martes, 31 de mayo de 2022

(per) versiones del humanismo tecnológico (1)

 



"Que veinte años no es nada", dice el viejo tango de Gardel. Según para qué y para quién. En mayo del 2000 publiqué en Revista de Occidente el artículo “Ortega y la posibilidad de un humanismo tecnológico”. Destacaba que, frente a sus compañeros de la generación europea del 14, ofrecía pensando en español una valoración positiva de la técnica. Pero lo que me impresionó más en ella fue la continuidad de su temprano proyecto de superación del idealismo al intentar fundamentarla. Ya no tanto o solo en su conocido texto del año 30, Meditación de la técnica, como en el seminal El mito del hombre allende la técnica y otros de los años 50. En estos años, frente al dilema planteado por Heidegger en el 47, en su Carta sobre el humanismo (hay que elegir entre el hombre o el Ser) Ortega elegía al hombre. Con una particularidad, no desde el discurso idealista de la dignidad ontológica humana, al estilo de Pico della Mirandola, antropocéntrico, sino, más bien, desde el discurso humanista de nuestro Fernán Pérez de Oliva, de la indignidad humana, consecuencia de su modo de estar en el mundo y su desvalimiento subsiguiente, fuente de compasión y solidaridad humanas. Era otro estilo de modernidad, que desmontaba el tópico de “era de la razón” en favor de la imaginación, la auténtica y gran facultad de la modernidad. También vinculaba la técnica, no al dominio, sino a la menesterosidad. En esos últimos años Ortega definía a la cultura como el esfuerzo natatorio para mantenerse a flote en una vida concebida como naufragio. Y la técnica ya no era tanto, como en los años 30, la creación de “sobrenaturalezas” (con las que, en vez de adaptarnos a la naturaleza, la adaptamos a nosotros) sino la creación imaginativa de nuevas realidades para sobrevivir.

¿Significaba todo esto un intento de “actualizar” a Ortega como patrón de las nuevas tecnologías digitales?

martes, 24 de mayo de 2022

viernes, 20 de mayo de 2022

sábado, 14 de mayo de 2022

El libro de todos los amores



“Ese panorama cero parecía contener ruinas al revés, es decir, toda la nueva construcción que acabaría construyéndose. Es lo contrario de la "ruina romántica", porque los edificios no caen en la ruina después de ser construidos, sino que se levantan en la ruina antes de ser construidos”. (Robert Smithson, A Tour of the Monuments of Passaic, New Jersey)



“¿Es, en suma, ese nuevo amor al que hemos llegado tras alcanzar su precio cero un ser inédito, un monstruo nunca visto ni imaginado, una criatura que de poder ser observada nos moriríamos ipso facto de susto y placer, de horror y éxtasis, de perfecto odio y perfecta unión? […] El amor de lo pura y absolutamente desconocido para nosotros los humanos. El amor de lo radicalmente otro. (Amor cero)

“El esfuerzo que hay que hacer para que el amor emerja a la ficción como sentimiento creíble es casi infinito” (Amor monstruo).


Ese panorama cero es un libro de  micrologías, una cartografía de los amores en la que se encuentran el remoto futuro del Apocalipsis y el remoto pasado del Génesis. Pero el “Gran Apagón”, no es en rigor una distopía, ausente en estas del amor que salva, tampoco una fácil regresión bíblica de romanticismo genesíaco, siendo los contrapuntos entre él y ella (“plata y rubí”) recuentos de un sexo sin pudor y vergüenza adánicos, de un amor táctil, algo novedoso en el conjunto de la obra de Agustín Fernández Mallo. El Adán y Eva que surgen de las ruinas de Venecia no provienen tanto de la ciudad física desmoronándose como de la ficción de la bola de nieve que la encerraba y ahora, hecha añicos, libera. El final es otro comienzo distinto del bíblico, el Amor sin culpa, que no nace de la ruina de la culpa bíblica sino que es anterior a ella, sin ella, el Génesis antes del Génesis. La culpa ha sido la ruina estéril del misticismo romántico. No he encontrado en la cartografía del libro “Amor místico”. Tampoco hace falta, pero es significativa la ausencia.

