Lo escandaloso de esa afirmación se entiende desde la
paradoja de que Eichmann elige en su estrategia del engaño justo el mismo
método de aquellos intelectuales que le acusan. Y subrayo la palabra intelectuales.
Si se buscan razones de tal comportamiento en el ámbito metafísico como, por
ejemplo “el mal radical” (Semprún) o la “banalidad del mal” (Arendt) entonces es
difícil aplicar ese universal a individuos particulares. De ahí el desconcierto
ante la catadura de seres que no responden a ningún esquema preestablecido del
heroísmo del mal. Y así lo ponen de manifiesto también algunos comentaristas
del juicio, decepcionados. El juego de estas dos imágenes de Eichmann es muy
revelador a la hora de establecer una relación entre ambos que no sea la de dar
un salto para la condena en vez de una explicación. La pasada, casi un ectoplasma,
del teniente coronel de las SS y el acusado en el juicio, serio, con la cabeza
ligeramente ladeada y un leve rictus en la boca que traiciona en algunos
momentos la tensión.
Desde el punto de la estética política es un error de los
dos documentales la estrategia de planos constantes de Eichmann, hierático, calmado,
y contraplanos de una sala de juicio convertida en algunos momentos en un pandemónium
por intervenciones del público, colapso de las víctimas y gestos crispados de impotencia
por parte del fiscal general. Desde el punto de la estética política el punto
de partida no debiera haber sido en los documentales lo universal sino lo particular.
No el interrogante de quién fue Eichmann, que llevaba al callejón sin salida de
la identidad simple, sino qué hizo Eichmann, lo que abría la puerta de la
responsabilidad compleja. Y de haber seguido ese camino no se habría deslizado tampoco
la otra consideración, tan edificante como absolutamente rechazable, de que cualquiera
hubiera hecho lo mismo dadas las circunstancias. No, cualquiera no.
Afortunadamente,había otro camino, como veremos en el próximo post.
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