una poética de la propia obra, en la que la estética y la creación, como no podía ser hoy de otra manera, van estrechamente unidas, se retroalimentan. También como un manifiesto generacional, en el que se reclama un cambio para la poesía que, a juicio del autor, ya ha tenido lugar en otros ámbitos de la cultura. Los manifiestos suscitan adhesiones y rechazos, tanto más deshilvanados y vehementes cuanto mayor es la densidad de su destinatario (como es el caso), oculta a veces en el tópico de la ruptura y el parricidio hermenéutico. No me parece ser éste el sentido primordial del libro, y aún más de la obra de Fernández Mallo, un raro ejemplo de aquello que Rohmer recomendaba a propósito del cine: para hacer algo no hace falta destruir al vecino, basta con construir al lado. En efecto, siguiendo con buen criterio el talante de Rorty y de los pragmatistas en general, lo que Fernández Mallo ha construido es una casa pragmática.

En la necesidad de considerar a la poesía y a la ciencia como un arte, apoyada con numerosos ejemplos, hay algo más que un ejercicio pirotécnico de ingenio, late algo más profundo que la consabida demanda de transversalidad en la cultura, más incluso que la petición bienintencionada de una Tercera Cultura. Me atrevería a decir que se trata nada menos que de dar un nuevo sentido a la llamada Primera Cultura o, mejor, a la cultura tout court. En ello andan metidos, desde perspectivas diferentes pero complementarias, otros miembros de la red: nocillas, afterpop, pangeicos y mutantes.

Estamos ante una peculiar “estética del límite”, de carácter más lúdico que dialéctico, del usar y tirar, de apropiarse y evacuar, donde importa más el hardware que el software, en definitiva, algo transitorio y transitivo, tan necesario como el banner que nos permite estar al corriente de nuestro tiempo. Pero, no se confundan, si Fernández Mallo afirma que la postpoesía no es nada es porque ella no renuncia a nada y se define, como Dios, por lo que no es. No vayan a buscarla al centro sino a los extrarradios. Allí la encontrarán como un chicle pegado a cualquiera de las ruinas modernas tan cercanas al autor.

domingo, 5 de julio de 2009

lunes, 29 de junio de 2009

Madre e Hijo







Sokurov. Madre e Hijo, 1997 (2005).
Es una bellísima meditación sobre el amor del hijo y la muerte de la madre, con el fondo sereno de la naturaleza espiritualizada. Cada mirada es un encuentro tardío, una despedida, una caricia que deja en las manos el rostro querido. Al final de la vida los papeles se invierten: ahora es él quien la lleva en brazos, le da el biberón. Y el último paseo: “Creación, eres maravillosa”. También los árboles de Friedrich, los farallones calcáreos, que tanto amaba. La compañía última de la mariposa, que alivia la postrera metamorfosis: “sabes, temo a la muerte”.

miércoles, 24 de junio de 2009

domingo, 21 de junio de 2009

martes, 16 de junio de 2009

jueves, 11 de junio de 2009

Permanent Vacation


Una pregunta y una imagen enhebran esta opera prima. La pregunta: “¿crees que me gustará París?”. La imagen: Allie haciendo subir y bajar su yo-yo. La imagen contesta a la pregunta: da igual. No importa donde vayas, uno no se mueve en realidad del punto de partida. Tema recurrente en las primeras películas de Jarmusch es el relato de viajes que niegan la posibilidad de una historia. Porque, como dice Allie, una historia no son sino unos puntos unidos por la monotonía que parece dibujar algo. Si, como apostilla Jarmusch, la vida no tiene argumento, ¿por qué tiene que tenerlo una película? En esta falta de argumento transcurre la vida de las imágenes. Y el espectador oscila entre la fascinación y el rechazo. ¿Estamos preparados para ver una vida sin GPS?



Allie no es un existencialista avinagrado, tampoco un clochard pasado de mugre, sino un adolescente viejo que ejerce de flâneur existencial, entra y sale de las vidas de otros, como de habitaciones desconchadas, de callejones infectos para comprobar, cual dandy de suburbio, que no hay ninguna novedad. Personas y cosas tienen algo en común: están alienados, son ruinas de algo. Son las calles sucias donde toca su reluciente saxo John Lurie. Ello impide la fácil mirada entrópica.



Allie es indiferente a todo porque se cree diferente. A la imagen del yo-yo se añade la danza sobre sí mismo en la azotea: la peonza gira, pero no se mueve. Es un solipsismo inevitable que acepta con quietud desde la soledad asumida. No aspira a ser entendido, tampoco a entender, pues ya todo está visto, placidez sólo interrumpida por el terror suave que experimenta ante la repetición, y que le obliga con su voz interior a marcharse una y otra vez. ¿Qué hago yo en París?



A veces se pregunta en plan rockero si no merecería la pena vivir rápido y morir joven. Pero Allie no lleva la vida líquida del sueño americano sino la remansada de quien no rechaza ni es rechazado, tan sólo se sitúa al margen observándolo todo. Allie es el sueño de cualquier agencia de viajes de formación: “un turista en vacaciones permanentes”.

jueves, 4 de junio de 2009

Novela, cine

"Pero en este proceso de influencias o de correspondencias, es la novela la que ha ido más lejos en la lógica del estilo. Es ella quien ha sacado el partido más sutil de la técnica del montaje, por ejemplo, y del trastocamiento de la cronología: ha sido sobre todo ella quien ha sabido levantar hasta una auténtica significación metafísica el efecto de un objetivismo inhumano y casi mineral. ¿Qué cámara ha permanecido tan exterior a su objeto como la conciencia del héroe de El extranjero de Camus?” (André Bazin. "A favor de un cine impuro")

lunes, 1 de junio de 2009

¿Regreso a la belleza?








(Béla Tarr. La condena)

“Pero esos señores distinguidos no saben en absoluto lo que significa vivir como ella, llevar un mesón como la Dichtelmuhle. Ellos (¡los señores distinguidos!) sólo hablaban siempre de situaciones para ella incomprensibles, no tenían ninguna clase de preocupaciones y se pasaban todo el tiempo reflexionando en qué podían hacer con su dinero y con su tiempo. Ella no había tenido nunca suficiente dinero ni nunca suficiente tiempo y ni siquiera había sido siempre sólo desgraciada, a diferencia de aquellos señores distinguidos apostrofados por ella, que siempre tenían suficiente dinero y suficiente tiempo y hablaban continuamente de su desgracia. Para ella era totalmente incomprensible que Wertheimer, a ella , la dijera siempre sólo que era un hombre desgraciado. A menudo él había estado sentado hasta la una de la madrugada en el mesón, lamentándosele, y ella se había compadecido de él, como decía, y se lo había subido a su habitación, porque él no quería ir ya a Traich aquella noche”. (Thomas Bernhard.El Malogrado).