Más que una “novela filosófica”, como se anuncia en la faja, sería una “fantasía exacta” de Agustín Fernández Mallo, “como un ratón en la nieve, tratando de encontrar el corazón de una idea que me ayudase a procesar lo visto y oído”. Es casi palpable en el libro la ebullición creadora a la que está sometido el autor constantemente, la lucha tratando de procesarla conceptualmente a través de la ficción. Al contrapunto se une el retorno, quizá mejor, la espiral. Agustín no se olvida tampoco ahora de Trastorno de Thomas Bernhard, de esa lucidez al borde, pero antes, de la locura en los magníficos soliloquios del “embajador”, la clave. Esto configura una forma de hacer que se hace todavía más patente en esta última entrega. Lejos de la tuberculosis de lo rizomático (antiguas querencias teóricas) se menciona aquí una y otra vez la experiencia gozosa de un pensamiento “enredadera”. Eso no parece filosofía. Es la posibilidad que emerge tras su ruina. 

Merece la pena detenerse en ello. Este libro es una obra sinestésica, poliestética, en la que entran en juego todos los sentidos al servicio de una sensibilidad cognitiva… de los objetos. Aunque afirma, y tiene razón, que el gusto no es una cuestión estética, sino de supervivencia, lo cierto (diría el personaje del profesor de latín) es que “sabiduría”, saber, viene de sapere, de gustar, de que sabio, como ya dijo el poeta Petrarca criticando a los filósofos medievales, no es el que cita más libros, sino el que tiene el gusto de las cosas, el que es capaz de paladearlas conceptualmente, aunque sepan amargas. El gusto es el único modo de supervivencia cultural: que te guste incluso lo que no te gusta, pero que aprecias. La sabiduría es agridulce. El gusto de las cosas… pero, ¿de qué cosas?.

Parecería que Fernández Mallo se contrae en algunos momentos. Destacado como un pionero en la literatura de las nuevas tecnologías en español (Jara Calles) expresa ahora ciertas reticencias: “No es el «Internet de las cosas» lo que nos salvará de la soledad individual, sino el amor de las cosas”. Pero no es el escrito de un viejo/a arrepentidos, muy común en nuestros días, sino el testimonio de una fidelidad sin desengaños: Agustín ha sido siempre un usuario que ha tomado a las tecnologías como herramientas, solo eso, como aquellas que prometían aquello que cumplían: “hágalo usted mismo”. Hay que recuperar los vídeos con el móvil de su peregrinación a la Spiral Jetty, al lugar en que enloqueció Nietzsche, o el que le sigue en la “directísima” hacia la cabaña de Wittgenstein: allí siempre aparece el humilde objeto sorpresa, el cartucho gastado tras una tapa, la hoja volandera o el clavo escondido. En los vídeos se oyen sus pasos, se ve la punta de los zapatos, testimonio de esa necesidad de estar ahí. Hasta cierto punto. No es el viajero romántico. Llama la atención que quien se ha pateado medio mundo, colgando sus zapatos en el mítico árbol, renuncie a acercarse físicamente a Passaic, a cuatro pasos, por pereza, y prefiera hacerlo on line. Para eso están también las tecnologías.

La enredadera, este libro, es la metáfora, expresión, del Amor expansión, “planta enredadera cuyo destino es crecer sin tregua; mejor dicho, sin remedio”. La característica de la enredadera es que no se opone sino que se expande. No es “anti”, una forma deficiente de ser, sino que suma, y en ello no está la sumisión, sino la diferencia. Tampoco es un pensamiento dialéctico, estilo escuela de Frankfurt, sino platónico, de ese Platón genérico que según Whitehead tiene a la Historia de la filosofía como una nota de página. El cero, el no ser, no es la Nada, sino lo otro, ser otra cosa, dice en el Sofista. En vez del “es” magro de la definición, es ser esto y lo otro. Uno se describe, por lo que no es, el concepto más allá del concepto, la ficción, la “fantasía exacta”. El no ser es el ser que se expande. Más allá de la etiqueta de la “complejidad” y lo “relacional”.

