Matt Kenyon/The Guardian
"What is specific to AI image generators is not the creation of the new, but rather their endless capacity to remix the history of art and imagery." (Kazys Varnelis en Lev Manovich. Facebook)
Los viejos arrepentidos de las nuevas tecnologías están encontrando una dura competencia con los nuevos arrepentidos de la inteligencia artificial. Hasta se apuntan al futuro negro los supuestos creadores. Otra vez el síndrome del moderno Prometeo, haciendo caja, por supuesto. Cansa ya un poco el remake ciberpunk del apocalipsis GPT. Léanse la directiva europea recién aprobada y se quedarán tranquilos respecto a la interesante posibilidad de hacer un uso responsable de la inteligencia artificial. En vez de entretenerse (es un decir) con viejunas dicotomías ochenteras sobre la antinomia de lo real y lo virtual, podían hacerse cosas de más provecho. Una sugerencia: atender a la larga lista de espera (llevan así unas temporadas) de los aquejados de derrame cerebral irreversible por las alucinaciones causadas al visionar repetidamente Black Mirror. ¿No lo creen? ¿Exagero? Vean el capítulo "Joan es horrible". Cumple lo que dice: es horrible.
Lo que el jardín oculta es que se trata, en realidad, de una "granja de estiércol". Como en las charcas donde crecen los nenúfares, de ahí salen las mejores flores. Es un jardín admirable que no da ninguna alegría, excepto si a eso puede llamarse la satisfacción del trabajo bien hecho. La película es una metáfora desarrollada en imágenes y la voz en off: el jardín como el orden en o del caos. Mensaje de esperanza: las personas, como las plantas, tienen una segunda oportunidad, renacen.
Hay un cierto tipo de cine para ser premiado en Cannes, trabajar con él en el ordenador y no pisar las salas de cine. Decir que es cine lento habla más que de la película, de la lentitud de entendederas del supuesto “espectador”. Tampoco ayuda mucho la indagación metafísica de si se trata de una imagen tiempo o imagen movimiento, muy adecuada para perderse la película, el tiempo y el movimiento mismo. Finalmente, caracterizarlo como no narrativo es una forma deficiente de ser. Es lógico relacionarlo con la imagen, pero en el sobreentendido de que se trata de imágenes visuales. Sin embargo, lo propio de esta película no son ellas (y las hay, excelentes, con enfoques muy cuidados) sino las imágenes sonoras. Puedes cerrar los ojos y desaparece el paisaje visual, no puedes cerrar los oídos, el paisaje sonoro está siempre ahí bajo la forma de silencio, ruidos, sonidos, música... Ya no es un paisaje del entender como ver, sino del percibir como escuchar.
Estamos ante un cine a la escucha. Es un cine para salirse de las salas de cine por la dificultad de la tendencia natural a la identificación. Se puede leer sobre cine, pero el cine no se lee. Se percibe. Y es preciso mantener abiertas todas las puertas de la percepción, sin llegar por ello al dogma de la inmaculada percepción. De hecho, esta película hace un uso continuo del glitch sonoro, ofreciendo al final una clave irónica en tono de humor. Nadie se la cree y su misma burda apariencia en una búsqueda cuasi mística indica que es mejor no seguir preguntando, incluso ahorrarse unos diálogos sobre la memoria sonrojantes. En esta película hay dos películas, la última sin figura humana, es decir, sin narración, pero desde el tiempo de las cosas. Aquí el protagonismo ínfimo de lo sonoro cambia. Es una película de paisaje, pero de dos paisajes, el sonoro y el de la naturaleza, a veces coexisten, otras no, en todo caso, aquel de manera balbuceante.
Hay una película en la que la memoria del oído trata infructuosamente en convertirse en oído de la memoria. Silencio de oscuridad en la presentación, silencio de sombras en los primeros minutos, concierto memorable de alarmas de coche sin causa visible. Golpe sordo inopinado. Sonidos de la lluvia. Ruido de las calles. Hasta 18,24, más o menos, no aparece la música, la especie habitual de lo sonoro (“el sonido no es una canción, es difícil de explicar”). A través del bosque de sonidos urbanos, Jessica deambula con actitudes, acentos, que parecen ser normales para los que la rodean, pero que dan la sensación de una extranjería de sí misma. La cámara toma nota de ello, la sigue respetuosamente, y ofrece planos generales (muchos) y medios de su figura, de su solitaria búsqueda, andando, sentada, de espaldas, de frente, ensimismada, esperando algo, como esas mujeres de los cuadros de Hopper. Las cosas también la esperan, así los planos fijos de un piso y una escalera, de un cubo de cristal, solitarios, hasta que aparece, se queda un momento y se va, ellos siguen ahí después de la visita. El cuerpo, ligeramente inclinado, de Jessica parece estar en una escucha permanente, avanzando una mano convertida en signo de interrogación.
