lunes, 30 de enero de 2023

domingo, 22 de enero de 2023

Arte y tecnología

 
























Ofreciendo la posibilidad de descarga libre (http://manovich.net/) el libro de Manovich y Arielly, Estética artificial, plantea una serie de cuestiones muy interesantes sobre la relación entre Arte y Tecnología. No utilizan la denominación de “arte digital” sino de "estética artificial", lo cual podía pensarse como un oxímoron. La caracterización es la siguiente: “la estética artificial puede ser descrita como un aumento de nuestras habilidades estéticas”. Tanto en lo que se refiere a la creatividad como el entendimiento de obras de arte. Un ejemplo de ello sería el tan citado El próximo Rembrandt (2016-18) un nuevo retrato al estilo de Rembrandt generado mediante IA y con tecnología 3D.

Lo interesante del libro son las diversas metamorfosis de la palabra “estética” por sus desplazamientos: sentimiento, propiedad de los sujetos, creación de “objetos estéticos” por parte de las máquinas, sin (aparente) intervención humana. A esto último, al hacer de las máquinas y sus productos "estéticos", es a lo que en último término llamarían los autores “estética artificial”, lo que plantea no solo los consabidos problemas en torno a la creatividad sino, sobre todo, de autoría. Incluso, llegan a concluir, se cuestionaría la necesidad y la misma noción de “humano” al final del proceso. Como se puede ver, el recorrido es muy largo y hay momentos en que las diversas acepciones de la palabra “estética” tienden a solaparse. Del sentir al hacer, la dimensión teórica y reflexiva es aquí reemplazada por el algoritmo programado y su desarrollo, incluso lindando a la emancipación final. Lo biológico de las redes neuronales se muta en cultural como estilo. El estilo sería como el ADN de la obra, una vez escaneada en alta resolución y analizada minuciosamente pixel a pixel.

Aunque todo aparece bajo el paraguas conceptual de Arte y Tecnología, en la “Estética artificial” se ve claramente que la palabra “Estética” no es sinónimo de “Arte”, aunque los autores siguen todavía con su asimilación a la belleza. Su ámbito de actuación es mucho más amplio. En efecto, una IA puede establecer, según los autores, pautas, patrones, de “preferencias estéticas” cuando se toman “decisiones estéticas” sobre “objetos estéticos” para crear unos nuevos. Y no solo eso, sino que permitiría, dicen, establecer los “principios” que subyacen a ellas. El estilo.

Curiosamente, estas expresiones ya revelan una visión no contemplativa de la estética, tampoco se refieren mucho al juicio estético, sino a la acción, a la decisión. No busquen en este libro nada sobre la figura obsoleta del “espectador” presente todavía en la estética rancia. Tampoco la tradicional postura kantiana de que no hay, en rigor, objetos estéticos, que lo estético no es una propiedad de los objetos, sino un sentimiento de los sujetos originado por la representación de los objetos.

Y si lo primero, la pauta de las preferencias, puede tener interés para la industria cultural, lo segundo, el sentimiento, lleva a los autores a un terreno en el que, como anuncian en la publicidad de la presentación del cuadro, se “desdibujan las fronteras entre Arte y Tecnología”. En una entrada anterior se planteaba el tema que viene ya desde el romanticismo: si se experimenta una emoción, un sentimiento, causado por una obra generada por IA, qué más da que haya sido generado por un algoritmo. Lo que importa es el resultado.

Esto se acentúa cuando se aplica el test de Turing, modificado, y no se sabe o se confunde la autoría. Aquí traen los autores una cita luminosa de Wittgenstein sobre el test de Turing: no revela lo que hay de humano en la máquina, sino, más bien, lo que hay de máquina en lo humano. Y así concluyen que “esos algoritmos pueden identificar cualidades estéticas en los objetos y preferencias en los sujetos de las que no son conscientes, pero que se manifiestan en su conducta apreciativa”. Este punto es importante, ya que pone en cuestión conceptos tradicionales tan relevantes como la intencionalidad y la conciencia.

