sábado, 22 de septiembre de 2007

1.Pentesilea. La tragedia de los semidioses.

“Me es imposible seguir viviendo” (Kleist).


Ciertos modelos de dios-hombre tienen antecedentes griegos y cristianos. Mantienen viva una doble tendencia característica de nuestra cultura: la creación de mitos y su desmitologización. Es una cultura de héroes y perdedores, o más precisamente, una cultura de perdedores que todavía necesita a los héroes, aunque sea bajo la forma de perdedores.

Pentesilea es una figura de la mitología y también un personaje de Kleist. Es el mejor ejemplo de una vida en extremos, de la imposibilidad de unir los contrarios, del desgarro romántico, en suma, de una “magnífica miseria”. Es la belleza torturada por la pasión sin salida, es decir, trágica, sublime. Pentesilea fue escrita por Kleist entre 1806 y 1807. En ella expresó todas “las bajezas y todo el esplendor de su alma”.


Ambas unidas en la contradicción. Porque Pentesilea no es una figura ejemplar, pero sí grande, modélica, que cumplía en su destino el ideal griego de lo bello y bueno. Una figura que rompe tanto con los estereotipos de la modernidad como de la posmodernidad. Porque es grande sin medida, se extra-limita continuamente. El deber pone momentáneamente límites a su pasión por Aquiles, pero se revela todavía más irracional que ella. Y nos descubre el mecanismo oculto del amor: dos iguales que no pueden serlo, porque uno tiene que vencer al otro. El amor como donación sólo surge en el sometimiento del otro.

En el caso de Pentesilea, sus acciones, que parecen ser las de una demente, tienen su lógica, porque obedecen a esos impulsos contrapuestos, a los del amor y a los del deber, que además se cruzan, ya que debe vencer al que ama para poseerle, sin poder, a su vez, ser ella vencida y poseída.

Cuando Aquiles la vence, pero la engaña haciéndola creer que ha sido vencido, todo va bien, pero cuando se da cuenta del engaño, le mata cruelmente y despedaza con sus dientes rivalizando en fiereza con los perros: besos y dentelladas –le hace decir Kleist a Pentesilea- son lo mismo. Ése es el destino del amor: “te comería a besos”.

viernes, 21 de septiembre de 2007

el derecho a la venganza

José Luis Rodriguez García. El hombre asediado. Edilesa. León, 2007.

¿Camus en una editorial leonesa? Recibo el libro de la mano amiga que me lo reserva, y no puedo evitar la asociación al leer el título. Pero el autor es otro, José Luis Rodríguez García. La lectura, sosegada pero sin interrupción, me revela que no andaba tan descaminado. Es una novela que trata del dolor humano, no abstracto, sino en carne y hueso, como el que siente cuando le arrebatan al hombre sin nombre, brutalmente y sin sentido, a la mujer amada y al hijo pequeño, condenado a sobrevivirse como un despojo.

La narración avanza entrecortada por los fogonazos de imágenes instaladas en la memoria del presente, intensa y a la vez fluida, sin un punto y aparte, llena de ternura y de matices, de dudas, que nutren una escritura reflexiva y cercana.

A riesgo de parecer trasnochado me atrevería a decir que se trata de una novela escrita en clave generacional. En este caso merece la pena mantener la palabra generación, pues es algo que trasciende al ámbito puramente literario. Se trata, efectivamente, de la que se ha denominado como la generación de la transición a la democracia en España. A nivel europeo se puede asimilar a la que Kundera caracterizó como la generación del acto perdido. Una generación que amaba su destino, pero que su destino no la amaba a ella.

La novela trata de identidades, en términos adornianos, “dañadas”. Propia de los personajes trágicos de las obras de teatro de Sartre, cuya decisión plasmada en el acto definitivo resulta estéril socialmente y autodestructiva para el individuo. Y que, sin embargo, asumen las consecuencias de sus actos. Desde esta perspectiva, que un personaje se llame Althusser, el fondo y letra de las canciones de Brel, y Paris, siempre Paris, son algo más que un guiño cómplice.

