domingo, 15 de diciembre de 2019

la llamada de Camus






"Ese es el poder decisivo de una obra singular: una llamada a la acción. Y yo, una y otra vez, me lleno del orgullo desmedido de creer que puedo responder a esa llamada.

   Las palabras que tenía ante mí eran elegantes, despiadadas. Me vibraban las manos. Imbuida de confianza, sentí la urgencia de levantarme de un brinco, subir las escaleras, cerrar la pesada puerta que había sido de Camus, sentarme delante de mi propio taco de folios y empezar mi propio principio. Un acto de sacrilegio inocente [...]

Por qué escribo? Mi dedo, como un lápiz óptico, traza la pregunta en el aire vacío. Un acertijo familiar que me he planteado desde la juventud, algo que me privaba del juego, de los amigos y del valle del amor, presa de las palabras, siempre un poco desplazada.

   ¿Por qué escribimos? Irrumpe un coro.

   Porque no podemos limitarnos a vivir".

martes, 10 de diciembre de 2019

ingenio y finura





"Martín Gracia había renunciado a intentar publicar sus poemas, pero continuaba escribiendo con la misma tristeza con la que pare una gata vieja que sabe que sus cachorros, nada más nacer, van a ser sacrificados".

domingo, 8 de diciembre de 2019

la fuente digital de la eterna juventud

En el documental en que Marty Scorsese recuerda con sus cuates el rodaje de El irlandés llaman la atención dos cosas: el reconocimiento de que no hubiera podido hacer su película de tres horas y media sin Netflix y el cachondeo sin fin que se traen los otros con sus respectivos looks gracias al método de-aging. La cara de felicidad de David el Gnomo Scorsese es todo un poema.

Si comparamos con el pasado siglo parecería que este debería tener también sus apartados apocalípticos de fin de..., pero lo cierto es que sorprende a veteranos directores del celuloide ensalzar como una tabla de salvación las virtudes de lo digital. Lo veíamos en un post reciente con Herzog, me recuerda el entusiasmo de Antonioni en Room 666 sobre las posibilidades de las nuevas tecnologías que otros vaticinaban como enterradoras del cine. Ahora se oye más bien: el cine para las salas de cine ha muerto, viva el cine de y para las plataformas digitales.

Chambers ha puesto de relieve los problemas "filosóficos y éticos" que el de-aging conlleva. Y es que no solo permite a un mismo personaje tener la tersura de cutis de los elfos a través de las épocas en la película sino que ya está en marcha el proyecto para resucitar nada menos que a James Dean, el joven más joven de todos los tiempos. Lo veremos en Finding Jack.

Parece que los mencionados problemas se refieren al uso del método digital. En este caso una variante de los sermones antitecnológicos habituales de El País: quitaría empleos. Todo se quedaría en casa en vez de contratar a diferentes actores para las distintas fases de la vida de uno. Así en El Padrino. A la vista de los resultados en esta última no les falta razón.

Sin embargo y si vamos a entrar en esa vía profunda demos un paso más, pongámonos estupendos, es decir, ontológicos. Las imágenes de síntesis han obligado a replantear los problemas filosóficos de la temporalidad, de la secuencialidad de tiempos; también las tonterías que se han escrito y se siguen escribiendo acerca del arte, cine, fotografía..., como tiempo detenido. Las imágenes de síntesis crean nuevas realidades, no las reproducen, tienen su temporalidad propia y sí, también se quedan obsoletas, como los estiramientos digitales de Bob de Niro y su rigidez facial, consecuencias de una técnica todavía imperfecta.

Hablando de temporalidad y antes de que se me olvide: es una película excelente, de las de antes con nuevos medios. Dura tres horas y media. Para los jóvenes prostáticos que solo aguantan los tres cuartos de hora de las series hay una guía en la red que trocea su visionado en plan carnicero. No hagan caso y resistan con más birras a mano. Merece la pena.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Apocalipsis entre amigos



Hay películas de los sitios en que siempre pasa mucho donde nunca pasa nada. Algo oscuro emerge a la superficie hambriento de vida sembrando el caos y ya nada será igual, acabe como acabe. Lo familiar se vuelve inquietante y da la bienvenida lynchiana: un cartel que es una lápida.