Tengo la impresión, quizá infundada, de que Agustín con este libro da un paso más en el método, en el camino, viendo agotados ciertos paradigmas (Cortázar, Foster Wallace) algo que pudo producirse también en su obra: las variaciones sobre lo mismo que pueden convertirse en lo mismo sobre las variaciones. Pero ser “entre” significa tener en cuenta eso, dado por categóricamente agotado y salvarse en lo “otro”. A ello apunta el Amor cero antes citado, pero intentemos rebajar la seriedad de la cita. Recreemos la habitación del autor: un cuarto de hotel con el canal de publicidad silenciado; aeropuertos que insiste en llamar “no lugares” (hay una anécdota impagable en su obra sobre el no aeropuerto inclinado de Salamanca); dejemos que se aleje de Jameson: “El así llamado capitalismo tardío no es tal. El capitalismo no ha hecho más que empezar. (Amor capitalismo)”. Todavía se puede escandalizar más a poetas que acaban de descubrir el marxismo académico rentable: el dinero es el objeto más poético que existe”. Decididamente, no le demos más vueltas, es una “novela filosófica”. 






viernes, 29 de abril de 2022

El desencanto del Progreso

 


Este es un libro que funciona como un pharmakon: detallando las falacias en torno al progreso tecnológico (el prurito de la “innovación”) ayuda paradójicamente también a conjurar los discursos catastrofistas sobre las (no tan) nuevas tecnologías. Los autores nos hicieron el regalo, allá por 1998, de la traducción de la mítica antología Mirrorshades. Pero, a diferencia del ciberpunk, ellos defendieron en obras posteriores que las tecnologías (ellas) no nos cambiarían la existencia, que eran herramientas, y que lo decisivo era el uso social que se hiciera de las mismas. Este punto, la vertiente ética de las tecnologías, su no neutralidad, ha estado siempre presente en los análisis como espina dorsal de su “quintacolumnismo”. Merece la pena insistir en ello, pues el enfoque del control ciudadano responsable de las nuevas tecnologías no es habitual. Con el caramelo manoseado de innovar en la información, la participación digital, se hurta lo más importante, la decisión ciudadana sobre los proyectos de los que solo son herramientas, pero afectan a todos. 

La crítica al “progresismo tecnológico” no implica en ellos la renuncia al “pensamiento progresista”. Todo lo contrario. La figura que lo encarna, “el luddita reflexivo”, se distancia tanto de la “tentación apocalíptica” como del neoliberalismo, el “capitalismo salvaje” y la “economía informacional” apostando por el cambio social mediante pactos y regulación de las tecnologías. Conjurando el fantasma del determinismo tecnológico, recomiendan no olvidar el pasado, pues no todo tuvo por qué ser así, ni todo tiene por qué serlo ahora y menos en el futuro. Comiencen a leer el libro por la “Coda”.

Nostálgicos del “corto verano de anarquía digital” que significó el software libre, todavía resuenan en mi cabeza las broncas de Andoni en los Congresos por usar Windows en vez de Linux. Agachábamos la cabeza los traidores y no sabía dónde meterse Javier Echeverría.


viernes, 22 de abril de 2022

jueves, 3 de marzo de 2022

sábado, 26 de febrero de 2022

Fritz Lang y el expresionismo más una imagen



Atentos a la portada del libro. La imagen es un contrapunto irónico al título académico. Cuando se trata de imágenes - y esta es un posado de Lang - el estilo es una forma de mostrar lo que eres sin necesidad de hablar. Un Lang que cultiva la coquetería del desaliño con su ralo cabello blanco y canas laterales en punta, camisa arrugada, su parche de pirata irreverente y monóculo de aristócrata tronado, dedos sarmentosos a punto de rodear el cigarrillo que acaba de prender, observado por su fiel amigo de peluche el mono Peter, en la "jungla" de Beverly Hills. No es la imagen tópica de un expresionista, bien es cierto que él afirmaba que tampoco lo era. 
 Si quieren redescubrir a Fritz Lang y tener una visión más compleja del expresionismo la lectura de este libro de Marcos Jiménez es absolutamente indispensable. 

martes, 15 de febrero de 2022

Belfast 3

 

Desde el momento que tiene lugar ese roll de 360 recibimos una invitación del director a situarnos dentro y fuera de la pantalla, pero siempre con referencia a ella, en la mirada del niño, pero también y sobre todo en la de la familia. Una familia trabajadora que sobrevive malamente por la falta de empleo, llena de deudas, más atormentada por ellas que por la violencia, no tan directa al ser ellos protestantes en una media calle de esa confesión. Va el niño a la escuela bordeando las alambradas que separan dos confesiones, recibe el cariño de sus abuelos, es protegido por sus padres, sufre sin entenderlas las penurias económicas que se amontonan en las facturas impagadas.



