domingo, 6 de octubre de 2024

Megalópolis

 


Comencé a verla con prejuicios. Las opiniones sobre ella se situaban en los extremos, más en uno que en otro. Un atrabiliario crítico español ya la había calificado de “disparate”. No se juzgaba tanto lo que había hecho sino lo que tenía que haber hecho, una actitud muy común que va desde los espontáneos like a los sesudos tribunales de tesis doctorales. No ayuda tampoco mucho estar preso de series anilladas políticamente correctas, los descerebrados productos coreanos de Netflix (los turcos se salen) o las delicias ascéticas con mensaje de Filmin. El “disparate” de calidad tendría como preludio el económico, pues formaba parte de la publicidad que Coppola se había endeudado hasta las cejas, vendiendo viñedos y propiedades hasta llegar a los 120 millones de dólares que ha costado la aventura.

Comencé a verla con prejuicios y al poco tiempo quedé deslumbrado por las imágenes que, al fin y al cabo, es por lo que se viene al cine. Es una película testamentaria, pero a diferencia de otras recientes, es divertida, innovadora, siempre en la cuerda floja de la imaginación más desbordante, con efectos visuales que habría soñado El hombre de la cámara. A ratos tiene uno la sensación es la de estar sumido en el vértigo de la locomotora inicial de Berlín, sinfonía de una gran ciudad. Megalópolis, Metrópolis, Babylon…, bacanales de la imagen, aunque esta no brilla por las imágenes de las bacanales romanas, en las que anda poco fino Coppola, más dado a las wagnerianas apocalípticas. Recuerda un poco el cine de cartón piedra de las películas de romanos.



En ese caleidoscopio de imágenes está casi todo: el retrato de Adam Driver al estilo Renacimiento en la escena del pacto fallido con Cicerón; no podía faltar el Hopper en el tren final; tampoco el generoso barroco hibridado de steampunk (gigantesco reloj dorado) en los planos que recuerdan a los obreros suspendidos en la construcción del Empire State; la bola Rosebud de Ciudadano Kane;  y lo mejor de todo, el surrealismo daliniano y el gran ojo omnipresente en cualquier distopía que se precie. Como se nos recuerda en los diálogos, la película parece que va de utopías y de distopías. No lo sé muy bien pues confieso que me he saltado varios párrafos, de esos que menudean en las películas con pretensiones de profundidad y que gustan mucho al personal: gansadas con pretensiones metafísicas, significantes vacíos que diría el entendido. Se trata de la traición de las palabras a las imágenes, parafraseando a la inversa a Magritte.




Y eso tiene un precio: se ha colado la crítica por lo que no ha hecho. Entre paréntesis, confieso que también por eso me gusta la película. Lo que no ha hecho es desarrollar la tesis explícita de una película que así podía ser catalogada de políticamente correcta. Y alguna gente se siente estafada. La película se anuncia en la carátula como una "fábula", y es sabido que toda fábula tiene su moraleja. De hecho, pone imágenes de época de Hitler y de Mussolini y lo suyo, lo debido, es que hubiera aprovechado para hacer un enlace con, vamos, meterle un viaje a Trump, y hacerle un favor al decrépito Biden. Un ejercicio de “ejemplaridad”, como les gusta a los nuevos moralistas. Sin embargo, el corrupto Cicerón tiene su corazoncito de amantísimo abuelo y, al final hay un pacto que, como en la película Metrópolis, tiene toda la pinta de repartirse la ciudad con su yerno, Catilina, hija mediante. Este, el artista utópico, lejos de ser ejemplar (parrafadas y vida sublime) se mete de todo y hace el indio a la menor ocasión. En medio, la bellísima hija del alcalde Cicerón, no precisamente un icono feminista, sienta cabeza y concibe el hijo que propiciará la reconciliación. Intolerable. Las imágenes finales de la familia unida en torno a la bebé son (coincido) de vergüenza ajena, de kitsch subido. Aunque, no más que otras rosadas que hemos visto al término de películas donde se ventilan falsas alternativas de utopías y distopías. En todo caso, dicho en términos castizos, quizá ha pensado Coppola que, para lo que le queda en el convento, hace lo que le da la gana. Y se lo financia. Y el resultado es espectacular.

Porque, más que ese supuesto mensaje final de esperanza, si es que lo hay, está la recomendación explícita en la película de: “Enjoy the show!”. Algo a lo que no parecen estar dispuestos algunos críticos edificantes. Estoy leyendo ahora un libro excesivo, divertido y muy inteligente de Manuel Rivas, El mejor libro del mundo. Ahi encontramos esta perla: “Santo coñazo de los moralistas españoles, siempre dando la brasa, siempre acorralando la vida privada, que yo intento defender en estas páginas, porque la vida privada es para los moralistas españoles lo mismo que la luz del sol para los vampiros”. Pues eso.

 

 


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