La clave del planteamiento parece estar en la cita inaugural de
Sobre la belleza, “nos negamos a ser el otro”, perteneciente a H.J. Blackham. Cabe tomarla en dos sentidos: en el ya citado de conflicto de generaciones, pero también y especialmente en el rechazo al multiculturalismo.
Respecto a lo primero, ya señalé en la anterior entrada la diferencia de posturas en cuestiones relativas a la identidad, que inciden ahora en el tema del estilo de vida. La novela es una mirada divertida sobre las miserias de los adultos, patosos, inconsecuentes y desvalidos. Tal es el caso de Howard Belsey, profesor de Estética y Teoría del Arte, empantanado en una investigación sin salida (y sin libro) sobre Rembrandt, pero con una sexualidad de mandril. Y que tuvo unos “pocos años dorados en los que creía que Heidegger le salvaría la vida”.
En cierto sentido, Sobre la belleza es una novela de campus, donde se ridiculiza a los académicos como a personas de otra galaxia, (“no tenían ni idea de qué demonios hacían”, “en las universidades la gente se olvida de cómo se vive”) entregados a paladear las escasas gotas de rocío obtenidas en la búsqueda de reconocimiento personal, y dedicados en los ratos libres (que son muchos) al apasionante deporte de zancadillear al colega. La descripción del shopping de la primera clase, destinada a extender la mercancía del curso, para conseguir clientes, ya que no adeptos, es memorable.
Pero, junto al humor, hay una mirada irónica, políticamente incorrecta, sobre quienes sufren las discriminaciones, pero no se benefician de ellas, mientras que los que están a cubierto obtienen beneficios. Lo que se traduce en un no disimulado choteo de los departamentos universitarios estadounidenses que se dedican a y viven de la discriminación positiva.
En esa clave de caminar en el filo de la navaja se inscribe la exposición de las ideas (reaccionarias) del profesor Kipps (bestia negra de Belsey en todos los sentidos) que hace Zadie Smith. Por ejemplo: “que la igualdad era un mito y el multiculturalismo, un sueño fatuo”, llegando a sugerir “que, con harta frecuencia, las minorías exigen una igualdad de derechos que no se han ganado”. O la tesis estrella de Kipps: mientras fomentemos una cultura del victimismo, seguiremos educando víctimas.
Pero el multiculturalismo no naufraga en los textos sino en las imágenes, en los ojos de los otros. Hay un doble discurso, el de los diálogos, multiculturales, y el de las imágenes, raciales. Las segundas predominan sobre los primeros. De modo que el racismo está en los ojos, y de ahí pasa a la mente. Y no es únicamente por cuestiones de color de piel, sino entre personas de la misma raza, pero de diferente extracción social. Si, en Dientes blancos, todavía Irie confiaba en el futuro, Carl, el discriminado, dice de manera premonitoria: “el futuro es otro país, chica, […] y yo aún no tengo pasaporte”.
¿Qué es lo que queda como fundamento de la esperanza? Precisamente eso, la belleza como el negarse a ser el otro, como el deseo de ser simplemente uno mismo. La belleza, “esa flor de un millón de pétalos que es la dicha de estar aquí, en este mundo, con la gente”. Son los pequeños instantes que, como islas de belleza, anidan en las tragedias personales. Ésos raros momentos de “concordancia” entre el objetivo y la capacidad para conseguirlo.
Zadie maneja en esta novela una idea de belleza como armonía ligada, más que a las cosas, a las situaciones. Belleza es la concordancia efímera consigo mismo. Es, dicho en términos que pueden sonar enfáticos, pero que no lo son, es la alegría de ser. No es excepcional, sino ordinaria, no da sentido a la existencia sino que es la existencia llena de sentido: tener sed y beber, tener hambre y comer, encontrar algo divertido. La belleza no es perfección, si acaso los Dientes blancos de una dentadura postiza que da título a la novela.
La flor azul, símbolo de la belleza romántica, no crece aquí en solitarias cumbres ni en lo profundo de recónditos valles, sino que está esparcida en los actos de la existencia; florece en las enrevesadas callejas del multiculturalismo, en un tipo de existencia que no es ninguna solución, de lo que se lamentan los viejos, pero que para los jóvenes es lo que hay. Está unida a la verdad, pero, como dice Alsina, una verdad para vivir con ella. Una belleza como plenitud hecha de renuncias cotidianas en Carlene y Kiki. Y que explica también lo que había sido Kiki, “una diosa del día a día”. Quizá fuera eso lo que les gustó a las dos del cuadro de Hyppolytte,
Maitresse Erzulie. Una belleza ante la que, al final, no tiene nada que decir Howard Belsey, mudo ante el cuadro de Rembrandt.