 Y, en medio de todo, una serie de imágenes poéticas que dialogan con otras películas del género "con niño" no por ello exentas de violencia. La pantalla es el pasaporte a un mundo distinto, una fábrica de ilusiones de las que no pueden vivir los mayores, pero ayudan a sobrevivir a toda una generación en los años sesenta. El director introduce algunas y son algo más que su particular homenaje al cine de su infancia. Otras pertenecen a los coautores. 













sábado, 12 de febrero de 2022

domingo, 6 de febrero de 2022

Belfast 2

 

Es necesaria, más que nunca, una crítica de la imagen, tener criterios, saber distinguir. Por ejemplo, con una película reciente, Belfast. En principio podría ser catalogada en el subgénero de “películas con niño”. Estas suelen despertar buenos sentimientos. Y mira por donde es lo que sucede en esta película que despierta malos pensamientos en algunos precisamente por ello. No es suficientemente ideológica. Ha sido catalogada como “feel good movie”, una treta para obtener premios y obviar el fondo de la tragedia de Belfast. La clave parecería estar en el texto de Godard, ya que se muestran en primer plano imágenes de la cara inocente del niño y de los atentados en Belfast, excesivas imágenes de sus momentos de felicidad y pocas de los sufrimientos de la población por causa de la violencia ambiente. Habría, pues, una cierta “amoralidad” porque unas desactivarían a otras, una manipulación emocional. 

Los prejuicios nublan con frecuencia el juicio. Si aparece en uno de los planos la fecha “Belfast 15 de agosto de 1969” ya se sabe de antemano cuáles deberían ser las imágenes adecuadas para que la película fuera como debe ser, es decir, refleje lo que es, entendido como debería ser. Es una forma de operar de los “críticos” muy frecuente en todos los ámbitos: cuando juzgan trabajos de otros no se centran tanto en lo que han hecho como en lo que deberían haber hecho dejándolos ninguneados, aunque camuflen su inoportunidad bajo la forma de solo son  “sugerencias”. Cuando se trata de “mirar” en cine es preciso tener en cuenta, por un ejercicio mínimo de responsabilidad icónica, la mirada de los otros, entre ellos la del director y los personajes. El contraste entre el ayer y el hoy ya aparece en los primeros planos de la película:



Una de las cosas que más me sorprenden y gustan de ciertas películas actuales es que, con frecuencia, el director intenta situarse en la mirada de sus personajes más que en la suya propia. Ya lo analicé en un post sobre la serie Babylon Berlin. La perspectiva cambia completamente. Y la atención a la mirada en esta película es decisiva porque pretende ser, aunque no únicamente, la mirada de un niño contada años después. No la de un adulto que sabe lo que pasó antes, está pasando y pasará luego. La mirada de este niño es la mirada del estar a cada momento. Puede discutirse si lo ha logrado o no, pero no se puede obviar la perspectiva. Esto se hace patente en la secuencia, no de un plano, sino de varios que se presentan al comienzo de la película: la cámara en un movimiento de roll gira 360 grados alrededor de la cabeza del niño, mostrando sus estados cambiantes de ánimo ante lo que está viendo.


 Por momentos recuerda a:





jueves, 3 de febrero de 2022

Belfast 1


 



“En el fondo, lo que me resulta chocante en Hiroshima es que las imágenes de la pareja haciendo el amor en los primeros planos me dan miedo por la misma razón que las de las llagas (igualmente en primeros planos) ocasionadas por la bomba atómica. Hay algo, ya no de inmoral, sino de amoral, en mostrar así el amor o el horror con los mismos primeros planos” (Godard).

Ambas imágenes, las del erotismo y el horror, son estéticamente muy potentes y destaca su fuerza sobre otra consideración. Según Schiller, Godard tendría razón aunque se sintiera incómodo: la fuerza estética (cuando la hay) no tiene nada que ver con la moralidad y, de hecho, prevalece sobre ella. Son dos esferas distintas, aunque relacionadas. Y, sin embargo… Queda una profunda desazón porque falta algo. Falta una responsabilidad estética en el uso de las imágenes y esta se refiere, en este caso, a si estamos o no ante una manipulación emocional utilizando los mismos recursos estilísticos como son los primeros planos. Godard cree que sí. Probablemente, los neurocientíficos con sus células espejo dirían que también. En los primerísimos planos se potencia un proceso biológico identificatorio (de identificar e identificarse) inconsciente que debe ser tenido en cuenta. Es independiente de las intenciones del creador y del receptor. Se trata del rasgo biológico inintencional de las imágenes al que se suma el cultural del simbolismo adherido a ellas como memes a lo largo del tiempo.