Cada director tiene una biblioteca audiovisual de querencias  y llegado su momento la muestra. El resultado puede ser algo dramático al estilo Godard o este revoltijo de Jarmusch a medio camino entre un cuadro disparatado de El Bosco y la estética retro de El Hombre Lobo en American Graffiti:  es la visualización irónica, nostálgica, divertida, a ratos truculenta, hablando, callando, del fin apacible posmoderno de Kundera, del apocalipsis entre amigos, incluida la familia.

No es que esa generación haya crecido y haga su película, es que esta de ahora ha vuelto y vive ahí, en los intersticios del cine, las colecciones, las citas, los guiños de complicidad, los recuerdos, no los de entonces, sino los más fuertes, los de ahora. Por eso, nada de lo que sucede les sorprende, es extraordinario: ya lo han visto en las películas de Romero, leído en los cómics, oído en las canciones; conocen los remedios y saben que la situación al final no tiene remedio. Para qué desesperarse. No da para una temporada. Fans de The walking dead, abstenerse. Es otra cosa.

El lado oscuro de la fuerza se ha materializado en el llavero que lleva el oficial de policía. Son trekkies con móvil que, cuando resucitan, buscan desesperadamente la wifi perdida. Al fin y al cabo, se nos dice, los muertos solo desean lo que amaron en vida, ni siquiera es prioritario degustar los menudillos de los vivos, aunque también dan buena cuenta de ellos. Pero es un acto de amor.

La película parece construida en torno a una música, pero es algo más. Es un cine sonoro en el que los músicos actúan y los actores son músicos, son ellos mismos, incluido el director, que no se resiste brevemente a los encantos de la autoficción: el autor de The passenger no necesita apenas maquillaje para convencernos de que es un auténtico zombi esquelético con chaleco, recordando otros cafés de otra película; el duende de sonrisa pícara, compositor de Clossing time (a ratos me parece oírla como auténtica banda sonora de la película) es un ermitaño que no pierde ripio del sindiós que pasa alrededor mutada su ventanita en los cuadros flamencos por unos prismáticos.

Es una sorpresa que todavía haya este tipo de cine, no ya de tiempo de muertos sino de tiempos muertos, de charla indecisa, que se toma su tiempo, el suyo y el de los objetos, siempre tratados con respeto en las películas de Jarmusch, mientras los lugares se vacían de seres vivos y ellos se quedan solos, a su aire, con los muertos que los recuerdan y anhelan.







domingo, 17 de noviembre de 2019

cinema is back to life


No es la sentencia final de un cineherido tras escribir un (otro) libro sobre la enésima y desconocida película de culto producida en Burkina Faso. Se trata, nada menos, que de la frase lapidaria con la que Werner Herzog resume su experiencia como actor en el primer episodio de la serie The Mandalorian de la factoría Disney. Susan Sontag se ha removido en su tumba.

Herzog no tiene empacho en declarar que no ha visto ninguna película de Star Wars. En realidad, nunca lo consideró cine, como tampoco su amigo David Lynch, escaldado después del fiasco de rodaje con Dune. Habría aceptado la colaboración en un comienzo por motivos alimenticios aunque pronto cambió de opinión. No por lo que puede interesar a los espectadores, la temática, sino por la tecnología revolucionaria (The Volume) con la que ha sido rodada y que, sospechamos, piensa le vendría muy bien para las espléndidas obras maestras en el género documental que ha venido haciendo. La tecnología culpable, entonces, de la diagnosticada "muerte" del cine sería, ahora, el medio para su reviviscencia. A eso se le llama pharmakon.

Mas allá de las pejigueras que los fanáticos de la saga galáctica puedan poner, lo cierto es que esta serie, de momento, con dos capítulos vistos, es una agradable sorpresa en el mal sabor de boca que dejaban en las últimas navidades las sucesivas (pre y se) "cuelas" de Star Wars.



Es una serie de estética ochentera con todos sus ingredientes: tecnología y mito de la mano; el color óxido de la nostalgia, del futuro pasado, de los futuros cumplidos; antihéroe medievalizante reconvertido en pistolero cazarrecompensas. Y algo que no puede faltar en las industrias culturales: es una serie con niño, aunque ya tenga 50 años, que cada vez se van más tarde de casa.