Nada mejor que estas fiestas navideñas para citar a William Blake: "El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría". Y es el abuso de lo espiritoso lo que propicia la agudeza del espíritu; es lo que ha debido inspirar a los hermeneutas de turno para encontrar entre líneas las excelencias del tradicionalmente "ejemplar" discurso con el que el rey ha dado recientemente la chapa (16 acepción RAE): “ya no vivimos tiempos para encerrarnos en nosotros mismos, sino para abrirnos al mundo” ¿Conceptos emocionales que harían enrojecer al new age más curtido? ¿Algo que ver con los "datos" de la España real del desempleo, desigualdad, autonomías a la gresca, políticos a su bola, una deuda que supera el PIB y que tendrán que pagar nuestros hijos, los que no se hayan ido? Nos aseguran que de todo ello, y mucho más, se ha hablado, aunque "sin nombrarlo". Ser capaz de leer entrelíneas lo que es imposible ver en ellas, eso es cultura, "a buen entendedor, pocas palabras bastan" sentencia Pablo Casado, que parece estar en el secreto del discurso regio.
Imbuido por este espíritu navideño y con ánimo de contribuir a la ceremonia de la confusión posfraude quisera compartir otro hallazgo: estamos en la era de la poscultura. Se me ha "ocurrido" al leer la carta que los promotores del evento han enviado al Parlamento español. La estética del cartel es decidamente camp, por no decir rancia, y el contenido de la carta, a tono con ella, no decepciona: primera parte, una metafísica delicuescente sobre el significado de la palabra cultura (“cultura es la certeza de lo que somos y de lo que queremos ser; cultura es lo que sabemos, no lo que ignoramos”), segunda parte, ¿qué hay de lo mío?
Es difícil entender lo que es la cultura para los abajo firmantes a través de lo que afirman, más bien por lo que niegan y, desde luego, por lo que piden. Dicen que la carta "no es un eufemismo reivindicativo ni una reclamación gremial" aunque parece serlo. Aseguran que "no es una mercancía ni un catálogo de servicios para el ocio. La cultura no es un entretenimiento". No sea que Adorno levante la cabeza mosqueado con lo de "industrias culturales". Sin embargo, la forma en que gestionan industrialmente los etéreos fines culturales de ocio tiene mucho de negocio. Y cuando llegan las peticiones toda ambigüedad desaparece: propiedad intelectual amarrada sine die, sin fecha de caducidad para los herederos de sangre, luego viene lo de las pensiones, subvenciones, rebaja de IVA, mecenazgo y, en el fondo, latente, la exigencia de leña al mono pirata cultural hasta que hable catalán como Aznar, al menos en la intimidad. Tienen una probóscide que se la pisan. Para aplacar al personal han anunciado, entre otras medidas, desde Cultura la elaboración del estatuto del artista pero lo verdaderamente inaplazable en España es el estatuto del tertuliano.
De la parte teórica hay un aspecto que me inquieta: "la cultura es la herencia de una larga historia: el fruto siempre actual de los grandes hallazgos intelectuales y artísticos. La elaboración estética y moral de la experiencia que nos perfecciona". Por esto último ya no paso, ¿qué tiene que ver la cultura con, pongamos el caso, ser mejores personas? Aquella afirmación es un claro ejemplo de posverdad y si no basta con echar una mirada a los especímenes del llamado mundo de la cultura. Piden su confianza, como el gobierno y los bancos, pero ¿les confiaría sus haberes a cambio de esos productos de "ser" que le ofrecen en depósito? La cultura puede dar lucidez pero no hace mejores. Depende. Queda ya lejano el escándalo cultural cuando Sloterdijk afirmó que el humanismo ha fracasado y el que quiera ejemplares "ejemplares" que vaya a la manipulación genética. Estaba comentando el texto de un gran filósofo que no les hizo ascos a los nazis.
"La comprensión de la cultura como manifestación de la condición humana, símbolo fundamental de nuestra naturaleza, nos lleva a denunciar los ofensivos tratamientos que padece".
El problema es precisamente este: la no percepción del vínculo entre el "interés desinteresado" de lo que los promotores entienden por cultura y que deba realizarse defendiendo los intereses de las "industrias culturales". Dicho en otros términos: que la cultura para vivir esté solo en manos de los que viven de la cultura. Hemos leído que "Podemos se echará a las calles si hay otra muerte más por cortes de luz" y resulta difícil imaginar que lo haga si se le deniega la pensión a un poeta. Más allá de la necesidad hay una cierta sabiduría popular cuando en períodos de crisis económica no se organizan protestas por la disminución de premios literarios, minoración de las dietas a los jurados, restricciones al turismo académico disfrazado de Congreso, y se pregunta qué pintan los costosos museos provincianos de Arte Contemporáneo vacíos a diario excepto los días de inauguración y clausura que echan algo de comer.
Todas las reivindicaciones, "siguiendo el modelo francés", parecen resumirse en una: que vuelva el Ministerio de Cultura separándose de Educación. Habría que pensarlo más toda vez que el verdadero problema radica en que a la cultura le falta educación y a la educación cultura. En la carta manifiesto se mezcla a los creadores, mediadores, gestores (a veces son la misma persona en la era posverdad) y el Estado benefactor y legislador (critican su "indolencia legislativa"). Lo que falta son los supuestos destinatarios de tamaño esfuerzo y ambición: los ciudadanos. Se suele confundir educación con difusión y se prefieren las grandes y vistosas exposiciones a las pequeñas y múltiples participaciones ciudadanas; debería obligarse a que los "creadores" (siempre que no les entren unas ínfulas posrománticas) acompañen a los "recreadores" interesados explicando su taller y proceso creativo: ninguna exposición sin educación como la única manera de que haya cultivo y fructifique algo, es decir, cultura. Lo contrario es una cultura de espectadores, todo lo más "emancipados" a costa de conferencias ombligueras. Por otra parte, la educación debe incorporar la cultura, no como materia, sino como espíritu de comunicación, de comunidad. Es sabido que los universitarios somos de las personas más incultas del planeta: sabemos un poco de lo nuestro y casi nada de los demás. Una política cultural universitaria no debería consistir en la organización de actos sino en el acto de favorecer la comunicación de los saberes entre ellos mismos y, sobre todo, a la sociedad como reza en la mayor parte de los Estatutos.
Las nuevas tecnologías ofrecen a los ciudadanos unas posibilidades culturales increíbles. Tan solo hace falta cribar y mucha paciencia. Y no hacer caso: cualquier tonto puede afirmar que la culpa de todo la tienen las redes sociales. Cuídense más de estos otros: "la cultura es la herencia de una larga historia". A nada que se despisten les hacen un griego.