El libro se coloca en el límite puesto que va del “aumento” de las capacidades humanas, en la línea de las tecnologías como “extensiones” del cuerpo, a que puedan “aprender” de las preferencias estéticas humanas, más allá de las que son conscientes y generen nuevos artefactos estéticos. Y, dando un paso más, Arielly afirma que “si un proceso simple, no humano, puede generar un objeto estético, tal vez estemos dando excesivo peso a la noción de “humano””. Incluyendo, apostilla, a la intencionalidad y la conciencia.

Se puede observar cómo de las relaciones entre arte y tecnología se da aquí un paso, con todas las cautelas, a plantear la relación entre ser humano y tecnología, como algo externo, por independizado, a él. Vuelven los fantasmas del trans y post humanismo de los años 80 del siglo pasado en la ciencia ficción. El punto crítico de la cita está en las palabras “humano” y “objeto estético”. En realidad, al comienzo del proceso de programación y producción está siempre el ser humano y también en la apreciación del resultado, para poder hablar de “objeto estético”. El que sea diferente en cada caso no quiere decir que no lo esté. Hablar, pues, de “estética artificial” me parece una mala metáfora, cuando no un oxímoron. Esa es una fusión por simplificación de unos términos que lleva a la confusión tras la buena intención inicial del replantear las relaciones entre arte y tecnología. No hay una frontera entre ser humano y tecnología, ya que somos seres tecnológicos, las tecnologías forman parte de nosotros mismos, luego tampoco hay que borrar fronteras que no es necesario poner. La “Estética de las nuevas tecnologías” no es, pues, una estética artificial.

miércoles, 18 de enero de 2023

domingo, 15 de enero de 2023

Un título esteticista para una amontonada exposición

 

Estos días puede verse una exposición de fotografía en la Fundación Juan March con el título Detente, instante y el subtítulo Una historia de la fotografía.

En la página web se lee dirigido al futuro visitante.

“Descubrirá también muchas imágenes –unas célebres, otras sorprendentemente desconocidas– ante las que correr el riesgo de detener el instante, como deseó Fausto, y dejar que la mirada se llene para siempre”.

En el folleto de mano:

“Además de la edad y de la diversidad de las obras reunidas aquí, tras todas ellas hubo artífices que lograron lo que Goethe hizo desear a su Fausto: detener un instante y preservarlo para siempre”.

Desde hace tiempo me ha sorprendido la tendencia a poner títulos esteticistas a las exposiciones de arte, lo que confunde sin aportar información sobre aquello que debería introducir. En este caso, el subtítulo, Una historia de la fotografía, lo remedia y hubiera sido suficiente con él. A la manipulación emocional del esteticismo se une, además, la inútil erudición, que suele acompañar a ese tipo de títulos en los textos explicativos. No solo confunden sino que, a veces, se confunden. La cita de Goethe a la que se acogen como criterio de autoridad recomienda todo lo contrario de lo que pretenden. Ni Fausto ni Goethe desean detener el instante.

«Fausto.– ¡Choquen nuestras manos! Si un día le digo al instante: “¡Detente!, ¡eres tan bello!”, puedes entonces cargarme de cadenas, entonces consentiré gustoso en morir. Entonces puede doblar la fúnebre campana; entonces quedas eximido de tu servicio; puede pararse el reloj, caer la manecilla y finir el tiempo para mí».

No estoy de acuerdo con que la fotografía sea tiempo detenido. Pero no voy a entrar ahora en ello. Lo relevante de la cita es la apuesta que Fausto hace con Mefistófeles en el Fausto de Goethe: si alguna vez quiere detener el instante, entonces puede quedarse con su alma y morirá. Intentar detener el instante es entregar el alma al diablo. Detener el tiempo, el instante, es morir, todo lo contrario del impulso fáustico en Goethe, dejar correr el tiempo, la sucesión, vivir.

El día de mi visita había un numeroso, animoso, contingente del IMSERSO, espero que no hicieran caso de la sugerencia de detener su instante contemplando las fotografías.