viernes, 28 de septiembre de 2012

sábado, 22 de septiembre de 2012

nuestros romanticismos



Decía Ortega que ya no somos románticos, pero tampoco somos otra cosa. Ese estado indefinido, transitorio, de metamorfosis, queda muy bien expresado en algunas imágenes. La mirada en sobreimpresión de la pantalla es ahora la que crea el paisaje del ojo artificial. Son miradas distintas en tiempos diferentes y espacios diversos. Pero con un denominador común. Lo sublime romántico ha permanecido en las imágenes como la figura mínima perdida en el inmenso horizonte. Antes la mirada iba como una flecha hacia esa figura, ignorando el horizonte, ahora la visión se recrea en él, despreciando la figura. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué este cambio?

Cuando en 1992 se inauguró en el Prado la macroexposición de Caspar Friedrich, los visitantes no experimentaron el rechazo de los contemporáneos del pintor al ver  Monje junto al mar o El mar de hielo. Tenían en la retina toda una colección de filtros de imágenes, no de catálogos, tan inútiles como escasamente consultados, sino de las más humildes películas del Oeste devoradas en cines de sesión doble. Desde la ingenua de Raíces profundas (título heideggeriano donde los haya) a las más sofisticadas que recomendaba la nouvelle vague francesa, como Centauros del desierto.


Todo acababa cuando el caballero, en el sentido literal de la palabra, no podía quedarse y partía, más que hacia, contra el horizonte incendiado, perdiéndose en él.  ¿Cómo no íbamos a entender la soledad y la secreta angustia del buen monje? Era mentira que tuviera un oscuro pasado y, en todo caso, no nos importaba.



Hoy día las series de culto sobre el Oeste han cambiado radicalmente esa percepción del paisaje. Insisto en lo de las series, y no recomiendo los documentales. La razón es obvia. De puro repuestas en horas para espectadores traspuestos, la cámara difícilmente encuentra un nuevo encuadre en las inmensas llanuras del Serengeti; las sobreexplotadas leonas en escenas de caza (los leones no cazan, se lamen) llevan tiempo a través de su sindicato pidiendo un aumento de plantilla; las periódicas y tediosas migraciones de las manadas de ñus no tienen más aliciente que saber cada año a quién le ha tocado en el convenio ser manducado al cruzar el río por el cocodrilo de guardia. No les recomiendo tampoco experimentar el escalofrío de la aventura padeciendo Monstruos de río. El maromo presentador, después de echarle mucho misterio al asunto, nos acaba confesando que el temible depredador era una trucha con sobrepeso escapada de una piscifactoría.





El paso iniciático del romanticismo luminoso al oscuro tiene lugar en Deadwood, lo mejor de lo mejor. El lugar ideal para pasar Una temporada en el infierno del Oeste. Allí la fiebre del oro es neumonía letal. El polvo de los desiertos de Almería, donde fatigaba la armónica Charles Bronson, es aquí pura mierda mezclada con fango en las calles, donde hozan los grandes mitos como Buffalo Bill y Calamity Jane. No es solo una metáfora. Los cerdos de la seminal Sin perdón, que perseguía inútilmente Clint Eastwood, lucen aquí bien alimentados con los cadáveres de la ciudad que les suministran diligentes chinos. El surgimiento de una gran nación desde el chalaneo de la indignidad humana en la constitución de sus Estados está aquí admirablmente descrito. No se ahorran detalles fisiológicos íntimos al respecto.


Pero quizá ha sido Hell on Wheels la que está contribuyendo a operar un cambio definitivo en la percepción. Todo está ahí, pero nada es lo que parece. Si en la anterior se desvelaban los entresijos de la fiebre del oro, aquí es la del ferrocarrill que se pone al desnudo. La tradición de lo sublime tecnológico americano muestra la simbiosis del tren con el paisaje, atravesando las inmensas planicies llenas de hierba o los desiertos con postal del Gran Cañón al fondo. Aquí todo son cicatrices. El zoom out nos aporta la visión clásica


Pero el zoom in nos acerca al cosido de urgencia en el seno inmaculado




Los indios serán indios, pero no tontos, y sus estudios en Harvard les llevan a desconfiar sobre los tratados que les ofrece el hombre blanco, sin antes haber leído la letra pequeña de los reglamentos, que es lo que importa. Mantienen, por puro capricho, una miniceremonia de iniciación heredada de Un hombre llamado caballo, eso sí, abreviada, por la crisis económica.

