sábado, 11 de junio de 2022

(per) versiones del humanismo tecnológico (4)


La trampa consiste en una inversión del sujeto y, por tanto, de la responsabilidad. Resulta curioso que algunos de los que dicen defender un humanismo tecnológico asuman el neolenguaje de aquellos que pretenden combatir. La vieja terminología del “impacto” de las tecnologías, de lo que harán con nosotros, se reverdece ahora con la crítica a la digitalización de la existencia, al “homo digitalis” como producto suyo. Una pregunta: si somos un “homo digitalis” cuando trabajamos con un ordenador o manejamos un móvil, ¿qué somos cuando nos desconectamos, cuando dormimos? El imaginario en desuso del “ciberespacio” se rescata ahora con lo “digital”, que viene a ser lo mismo, un sublime tecnológico. Ciertamente, poner el sujeto de la acción en las tecnologías, en vez del ser humano, es una constante de una visión animista y mitológica que se asocia desde sus comienzos hasta hoy con las nuevas tecnologías, con su carácter mágico. Lo digital, a diferencia del XX, extraordinario, se ha vuelto banal, ordinario, en el XXI, pero todavía se describe en términos de la estética de lo sublime, de lo ilimitado, aunque sea para destacar su lado oscuro, de dominación. Puro esteticismo.

No hace falta demonizar a las tecnologías para proponerse como salvadores, basta con tener en cuenta todas las aportaciones ciudadanas(utilizándolas como herramientas) a los ámbitos de la educación, la cultura, el arte, las biotecnologías, la medicina etc. La condena de abusos no debe llevar a la demonización de los usos. Desde Ortega ha habido en España una tradición de humanismo tecnológico, ilustrada, que no ha caído en las trampas de lo binario, de las ilustraciones parciales, de tener que elegir entre el “Leviatán tecnológico” de Hobbes o la “democracia liberal” de Locke. Hay más ilustraciones y modernidades.

En línea con otros arrepentidos/as que antes vivían en la pantalla y ahora que están todos se sienten solas, arrecian sus críticas al totalitarismo de lo digital. Naturalmente, hay la salvedad de que en modo alguno se reconocen como negacionistas, pero no hay más que medir el espacio en los libros consagrado a la descalificación de los abusos que las tecnologías (ellas) cometen con nosotros y el destinado a destacar los beneficios del empleo correcto y responsable. Es sintomático que se siga prolongando el discurso distópico de lo que hacen con nosotros y no se destaque en igual medida lo que también desde su nacimiento hacemos con ellas; no subrayan que todo depende de nosotros en vez de que todo depende de ellas.

Si partimos de que somos seres tecnológicos, ciudadanos que usan tecnologías, ese tipo de crítica a las tecnologías es un disparate y una mala herencia de la Escuela de Frankfurt, de la llamada teoría crítica. Si se puede hablar de una teoría crítica digital tiene que serlo de los sujetos que usan tecnologías no de las tecnologías que usan a los sujetos al estilo de las distopías ciberpunk de los 80 y 90. La crítica total a una totalidad estetizada se les vuelve en contra. En esa inversión de los sujetos cabe ver una metamorfosis del determinismo tecnológico: un presente agobiado, preludio de un futuro peor e irresponsable. El humanismo tecnológico menos perverso es el de la responsabilidad pública ciudadana basada en su capacidad de decisión sobre su presente y futuro en el marco de la ley, no en una ética privada de la ejemplaridad y dignidad humanas, buenistas, con más que sobrados ejemplos de corrupción a todos los niveles.

Yo creo que solo con las utopías limitadas nos salvaremos de las distopías ilimitadas. Todo depende de nosotros. Las tecnologías (ellas) en ninguno de los dos casos cambiarán la existencia. Al imaginario del control ilimitado, distópico y dictatorial se contrapone ahora el control utópico, limitado, ciudadano. Lo digital, que se demoniza como una tecnología de dominación, se ha revelado desde hace décadas como una extraordinaria tecnología asistencial. Y no es cierto que por parte de las tecnologías se hurte a los seres humanos la decisión ciudadana, son las instituciones quienes suelen hacerlo. En este caso, el uso de lo digital es lo más opuesto al cambio, especialmente en la educación. Firmar electrónicamente no equivale a ser más capaces de decidir que con la analógica.

