La tesis filosófica es
la vida como enfermedad y su descripción literaria consiste en una minuciosa
escritura de la enfermedad de la vida. La experiencia de la segunda ha
llevado a Bernhard a los “viejos maestros”, cuyos nombres aparecen con
frecuencia en sus obras. No tanto a modo de citas (aunque las hay) como de
consuelo y refugio (“¡Mi Montaigne, a quien quiero más que a nada!”) en un
mundo hostil de incomprensión. Es la vida en su trastorno la que busca una
forma de lucidez extrema llamada filosofía que da cuenta de su absurdo aunque
no pueda remediarlo. Paradójicamente es la fascinación del absurdo la que le
impide caer en la desesperación. En toda la obra de Thomas Bernhardt late el
asombro por la increíble infelicidad del ser humano, la propia y la que causa a
los demás. La maldad está en la propia naturaleza pero la malicia es el plus
social de la insania que anida en la enfermedad.
La enfermedad tiene,
pues, un carácter ontológico pero también social, y no solo eso, sino que es precisamente
el entorno de la naturaleza y de la sociedad el que mata o, más precisamente,
se suicida en el ser humano a través de la procreación, origen de todos los males.
De ahí salen cuerpos golpeados y que golpean sin que pueda hablarse de
responsabilidad. Ellos absorben todo el malestar y trastorno social que reciben
en forma de agresión y lo devuelven analizándolo hasta el límite de la locura
en una escritura circular. No son héroes, sino marionetas que, a diferencia de
las de Kleist, adolecen de un exceso de conciencia. La enfermedad no tiene aquí
el prestigio romántico de lo interesante sino que forma parte de un proceso de
autodestrucción en el que consiste el absurdo de la vida. No cabe hablar en ese
sentido de nihilismo, pues no se niegan unos valores para instaurar otros, sino
de la voluntad de una mirada lúcida que, al no encontrar remedio para lo
irremediable busca, al menos, entender, por más que en eso le vaya la vida en
el pleno sentido de la palabra. No es una lucidez desesperada sino fascinada.
Este pequeño volumen es
todo un concentrado de temas recurrentes en el resto de la obra de Bernhard. Por
ejemplo, Reencuentro. Aquí
encontramos la raíz de un estilo circular, de una respiración literaria casi sin pausas y, lo que es más importante, la biología que sostiene a lo que se
ha definido como ironía, paranoia, del estilo y de los personajes lo que,
siendo cierto, es claramente insuficiente pues la causa, ya apuntada antes, es
lo que vulgar (pero recogido por la RAE) se denomina lisa y llanamente mala leche. El personaje que habla en primera
persona reconoce que la recibió de su madre y del esperma de su padre y él no
puede por menos de compartir esos dos elementos en que se basa la generación
irresponsable: intranquilidad y culpa, por más que los rechace vistos en los
demás, especialmente en sus padres.
No otra cosa que mala leche destila
Bernhard en Mis premios, admirándose de
que las barbaridades proferidas contra Austria y su gobierno en el acto de
recepción hayan provocado una airada repulsa. En este volumen se pueden
encontrar en Ardía una compilación de
sus insultos más selectos contra Austria, especialmente Salzburgo, nido de
xenófobos, antijudíos y nacionalsocialistas, al decir de Bernhard. No oculta
que acepta los premios por dinero y que si no los rechaza, como sería
consecuente, es porque irían a parar, así dice Bernhard, a cualquier inútil. Lejos
de ser algo extemporáneo el autor se convierte aquí en personaje y revela que
lo que el lector percibe en su obra como una tragedia es en concreto una
comedia. No hay dignidad en la lucidez. Los artistas y depositarios de oscuros
proyectos fallidos que aparecen en sus obras se revelan en el fondo como unos
trastornados sin causa, pero con tiempo y dinero, al decir de la compasiva posadera
de El malogrado.
Es conmovedor asistir a
los últimos días de Goethe se muere.
Un Goethe en horas terminales, incapaz ya de hallar ese punto medio que le
hiciera famoso, funde y confunde tiempos, personajes y espacios y reclama junto
a su lecho a Wittgenstein, repudiando al otrora fiel confidente Eckermann. El
cuento acaba, como no podía ser menos, con una falsificación: sus últimas
palabras no habrían sido Mehr Licht!
(más luz) sino Mehr nicht! (ya no
más), y habría preguntado por Bernhard.