No estaríamos, pues, de una provocación más en el caso de Godard (que posiblemente también) sino de la expresión de un malestar por una falta de responsabilidad con la imagen cuando esta se manipula emocionalmente sean cuales sean las intenciones. Y las de Resnais no podían ser mejores al igual que las de su Noche y niebla sobre el Holocausto, también criticada por Farocki por manipuladora. ¿Está justificada la manipulación emocional de y con las imágenes? Colocada en la misma secuencia y con el mismo tipo de plano una imagen erótica y otra de sufrimiento extremo esta última queda neutralizada, a juicio de Godard, ahogada en una pornografía emocional que califica de “amoral”. Lo mismo sucede con los primeros planos de la mano atrofiada y retorcida consecuencia de la radiación nuclear y de la que acaricia morosamente la espalda de los amantes. La película de Resnais pertenece a la nouvelle vague, el cine literario por excelencia, imagen y texto se retroalimentan. El problema es cuando el texto dice una cosa y la imagen la contraria aunque se pretenda la armonía. Sucede con mucha frecuencia.

Esa manipulación emocional está a la orden del día en otros tipos de planos y con una intención moralizante. Decía Win Wenders: “no se pueden soltar sermones desde la pantalla”. Es inútil: hay cierta clase de público que necesita su dosis de sermón icónico para sentirse bien sintiéndose mal, ese “horror delicioso” del que hablaba Burke. Y donde hay demanda hay mercado. Solo así se entiende que El cuento de la criada se alargue sin ahogarse en el tedio estético por su falta de calidad después de los primeros capítulos. Hay una verdadera necesidad de moralina, lo que no significa que esa necesidad sea verdadera. ¿En qué sentido?

 La filosofía podría aportar mucho desenmascarando la falacia naturalista de confundir el “es” con el “debe” en materia de imágenes, una de las fuentes de la manipulación emocional, de la necesidad de impartir doctrina con imágenes. Máxime cuando esto puede llevar a un nihilismo no pretendido. Recuérdese la caracterización del nihilista según Nietzsche: es alguien que piensa que el mundo tal como es no debería existir y que el mundo tal como debería ser no existe. Si sumamos Hume a Nietzsche entonces nos encontramos con que no hay imágenes de lo que no debería haber aunque lo haya. Es una falta de responsabilidad icónica, de hacer visible lo visible. Son las imágenes que faltan como aquellas a las que alude el título de la obra de Rithy Panh, sepultadas, desaparecidas en las otras, ignoradas, escondidas. El idealista-nihilista consumado lo tiene claro: la esencia de lo real es lo (el) ideal. 

Dejo estas imágenes de Belfast como enlace para el siguiente post:





lunes, 31 de enero de 2022

Macbeth

 


Póster de diseño que aúna el clasicismo de las letras y la vanguardia de la máscara en el contraste intenso de los colores. Letras que anuncian la tragedia y máscara que escancia su sangre. Una muestra de lo que ha dado en llamarse “el clasicismo de las vanguardias”, que lo hay, aunque parezca un oximoron. El color y el formato de pantalla son importantes, no solo el blanco y negro de rigor sino el 1:33 casi cuadrado que surge vaciando la pantalla por los lados. Vuelve el cine de arte y ensayo en estos guiños estilísticos que permiten las consabidas referencias a Dreyer, Welles, Kurosawa, Bergman… Sin olvidar, claro, al tópico recurso: el expresionismo. Donde estén las sombras no puede faltar la cita. Por momentos acuden también las sobreimpresiones asociativas con el hieratismo estatuario de Resnais en El año pasado en Marienbad. De Chirico y Piranesi no andan lejos. Ya con estos antecedentes cabe augurar una película de premios más que de público como casi todas las de culto.


Una vez claras las influencias quizá sea oportuno destacar los “caprichos” (arte) que permiten entender y disfrutar la película. El primero de ellos referido a los protagonistas. Según la tradición cabía esperar en ellos cuerpos jóvenes agitados por ambiciones desmedidas. No es así. Son viejos, sesenteros, con improbables habilidades para el combate o la concepción. Tampoco se esfuerzan por parecer verosímiles. Es una ambición crepuscular representada con eficacia. Sus parlamentos prosaicos, sin lo enfático de la declamación poética más bien parecen en ocasiones rutinarias discusiones conyugales, fruto de un afecto largo tiempo enfriado, que conflictos extremos de una pasión sobrevenida. ¿Por qué? Porque nosotros somos viejos, han explicado el matrimonio de director y actriz protagonista y les apetecía (están en su derecho) que los protagonistas se instalen en los umbrales de la tercera edad.