El hombre asediado (por la inquietud, el dolor, el recuerdo) no tiene nombre. Las identidades dañadas no tienen espejos en su casa, llevan vidas sin rostro. En tales circunstancias emerge una y otra vez la pregunta en la novela: ¿hay derecho a la venganza?. Planteada en términos de los crímenes contra la humanidad, queda la duda, pero no parece haberla cuando tocan el último reducto del individuo: sus seres queridos. El diálogo entre personaje y autor sobre este punto tensa la obra, llevándola por vericuetos que no voy a desvelar para no privarles del placer de su lectura, que recomiendo vivamente.

lunes, 17 de septiembre de 2007

jueves, 13 de septiembre de 2007

Cine y modernidad


Jacques Aumont. Moderne? Comment le cinéma est dévenu le plus singulier des arts. Cahiers du cinéma, Paris, 2007.


El libro empieza recordando lo obvio: que la cuestión de lo moderno no es ya moderna; que ya no hay arte moderno sino contemporáneo; que la definición de arte es institucional: es lo que hay en las instituciones que lo promueven y lo exhiben. Desde este planteamiento, la modernidad del cine no se ve cuestionada en ningún sentido. Máxime al tener en cuenta su origen en la modernidad estética y en la modernidad industrial.

Pero sí se pone en duda que sea un arte moderno. Cuando se hace cine no siempre se pretende que llegue a ser arte. Y, además, no está generalizada su presencia en el museo y las instituciones legitimadoras del arte. Aunque sí es cierto que, cuando ha sido arte “moderno”, el cine no ha sufrido de manera tan acusada los avatares del arte en esta denominación.


En los años 70 se decreta el fin de la modernidad en el arte (de autor y de creación), y se inaugura una estética del reciclaje, de la cita, la memoria, la ironía, el guiño y la parodia. De modo que, según Aumont, en los años que van de 1985 a 1990 el cine comienza a hacer balance y se habla también ya de su muerte. Suponemos que es a título informativo, pero no deja de apuntar que, justo en 1981, es cuando la izquierda llega al poder en Francia.

A pesar de todo, es precisamente la índole de su modernidad lo que ha salvado al cine del descrédito. Porque no consiste para Aumont en el tópico de la mera búsqueda de la novedad, sino en el esfuerzo por ser contemporáneos, de nuestro tiempo. No hay, pues, en el cine moderno esa ruptura entre lo moderno y lo contemporáneo que se observa en el arte.


Esta sería la modernidad de Ciudadano Kane de Welles, la de Stromboli de Rosellini, y la de Godart en À bout de souffle. Una modernidad que siguiendo a Baudelaire busca lo permanente en lo efímero. Por ello, y a diferencia de otros artes, resalta Aumont que se pueden ver seguidas películas de diferentes épocas, teniendo menos la sensación de haber navegado en el tiempo que en estilos.

Puestas así las cosas, el cine sobrepasa las divisiones al uso, y ya no es ni moderno ni tampoco posmoderno: se ha convertido simplemente en contemporáneo, es lo “eterno contemporáneo”, productor de “novedad” y “actualidad”. Para Aumont si se habla de posmodernidad es en el sentido de lo posmoderno como conciencia de lo moderno. Y recuerda a Lyotard cuando afirma que en este sentido para ser moderno hace falta ser o haber sido posmoderno.



Por ello resulta interesante su apelación a Beck y a su “segunda modernidad” (1985) como perfectamente aplicable al cine de ahora: si en la primera el tren era tirado por la tecnología, ahora las amenazas son humanas, y se trata de controlar el progreso tecnológico. En ese contexto, ya a finales del siglo XX el cine es un pensamiento de imágenes, original y poderoso.

A diferencia de las artes que se han convertido en cosa de expertos, el cine de autor o de masas cuenta historias y quiere llegar al público. La modernidad del cine consistiría ahora en “auratizar el cine”, o en términos de Cassirer, “intensificar lo real”. Se trata de la pasión por lo nuevo, la creación, y el futuro. Un futuro no idealista, que no es el sacrificio, sino el proyecto del presente.


viernes, 7 de septiembre de 2007

Belleza y multiculturalismo.3.

La clave del planteamiento parece estar en la cita inaugural de Sobre la belleza, “nos negamos a ser el otro”, perteneciente a H.J. Blackham. Cabe tomarla en dos sentidos: en el ya citado de conflicto de generaciones, pero también y especialmente en el rechazo al multiculturalismo.

