Comencé a verla con prejuicios. Las opiniones sobre ella se
situaban en los extremos, más en uno que en otro. Un atrabiliario crítico
español ya la había calificado de “disparate”. No se juzgaba tanto lo que había
hecho sino lo que tenía que haber hecho, una actitud muy común que va desde los
espontáneos like a los sesudos tribunales de tesis doctorales. No ayuda tampoco
mucho estar preso de series anilladas políticamente correctas, los
descerebrados productos coreanos de Netflix (los turcos se salen) o las delicias
ascéticas con mensaje de Filmin. El “disparate” de calidad tendría como
preludio el económico, pues formaba parte de la publicidad que Coppola se había
endeudado hasta las cejas, vendiendo viñedos y propiedades hasta llegar a los
120 millones de dólares que ha costado la aventura.
Comencé a verla con prejuicios y al poco tiempo quedé
deslumbrado por las imágenes que, al fin y al cabo, es por lo que se viene al
cine. Es una película testamentaria, pero a diferencia de otras recientes, es
divertida, innovadora, siempre en la cuerda floja de la imaginación más
desbordante, con efectos visuales que habría soñado El hombre de la cámara.
A ratos tiene uno la sensación es la de estar sumido en el vértigo de la
locomotora inicial de Berlín, sinfonía de una gran ciudad. Megalópolis,
Metrópolis, Babylon…, bacanales de la imagen, aunque esta no brilla por las
imágenes de las bacanales romanas, en las que anda poco fino Coppola, más dado
a las wagnerianas apocalípticas. Recuerda un poco el cine de cartón piedra de
las películas de romanos.
Y eso tiene un precio: se ha colado la crítica por lo que no
ha hecho. Entre paréntesis, confieso que también por eso me gusta la película.
Lo que no ha hecho es desarrollar la tesis explícita de una película que así podía
ser catalogada de políticamente correcta. Y alguna gente se siente estafada. La película se anuncia en la carátula como una "fábula", y es sabido que toda fábula tiene su moraleja. De hecho, pone imágenes de época de Hitler y de
Mussolini y lo suyo, lo debido, es que hubiera aprovechado para hacer un enlace
con, vamos, meterle un viaje a Trump, y hacerle un favor al decrépito Biden. Un
ejercicio de “ejemplaridad”, como les gusta a los nuevos moralistas. Sin embargo,
el corrupto Cicerón tiene su corazoncito de amantísimo abuelo y, al final hay
un pacto que, como en la película Metrópolis, tiene toda la pinta de
repartirse la ciudad con su yerno, Catilina, hija mediante. Este, el artista utópico,
lejos de ser ejemplar (parrafadas y vida sublime) se mete de todo y hace el
indio a la menor ocasión. En medio, la bellísima hija del alcalde Cicerón, no
precisamente un icono feminista, sienta cabeza y concibe el hijo que propiciará
la reconciliación. Intolerable. Las imágenes finales de la familia unida en
torno a la bebé son (coincido) de vergüenza ajena, de kitsch subido. Aunque, no más que otras rosadas
que hemos visto al término de películas donde se ventilan falsas alternativas
de utopías y distopías. En todo caso, dicho en términos castizos, quizá ha pensado Coppola que, para lo que le queda en el convento, hace lo que le da la
gana. Y se lo financia. Y el resultado es espectacular.
Porque, más que ese supuesto mensaje final de esperanza, si
es que lo hay, está la recomendación explícita en la película de: “Enjoy the
show!”. Algo a lo que no parecen estar dispuestos algunos críticos edificantes.
Estoy leyendo ahora un libro excesivo, divertido y muy inteligente de Manuel
Rivas, El mejor libro del mundo. Ahi encontramos esta perla: “Santo coñazo de los
moralistas españoles, siempre dando la brasa, siempre acorralando la vida
privada, que yo intento defender en estas páginas, porque la vida privada es
para los moralistas españoles lo mismo que la luz del sol para los vampiros”.
Pues eso.
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