En vez de ponernos estupendos estéticamente cuando hablamos de nuevas tecnologías, ¿no sería más sensato reclamar el gris complejo y ambiguo de la teoría?

martes, 7 de junio de 2022

(per)versiones del humanismo tecnológico (3)

 

Primero unas consideraciones generales y dejo para otro día la mención específica a España.

Aprovechando la pandemia los peligros parecen haberse multiplicado: la antítesis virtual/real finisecular se ha rejuvenecido con la próxima pérdida total de la presencialidad en la disolución on line; el control digital a través de nuestras pobres huellas de usuarios no deja escapatoria; el sin dios de las redes sociales es la ley de la selva; las grandes plataformas se lucran con nuestra sangre digital y monetaria dejando pálidas las distopías ciberpunk. Son minucias que el éxito de la vacunación haya combinado la presencialidad de admirables sanitarios con grandes bases de datos que hicieron posibles las llamadas y emisión de pasaportes digitales, que las redes sociales hayan paliado el encierro físico y mantenido la comunicación, que las biotecnologías hayan posibilitado en poco tiempo las vacunas…, El caso es quejarse. Sin embargo, tamaña ceguera en el pretendido humanismo llorica no es casual y da que pensar.

Forma parte de un contexto más amplio que pervierte el humanismo tecnológico cuando se apresta a defenderlo. La ignorancia del humanismo clásico y moderno (más allá de cuatro citas), la carencia de una teoría de las tecnologías ligada a su complejo uso en el presente, el sesgo en los análisis y la globalidad descalificatoria en las conclusiones arrojan serias dudas sobre la validez del método empleado: una crítica totalitaria de la totalidad. Es decir, antihumanista. No hay que confundirse cuando conceden que no todas las tecnologías son malas, que todavía puede haber remedio, que tiene que haber un pacto. No hay que confundirse, no están reviviendo el proyecto humanista e ilustrado de McLuhan de “pilotar” y “torcer” el signo de las tecnologías mediante el arte, creando nuevos entornos.

 Aunque, como veremos, se trata de una cuestión de estética política. Con una trampa lingüística que, no por repetida, es más evidente. Todo lo contrario.

 

viernes, 3 de junio de 2022

(per)versiones del humanismo tecnológico (2)


No. Pero sí de reclamarlo como antecedente de otro tipo de humanismo no idealista inmune a los reproches que se hacían al de la tradición platónico cristiana. Como los de Heidegger, que tuvo su primera fase en favor de la técnica (influido por Jünger) desde la perspectiva del nihilismo activo y su compromiso nacionalsocialista y luego, muy diferente, desde la historia -no la pregunta- del olvido del Ser. Destacan sus comentarios apocalípticos a la llegada del hombre a la luna y a la americanización de Europa propiciando el desarraigo tecnológico. En todo caso, su escrito La pregunta por la técnica es un ejemplo de lo que pueden ser ahora para algunos unas “humanidades hacia atrás” y no las “humanidades hacia adelante” que propugnaba Ortega.

En la segunda mitad del siglo pasado (y todavía ahora) hubo un descrédito de la palabra humanismo por identificarlo con una visión antropocéntrica de dominio, basada en antecedentes como el mandato bíblico de dominar la tierra, el hombre medida de Protágoras, el hombre “camaleón” de Pico della Mirandola, centro del universo y capaz de infinitas posibilidades identitarias, con una dignidad proveniente de su creación a imagen y semejanza por dios y, sobre todo, insistían, por la raíz cartesiana, como tecnologías de la mente, de la razón. Basar las tecnologías en la dignidad humana podía llevar inevitablemente a los excesos del “moderno Prometeo”. Las críticas a esta visión antropocéntrica provenían especialmente de las grandes autoras estadounidenses con magníficas obras sobre tecnologías que la identificaban como machista y depredadora de la naturaleza. No ayudaba la conversación de Nixon con los astronautas que fueron a la Luna en la que se invocaba el mandato bíblico del “y dominad la tierra” como justificación de la colonización espacial.