El cristianizado hijo del jefe indio es capaz de sostener una discusión teológica de alto nivel con el predicador del ferrocarril.


Los matemáticos confirman las sospechan que los de Humanidades han tenido siempre respecto al designio oculto de sus cálculos









Podríamos seguir. No es necesario, ya que lo que importa es mostrar el fin de la edad de la inocencia en lo sublime romántico. Su objetivo, antes y ahora, era presentar lo impresentable, activando el mecanismo de sublimación. Algo cada vez más difícil, habida cuenta de la galería de tipos impresentables que pueblan esos paisajes. La mirada, que ya sabe, los ignora, abriéndose a la tierna indiferencia de los horizontes.



Desde esta mirada impura el cuadro aparece de otra manera. Es posible que nos hayan cortado los párpados al contemplarlo, como sugería Kleist, pero porque creemos reconocer espantados en la figura del monje al protagonista maldito de la novela del gran Lewis, El Monje. Ahora sus aparentes tribulaciones, angustia y soledad pueden esconder unos cálculos inmorales. Vienen a la mente las declaraciones al periódico de un colega suyo, expresidiario o político, no recuerdo bien, quizá las dos cosas: "Tenía que delinquir por cojones. De fugado se tienen muchos gastos" (El País, 27/05/2012)

lunes, 17 de septiembre de 2012

jueves, 13 de septiembre de 2012

micrologías

Este es un libro de Federico López Silvestre que le hubiera encantado leer a Benjamin: pasmosa erudición al servicio de la buena literatura. Con la inquietante Núremberg al fondo.

domingo, 9 de septiembre de 2012

la economía cultural de Europa

Si las noticias económicas que vienen de Europa son desoladoras, los remedios culturales que algunos proponen son deprimentes, no por culturales, sino porque intentan ser remedios. Uno de los últimos que acabo de leer es la propuesta de Martin Walser. ¿En qué mundo vive esta gente? me pregunto.



Hace años se dijo que había sido un error promover la integración económica de Europa sin haber llevado a cabo antes la cultural, aprovechando para construir el futuro su gran tradición. Ahora se intentan apaciguar las tensiones Norte- Sur, conjurar la desaparición del euro, no llevar todavía más al límite la cuarentena de Grecia, apelando a la común tradición, identidad cultural europea, que no se puede perder a consecuencia de la crisis económica. Y a continuación viene la catarata de citas. Me sigo preguntando, ¿mienten o son unos inconscientes?.


Si algo positivo tiene esta crisis económica es, entre otras cosas, el dejar en evidencia que no ha existido, existe, ni es deseable que haya en el futuro, una tradición e identidad cultural europea.

Repárese en el subrayado de una. Cuando Walser cita a Hölderlin, nuevamente se está haciendo un ejercicio de lamentable provincianismo cósmico a costa de Europa, si además lo enlaza con su Grecia, es un fake. Para saber lo que es Grecia no hay que leer hoy a Hölderlin sino ver las películas de Angelopoulos.


La complejidad cultural de lo que llamamos Europa, por sus orígenes y la inmigración, tiene poco que ver con tradiciones inexistentes e identidades imposibles e indeseables. Hemos convivido matándonos en nombre de la cultura, lo que no es el mejor recordatorio para seguir ayudándonos en la economía.

No se debe enfrentar lo cultural y lo económico. Europa merece la pena, no por lo que no fuimos, sino por lo que podemos ser. Y esto es tanto un tema de cultura económica como de economía cultural.





lunes, 3 de septiembre de 2012