Ciertamente, la película se publicita como, además de bella, misteriosa. Esto último es una señal de identidad de las películas del director. Pero también conviene recordar, al menos para percibir esta, que lo misterioso no está en lo bello, ni tampoco en lo oracular de algunos diálogos, sino en lo sublime, inasible, oscuro, enigmático e incluso amenazador de la naturaleza elemental, no urbanizada.
Hay una transición desde la naturaleza urbanizada
con sonidos de riachuelo y tormenta acompañando unos diálogos demenciales. Edificantes
pero prescindibles. En ellos no anida el misterio sino el kitsch. Desaparece Jessica y cobra protagonismo otro paisaje, una
naturaleza elemental, de selva, montañas, sin sonido, de momento. Los planos
fijos de larga duración recuerdan a los encuadres de James Benning con
largísima exposición, sin figuras humanas, en los que no sucede nada, pero que obligan a estar atentos al acontecimiento
de ese mínimo desplazamiento de una nube hacia fuera del encuadre. Antes de que eso
suceda acaba la película. Casi inaudibles, a los pies de esa naturaleza sublime, estremecidos durante unos brevísimos instantes, afloran unos leves sonidos fuera de
campo.
“De ahí que la música -si de verdad es
música- y pensamiento -si de verdad es pensamiento- no puedan nunca permanecer
separados” (AFM. La forma de la multitud).
De entrada, tengo que reconocer que es el
único libro (hasta ahora) de AFM que me ha costado leer, y mucho. No lo esperaba.
Primero, por la grata sorpresa de que le hubieran concedido el primer premio
Eugenio Trías de ensayo. Conocí, fuimos compañeros de Área, tuve amistad con
Eugenio, y me atrevo a suponer que se hubiera alegrado de este premio porque no
solo se reconoce con él la calidad, sino que se alienta un estilo de creación, el ensayo, que sabe aunar en esta ocasión brillante escritura y densidad de pensamiento. En España, por desgracia, hemos sido un pensamiento ajeno y pensar bien y escribir bien han estado separados cuando no penados. Segundo, ya
que en mi vida anterior fui filósofo, en principio no deberían serme ajenos
temas y palabras como “límite”, “ontología”, “metafísica”, “realidad”,
“identidad”, que aparecen a lo largo del libro. Y, sin embargo… Tercero, he
seguido la trayectoria de AFM desde sus primeras obras y la palabra
“complejidad” en sus muchas acepciones no debería hacerme perder el hilo. Lo
cierto es que, tras unas primeras páginas familiares, lo perdí completamente y
solo era capaz de hacer pie en otras con referencias
a la historia de la filosofía. El problema no era, por supuesto, la urdimbre
entre física y metafísica, artes y ciencias, viejas y nuevas tecnologías,
tampoco la espina dorsal de la poesía. Faltaba algo, otra cosa. Cuarto, ha sido
al final de la lectura cuando he caído en la cuenta de que no tenía un método
para captar, y no sería por advertirlo continuamente el autor, la novedad de
lo más antiguo que se afanaba en presentar, el capitalismo antropológico (CA). El
verdadero hallazgo del libro.
He encontrado el método de una manera curiosa,
como si fuera un momento aleatorio de esos recorridos peripatéticos de AFM plasmados
en sus vídeos. Una de sus tesis en esta obra es que la multitud se puede
numerar, es su forma. Ha sido en una página sin numerar de La Forma de la
multitud, la 267, la única de mi libro, no sé por qué, en la que, en ese
vacío numérico, ha aparecido la luminosa distinción y relación que hace entre melodía
y armonía, como una aceleración. Desde ahí he vuelto al parágrafo 3.27. Música
y súbitamente en el cruce entre la vertical de las “capas sonoras” de la
armonía y la horizontal de la melodía, esa “pasta sonora”, ha emergido esa
ontología de la complejidad del capitalismo antropológico. En definitiva, “como si el ser humano fuera un ente que
siempre anduviese a la fuga de todo”. Hacia la "porosidad de los límites relativos", como la música. Aceleraciones y variaciones. No podía faltar, aunque
enmascarada, la poesía, son intensamente poéticas las descripciones de la
música y hay una ternura no exenta de cierta nostalgia por esos orígenes
todavía sin ser.
En cierto modo, este ensayo
(“provisional”, dice el autor) es la culminación de un proyecto de largo
alcance, como es elaborar una ontología de la complejidad desde la tesis, que subyace a toda su obra ensayística, del realismo
complejo. Este toma a veces la forma de un bisturí que con cortes breves y
precisos saja alguno de los abscesos culturales (aceleraciones fallidas,
diríamos) más en boga: el arte político, el amor estadístico, la mascotización
del mundo… Saca al capitalismo del materialismo dialéctico y lo coloca en el
lugar previo del capitalismo topológico de identidades basadas en intercambios.
Hermana a cristianismo y comunismo bajo el paraguas del capitalismo. No falta
la ironía, lindando con el cachondeo, sobre el comunismo y la justicia de la resurrección de
los muertos.
Cuando se trata de ontología en la
tradición filosófica, y así ocurre en este libro, hay dos temas estrella ineludibles:
identidad y realidad. Sorprenderá a los filósofos hermenéuticos que AFM los
trate en referencia a Kant, no por afán o necesidad de cita de autoridad, sino
dentro de su método del “apropiacionismo”. Así, “la identidad estadística
oculta” es una “sublimación” kantiana, un “yo oculto” perfectamente asimilable,
me parece, a ese yo oculto de la Crítica de la razón pura, que es el yo
trascendental=X. Es el fundamento del fundamento que, obviamente, no tiene
fundamento, aunque sea el vértice desconocido al que apunta el conocimiento.
Heidegger en El principio de razón afirma que el principio de razón
no tiene razón, el fundamento (Grund) es un abismo (Abgrund) y hay que dar un
“salto” (un pensar no objetivador) en el pensamiento. Tal como yo lo entiendo, leyendo a AFM, el “yo trascendental” kantiano es una “realidad virtual”.
Respecto al segundo tema, a la “realidad”
(no confundir con la “existencia”), esta es, en Kant, no algo externo, sino una
categoría y la reflexión de AFM sobre la realidad y lo imaginario se ve
refrendada por alguna de las interpretaciones más exitosas de Kant. Según ellas, las categorías son ficciones que nos permiten interpretar el mundo “como si fuera así”
(Vaihinger). Los pragmatistas americanos (James y Dewey), en esa línea, afirman
que la realidad es una ficción consensuada y que la verdad descansa, no en la
universalidad, sino en la intersubjetividad.
Esas ficciones tienen sus razones, sus
raíces, en el capitalismo antropológico, no utópico, recalca AFM, sin origen ni
final. No está basado en la idea de finitud, tampoco en la de culpa
subsiguiente, sino en la ontología de la “falta”, en que “el ser humano es un
ser incompleto”, creador de ficciones, “prótesis” y “metáforas”. Suenan ecos
lejanos del último Ortega, de su concepción de la vida como naufragio y la
técnica como fantasía exacta para sostenerse en él. Los otros capitalismos son “residuos”, “basura” (hay que volver a su Teoría general de la
basura) del CA. Ya se ha dicho que
está basado en la falta invisible, no moral, que intentamos suplir mediante “aceleraciones”
visibles, como esas prótesis de la ausencia de lo que nunca existió y cuya “historia
provisional de las prótesis” (título posible desechado por el autor) es este
libro, que tampoco incluyó, finalmente, el otro título contemplado y quizá más preciso como es Teoría general de la aceleración”. El CA aparece
caracterizado por el autor como “elemental” y así se entiende mejor, en esa concepción filosófica del ser como lo elemental, la urgencia e inintencionalidad de esas
aceleraciones. Me pregunto si, en ese contexto, es muy afortunada la
contraposición que hace con el existencialismo. Al fin y al cabo, el decisionismo
existencialista (el salto del abismo) es una nada creadora y poco melancólica,
algo similar a las aceleraciones.
Volvemos con el CA a los orígenes y también al arte de los orígenes.
(Cuadro de Gaugin: “¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?”
Responde AFM: “[...] somos un
CA, no venimos de ninguna parte bien indexada ni sabemos adónde vamos, todos los cuerpos y vidas que nos han precedido no son otra cosa que un ejército de aceleraciones
sin forma del todo definida, una legión de cuerpos fantasma que a cada instante
llaman a nuestras puertas”. El resultado, apostilla, una “performance,
no teatro”.
"Sin duda el aburrimiento es el tormento del infierno, pues hasta ahora no he conocido otro mayor; los dolores del cuerpo y del alma ocupan el espíritu; el infeliz se sacude el tiempo con quejas y, bajo la multitud de ideas que le asaltan, las horas vuelan con rapidez e inadvertidamente; pero se sienta y contempla las uñas, a la manera como yo lo hago, y va de aquí para allá en la habitación, para sentarse de nuevo, frota las cejas para reflexionar sobre algo, no se sabe sobre qué; luego vuelve a sentarse ante la ventana, para arrojarse después en el sofá. ¡Ay! [...], dime una pena que equivalga a este cáncer, que poco a poco devora el tiempo, y donde se cuenta minuto a minuto, donde son tan largos los días y tantas las horas, para luego, al cabo de un mes, exclamar sorprendido: ¡Dios mío, qué fugaz es el tiempo!" (Tieck)