En Europa la situación era, cuando menos, penosa. Había toda una tradición, que llega hasta hoy, de Jeremías y Casandras de las nuevas tecnologías que, atenuada en sus descalificaciones para no parecer demasiado carcas, enumeraba con delectación morbosa todos los peligros que comportan, desde el control panóptico a la desaparición del libro, de papel se sobreentiende, aunque se lea más que nunca, en digital. Me curaron de espanto los escritos sobre la técnica del ultra conservador Ellul de gran predicamento en USA, el “terrorismo tecnológico” de Baudrillard y Virilio. De este último es la tranquilizadora hipótesis de que cada nueva tecnología encierra la posibilidad de un accidente. Su morbosa enumeración en todos ellos no oculta propósitos de autopromoción, de vendernos algo. En España, por las mañanas nos ameniza los desayunos una compañía de seguridad insistiendo en la posibilidad de que te entren en casa y desde luego el riesgo es inminente en tu casa de la playa (que todos tenemos). Una voz, generalmente femenina, dice que se “queda muy tranquila” porque ya le han instalado la alarma. Pues eso, algunas versiones del humanismo tecnológico se ofrecen ahora como empresas de seguridad frente a la deshumanización tecnológica que nos invade. Solo falta que le pongan la palabra “lacra” para caracterizarla, éxito asegurado.

¿Cómo está la situación ahora?

martes, 31 de mayo de 2022

(per) versiones del humanismo tecnológico (1)

 



"Que veinte años no es nada", dice el viejo tango de Gardel. Según para qué y para quién. En mayo del 2000 publiqué en Revista de Occidente el artículo “Ortega y la posibilidad de un humanismo tecnológico”. Destacaba que, frente a sus compañeros de la generación europea del 14, ofrecía pensando en español una valoración positiva de la técnica. Pero lo que me impresionó más en ella fue la continuidad de su temprano proyecto de superación del idealismo al intentar fundamentarla. Ya no tanto o solo en su conocido texto del año 30, Meditación de la técnica, como en el seminal El mito del hombre allende la técnica y otros de los años 50. En estos años, frente al dilema planteado por Heidegger en el 47, en su Carta sobre el humanismo (hay que elegir entre el hombre o el Ser) Ortega elegía al hombre. Con una particularidad, no desde el discurso idealista de la dignidad ontológica humana, al estilo de Pico della Mirandola, antropocéntrico, sino, más bien, desde el discurso humanista de nuestro Fernán Pérez de Oliva, de la indignidad humana, consecuencia de su modo de estar en el mundo y su desvalimiento subsiguiente, fuente de compasión y solidaridad humanas. Era otro estilo de modernidad, que desmontaba el tópico de “era de la razón” en favor de la imaginación, la auténtica y gran facultad de la modernidad. También vinculaba la técnica, no al dominio, sino a la menesterosidad. En esos últimos años Ortega definía a la cultura como el esfuerzo natatorio para mantenerse a flote en una vida concebida como naufragio. Y la técnica ya no era tanto, como en los años 30, la creación de “sobrenaturalezas” (con las que, en vez de adaptarnos a la naturaleza, la adaptamos a nosotros) sino la creación imaginativa de nuevas realidades para sobrevivir.

¿Significaba todo esto un intento de “actualizar” a Ortega como patrón de las nuevas tecnologías digitales?

martes, 24 de mayo de 2022

viernes, 20 de mayo de 2022

sábado, 14 de mayo de 2022

El libro de todos los amores



“Ese panorama cero parecía contener ruinas al revés, es decir, toda la nueva construcción que acabaría construyéndose. Es lo contrario de la "ruina romántica", porque los edificios no caen en la ruina después de ser construidos, sino que se levantan en la ruina antes de ser construidos”. (Robert Smithson, A Tour of the Monuments of Passaic, New Jersey)



“¿Es, en suma, ese nuevo amor al que hemos llegado tras alcanzar su precio cero un ser inédito, un monstruo nunca visto ni imaginado, una criatura que de poder ser observada nos moriríamos ipso facto de susto y placer, de horror y éxtasis, de perfecto odio y perfecta unión? […] El amor de lo pura y absolutamente desconocido para nosotros los humanos. El amor de lo radicalmente otro. (Amor cero)

“El esfuerzo que hay que hacer para que el amor emerja a la ficción como sentimiento creíble es casi infinito” (Amor monstruo).