Hay más. La “modernidad” del elenco estriba también en la diversidad racial inclusiva que sorprende respecto a la tradición monocolor. Como ha señalado muy bien Denzel Washington habrá un momento en que no haga falta llamar la atención sobre esa diversidad porque será un hecho normal, no solo peaje de una obligada re-visión de la historia como se está llevando a cabo ahora en buena parte del cine. Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas desde que se abriera paso Sidney Poitier en aquella memorable Adivina quién viene esta noche. Pero no lo suficiente.



Sin duda, el “capricho” más demorado (según ellos) ha permitido disfrutar de la que quizá es la mejor interpretación condensada de la película, la de Kathryn Hunt. Compone al inicio una de las más sorprendentes performances  que se hayan visto en la pantalla. Es puro lenguaje corporal de las fuerzas elementales que se manifiestan a través de ella metamorfoseada en las tres brujas. Es la boca de la profecía de otros seres superiores, más profundos, (recuerdan a Las Madres de Goethe) que por un momento Macbeth alberga en su mano sin que le esté permitido darles órdenes cuando quiere saber más. Su emergencia en la habitación enlosada a través del agua primordial, su desaparición una vez entregado el mensaje, constituyen uno de los momentos plásticos más poderosos de la película.



Son imágenes de las que tejen el tejido (textus) de las vidas humanas narradas en el texto de Shakespeare. El destino acaba siempre cumpliéndose al final, pero es ambiguo y oracular en sus términos e incierto en su desarrollo.  El director de fotografía Bruno Delbonnel ha sabido plasmar esto magistralmente en una serie de potentes imágenes ambiguas que son las que realmente tejen la película. Son la más pura expresión del “capricho” tal como se entiende en arquitectura: una fantasía creada en el set de rodaje, castillo y páramos de Escocia artificiales, espacios sin lugar. Llaman la atención inmediatamente, por obvias, las imágenes de la niebla, aptas para la fantasmagoría, pero son todavía más sutiles las espléndidas de las sobreimpresiones en que las arquitecturas soñadas abren la puerta de lo sublime dinámico.



En el estudio de cine se recrea en un contrapicado vertiginoso el suelo geométrico de la habitación de un castillo en que no se sabe si es de noche o día; de la niebla del vacío va surgiendo la figura, el decorado de la ruina de una cabaña con la fantasmagoría de Friedrich; una ruina que luego resultará improbablemente habitada; perdida en el páramo de lo elemental, aunque bien señalizada y accesible.






Muchos espectadores conocen los textos, no es un secreto el desenlace. Por eso, la clave de la película no está en la acción dramática que acaba inexorablemente en tragedia sino en la imagen, en los caprichos de la imaginación exacta. Y aquí no solo entra en juego lo visual sino lo sonoro, esos golpes sordos que interrumpen pensamientos, soliloquios en forma de diálogo y momentos de la vida en corte. Todo ello crea un contraste sumamente interesante que mantiene en vilo al espectador interesado, no tanto en lo que va a pasar, ya conocido, sino en lo que todavía no ha pasado, por no percibido aún. La tortura, pasión, inseguridad de los personajes, en sus parlamentos contrasta con la frialdad de los muros que no albergan la tragedia, sino que transcurre en ellos, pasa en ellos, pasa de ellos. Los personajes recitan, los espacios hablan, a su manera. Los umbrales suben hasta el infinito oscuro de lo sublime abandonando a los seres humanos. A estos, como en el más puro nihilismo, solo les cobija su propia inseguridad.



La película construye una arquitectura audiovisual de la fatalidad. Y su categoría estética es la de fuerza (la fuerza del destino) separada de la moralidad. Donde impera la fatalidad anda siempre cerca la brutalidad a través de la que se ejerce. Lo existencial cede aquí el paso a lo mitológico. En esta adaptación los protagonistas son monstruos tardíos manipulados, empujados por pasiones sobrehumanas de las que no pueden estar a la altura. El acierto del director, técnicos y actores ha sido el saber metamorfosear esos afectos especiales en unos efectos especiales memorables. 

                       Thomas Cole. El diablo arrojando al monje desde el precipicio.