Respecto a lo primero, ya señalé en la anterior entrada la diferencia de posturas en cuestiones relativas a la identidad, que inciden ahora en el tema del estilo de vida. La novela es una mirada divertida sobre las miserias de los adultos, patosos, inconsecuentes y desvalidos. Tal es el caso de Howard Belsey, profesor de Estética y Teoría del Arte, empantanado en una investigación sin salida (y sin libro) sobre Rembrandt, pero con una sexualidad de mandril. Y que tuvo unos “pocos años dorados en los que creía que Heidegger le salvaría la vida”.

En cierto sentido, Sobre la belleza es una novela de campus, donde se ridiculiza a los académicos como a personas de otra galaxia, (“no tenían ni idea de qué demonios hacían”, “en las universidades la gente se olvida de cómo se vive”) entregados a paladear las escasas gotas de rocío obtenidas en la búsqueda de reconocimiento personal, y dedicados en los ratos libres (que son muchos) al apasionante deporte de zancadillear al colega. La descripción del shopping de la primera clase, destinada a extender la mercancía del curso, para conseguir clientes, ya que no adeptos, es memorable.

Pero, junto al humor, hay una mirada irónica, políticamente incorrecta, sobre quienes sufren las discriminaciones, pero no se benefician de ellas, mientras que los que están a cubierto obtienen beneficios. Lo que se traduce en un no disimulado choteo de los departamentos universitarios estadounidenses que se dedican a y viven de la discriminación positiva.

En esa clave de caminar en el filo de la navaja se inscribe la exposición de las ideas (reaccionarias) del profesor Kipps (bestia negra de Belsey en todos los sentidos) que hace Zadie Smith. Por ejemplo: “que la igualdad era un mito y el multiculturalismo, un sueño fatuo”, llegando a sugerir “que, con harta frecuencia, las minorías exigen una igualdad de derechos que no se han ganado”. O la tesis estrella de Kipps: mientras fomentemos una cultura del victimismo, seguiremos educando víctimas.

Pero el multiculturalismo no naufraga en los textos sino en las imágenes, en los ojos de los otros. Hay un doble discurso, el de los diálogos, multiculturales, y el de las imágenes, raciales. Las segundas predominan sobre los primeros. De modo que el racismo está en los ojos, y de ahí pasa a la mente. Y no es únicamente por cuestiones de color de piel, sino entre personas de la misma raza, pero de diferente extracción social. Si, en Dientes blancos, todavía Irie confiaba en el futuro, Carl, el discriminado, dice de manera premonitoria: “el futuro es otro país, chica, […] y yo aún no tengo pasaporte”.

¿Qué es lo que queda como fundamento de la esperanza? Precisamente eso, la belleza como el negarse a ser el otro, como el deseo de ser simplemente uno mismo. La belleza, “esa flor de un millón de pétalos que es la dicha de estar aquí, en este mundo, con la gente”. Son los pequeños instantes que, como islas de belleza, anidan en las tragedias personales. Ésos raros momentos de “concordancia” entre el objetivo y la capacidad para conseguirlo.

Zadie maneja en esta novela una idea de belleza como armonía ligada, más que a las cosas, a las situaciones. Belleza es la concordancia efímera consigo mismo. Es, dicho en términos que pueden sonar enfáticos, pero que no lo son, es la alegría de ser. No es excepcional, sino ordinaria, no da sentido a la existencia sino que es la existencia llena de sentido: tener sed y beber, tener hambre y comer, encontrar algo divertido. La belleza no es perfección, si acaso los Dientes blancos de una dentadura postiza que da título a la novela.

La flor azul, símbolo de la belleza romántica, no crece aquí en solitarias cumbres ni en lo profundo de recónditos valles, sino que está esparcida en los actos de la existencia; florece en las enrevesadas callejas del multiculturalismo, en un tipo de existencia que no es ninguna solución, de lo que se lamentan los viejos, pero que para los jóvenes es lo que hay. Está unida a la verdad, pero, como dice Alsina, una verdad para vivir con ella. Una belleza como plenitud hecha de renuncias cotidianas en Carlene y Kiki. Y que explica también lo que había sido Kiki, “una diosa del día a día”. Quizá fuera eso lo que les gustó a las dos del cuadro de Hyppolytte, Maitresse Erzulie. Una belleza ante la que, al final, no tiene nada que decir Howard Belsey, mudo ante el cuadro de Rembrandt.