Ese panorama cero es un libro de  micrologías, una cartografía de los amores en la que se encuentran el remoto futuro del Apocalipsis y el remoto pasado del Génesis. Pero el “Gran Apagón”, no es en rigor una distopía, ausente en estas del amor que salva, tampoco una fácil regresión bíblica de romanticismo genesíaco, siendo los contrapuntos entre él y ella (“plata y rubí”) recuentos de un sexo sin pudor y vergüenza adánicos, de un amor táctil, algo novedoso en el conjunto de la obra de Agustín Fernández Mallo. El Adán y Eva que surgen de las ruinas de Venecia no provienen tanto de la ciudad física desmoronándose como de la ficción de la bola de nieve que la encerraba y ahora, hecha añicos, libera. El final es otro comienzo distinto del bíblico, el Amor sin culpa, que no nace de la ruina de la culpa bíblica sino que es anterior a ella, sin ella, el Génesis antes del Génesis. La culpa ha sido la ruina estéril del misticismo romántico. No he encontrado en la cartografía del libro “Amor místico”. Tampoco hace falta, pero es significativa la ausencia.

Más que una “novela filosófica”, como se anuncia en la faja, sería una “fantasía exacta” de Agustín Fernández Mallo, “como un ratón en la nieve, tratando de encontrar el corazón de una idea que me ayudase a procesar lo visto y oído”. Es casi palpable en el libro la ebullición creadora a la que está sometido el autor constantemente, la lucha tratando de procesarla conceptualmente a través de la ficción. Al contrapunto se une el retorno, quizá mejor, la espiral. Agustín no se olvida tampoco ahora de Trastorno de Thomas Bernhard, de esa lucidez al borde, pero antes, de la locura en los magníficos soliloquios del “embajador”, la clave. Esto configura una forma de hacer que se hace todavía más patente en esta última entrega. Lejos de la tuberculosis de lo rizomático (antiguas querencias teóricas) se menciona aquí una y otra vez la experiencia gozosa de un pensamiento “enredadera”. Eso no parece filosofía. Es la posibilidad que emerge tras su ruina. 

Merece la pena detenerse en ello. Este libro es una obra sinestésica, poliestética, en la que entran en juego todos los sentidos al servicio de una sensibilidad cognitiva… de los objetos. Aunque afirma, y tiene razón, que el gusto no es una cuestión estética, sino de supervivencia, lo cierto (diría el personaje del profesor de latín) es que “sabiduría”, saber, viene de sapere, de gustar, de que sabio, como ya dijo el poeta Petrarca criticando a los filósofos medievales, no es el que cita más libros, sino el que tiene el gusto de las cosas, el que es capaz de paladearlas conceptualmente, aunque sepan amargas. El gusto es el único modo de supervivencia cultural: que te guste incluso lo que no te gusta, pero que aprecias. La sabiduría es agridulce. El gusto de las cosas… pero, ¿de qué cosas?.

Parecería que Fernández Mallo se contrae en algunos momentos. Destacado como un pionero en la literatura de las nuevas tecnologías en español (Jara Calles) expresa ahora ciertas reticencias: “No es el «Internet de las cosas» lo que nos salvará de la soledad individual, sino el amor de las cosas”. Pero no es el escrito de un viejo/a arrepentidos, muy común en nuestros días, sino el testimonio de una fidelidad sin desengaños: Agustín ha sido siempre un usuario que ha tomado a las tecnologías como herramientas, solo eso, como aquellas que prometían aquello que cumplían: “hágalo usted mismo”. Hay que recuperar los vídeos con el móvil de su peregrinación a la Spiral Jetty, al lugar en que enloqueció Nietzsche, o el que le sigue en la “directísima” hacia la cabaña de Wittgenstein: allí siempre aparece el humilde objeto sorpresa, el cartucho gastado tras una tapa, la hoja volandera o el clavo escondido. En los vídeos se oyen sus pasos, se ve la punta de los zapatos, testimonio de esa necesidad de estar ahí. Hasta cierto punto. No es el viajero romántico. Llama la atención que quien se ha pateado medio mundo, colgando sus zapatos en el mítico árbol, renuncie a acercarse físicamente a Passaic, a cuatro pasos, por pereza, y prefiera hacerlo on line. Para eso están también las tecnologías.

La enredadera, este libro, es la metáfora, expresión, del Amor expansión, “planta enredadera cuyo destino es crecer sin tregua; mejor dicho, sin remedio”. La característica de la enredadera es que no se opone sino que se expande. No es “anti”, una forma deficiente de ser, sino que suma, y en ello no está la sumisión, sino la diferencia. Tampoco es un pensamiento dialéctico, estilo escuela de Frankfurt, sino platónico, de ese Platón genérico que según Whitehead tiene a la Historia de la filosofía como una nota de página. El cero, el no ser, no es la Nada, sino lo otro, ser otra cosa, dice en el Sofista. En vez del “es” magro de la definición, es ser esto y lo otro. Uno se describe, por lo que no es, el concepto más allá del concepto, la ficción, la “fantasía exacta”. El no ser es el ser que se expande. Más allá de la etiqueta de la “complejidad” y lo “relacional”.

Tengo la impresión, quizá infundada, de que Agustín con este libro da un paso más en el método, en el camino, viendo agotados ciertos paradigmas (Cortázar, Foster Wallace) algo que pudo producirse también en su obra: las variaciones sobre lo mismo que pueden convertirse en lo mismo sobre las variaciones. Pero ser “entre” significa tener en cuenta eso, dado por categóricamente agotado y salvarse en lo “otro”. A ello apunta el Amor cero antes citado, pero intentemos rebajar la seriedad de la cita. Recreemos la habitación del autor: un cuarto de hotel con el canal de publicidad silenciado; aeropuertos que insiste en llamar “no lugares” (hay una anécdota impagable en su obra sobre el no aeropuerto inclinado de Salamanca); dejemos que se aleje de Jameson: “El así llamado capitalismo tardío no es tal. El capitalismo no ha hecho más que empezar. (Amor capitalismo)”. Todavía se puede escandalizar más a poetas que acaban de descubrir el marxismo académico rentable: el dinero es el objeto más poético que existe”. Decididamente, no le demos más vueltas, es una “novela filosófica”. 






viernes, 29 de abril de 2022

El desencanto del Progreso

 


Este es un libro que funciona como un pharmakon: detallando las falacias en torno al progreso tecnológico (el prurito de la “innovación”) ayuda paradójicamente también a conjurar los discursos catastrofistas sobre las (no tan) nuevas tecnologías. Los autores nos hicieron el regalo, allá por 1998, de la traducción de la mítica antología Mirrorshades. Pero, a diferencia del ciberpunk, ellos defendieron en obras posteriores que las tecnologías (ellas) no nos cambiarían la existencia, que eran herramientas, y que lo decisivo era el uso social que se hiciera de las mismas. Este punto, la vertiente ética de las tecnologías, su no neutralidad, ha estado siempre presente en los análisis como espina dorsal de su “quintacolumnismo”. Merece la pena insistir en ello, pues el enfoque del control ciudadano responsable de las nuevas tecnologías no es habitual. Con el caramelo manoseado de innovar en la información, la participación digital, se hurta lo más importante, la decisión ciudadana sobre los proyectos de los que solo son herramientas, pero afectan a todos. 

La crítica al “progresismo tecnológico” no implica en ellos la renuncia al “pensamiento progresista”. Todo lo contrario. La figura que lo encarna, “el luddita reflexivo”, se distancia tanto de la “tentación apocalíptica” como del neoliberalismo, el “capitalismo salvaje” y la “economía informacional” apostando por el cambio social mediante pactos y regulación de las tecnologías. Conjurando el fantasma del determinismo tecnológico, recomiendan no olvidar el pasado, pues no todo tuvo por qué ser así, ni todo tiene por qué serlo ahora y menos en el futuro. Comiencen a leer el libro por la “Coda”.

Nostálgicos del “corto verano de anarquía digital” que significó el software libre, todavía resuenan en mi cabeza las broncas de Andoni en los Congresos por usar Windows en vez de Linux. Agachábamos la cabeza los traidores y no sabía dónde meterse Javier Echeverría.


viernes, 22 de abril de 2022

jueves, 3 de marzo de 2022

sábado, 26 de febrero de 2022

Fritz Lang y el expresionismo más una imagen



Atentos a la portada del libro. La imagen es un contrapunto irónico al título académico. Cuando se trata de imágenes - y esta es un posado de Lang - el estilo es una forma de mostrar lo que eres sin necesidad de hablar. Un Lang que cultiva la coquetería del desaliño con su ralo cabello blanco y canas laterales en punta, camisa arrugada, su parche de pirata irreverente y monóculo de aristócrata tronado, dedos sarmentosos a punto de rodear el cigarrillo que acaba de prender, observado por su fiel amigo de peluche el mono Peter, en la "jungla" de Beverly Hills. No es la imagen tópica de un expresionista, bien es cierto que él afirmaba que tampoco lo era. 
 Si quieren redescubrir a Fritz Lang y tener una visión más compleja del expresionismo la lectura de este libro de Marcos Jiménez es absolutamente indispensable. 

martes, 15 de febrero de 2022

Belfast 3

 

Desde el momento que tiene lugar ese roll de 360 recibimos una invitación del director a situarnos dentro y fuera de la pantalla, pero siempre con referencia a ella, en la mirada del niño, pero también y sobre todo en la de la familia. Una familia trabajadora que sobrevive malamente por la falta de empleo, llena de deudas, más atormentada por ellas que por la violencia, no tan directa al ser ellos protestantes en una media calle de esa confesión. Va el niño a la escuela bordeando las alambradas que separan dos confesiones, recibe el cariño de sus abuelos, es protegido por sus padres, sufre sin entenderlas las penurias económicas que se amontonan en las facturas impagadas.



 Y, en medio de todo, una serie de imágenes poéticas que dialogan con otras películas del género "con niño" no por ello exentas de violencia. La pantalla es el pasaporte a un mundo distinto, una fábrica de ilusiones de las que no pueden vivir los mayores, pero ayudan a sobrevivir a toda una generación en los años sesenta. El director introduce algunas y son algo más que su particular homenaje al cine de su infancia. Otras pertenecen a los coautores. 













sábado, 12 de febrero de 2022

domingo, 6 de febrero de 2022

Belfast 2

 

Es necesaria, más que nunca, una crítica de la imagen, tener criterios, saber distinguir. Por ejemplo, con una película reciente, Belfast. En principio podría ser catalogada en el subgénero de “películas con niño”. Estas suelen despertar buenos sentimientos. Y mira por donde es lo que sucede en esta película que despierta malos pensamientos en algunos precisamente por ello. No es suficientemente ideológica. Ha sido catalogada como “feel good movie”, una treta para obtener premios y obviar el fondo de la tragedia de Belfast. La clave parecería estar en el texto de Godard, ya que se muestran en primer plano imágenes de la cara inocente del niño y de los atentados en Belfast, excesivas imágenes de sus momentos de felicidad y pocas de los sufrimientos de la población por causa de la violencia ambiente. Habría, pues, una cierta “amoralidad” porque unas desactivarían a otras, una manipulación emocional. 

Los prejuicios nublan con frecuencia el juicio. Si aparece en uno de los planos la fecha “Belfast 15 de agosto de 1969” ya se sabe de antemano cuáles deberían ser las imágenes adecuadas para que la película fuera como debe ser, es decir, refleje lo que es, entendido como debería ser. Es una forma de operar de los “críticos” muy frecuente en todos los ámbitos: cuando juzgan trabajos de otros no se centran tanto en lo que han hecho como en lo que deberían haber hecho dejándolos ninguneados, aunque camuflen su inoportunidad bajo la forma de solo son  “sugerencias”. Cuando se trata de “mirar” en cine es preciso tener en cuenta, por un ejercicio mínimo de responsabilidad icónica, la mirada de los otros, entre ellos la del director y los personajes. El contraste entre el ayer y el hoy ya aparece en los primeros planos de la película:



Una de las cosas que más me sorprenden y gustan de ciertas películas actuales es que, con frecuencia, el director intenta situarse en la mirada de sus personajes más que en la suya propia. Ya lo analicé en un post sobre la serie Babylon Berlin. La perspectiva cambia completamente. Y la atención a la mirada en esta película es decisiva porque pretende ser, aunque no únicamente, la mirada de un niño contada años después. No la de un adulto que sabe lo que pasó antes, está pasando y pasará luego. La mirada de este niño es la mirada del estar a cada momento. Puede discutirse si lo ha logrado o no, pero no se puede obviar la perspectiva. Esto se hace patente en la secuencia, no de un plano, sino de varios que se presentan al comienzo de la película: la cámara en un movimiento de roll gira 360 grados alrededor de la cabeza del niño, mostrando sus estados cambiantes de ánimo ante lo que está viendo.


 Por momentos recuerda a: