miércoles, 27 de noviembre de 2019

Apocalipsis entre amigos



Hay películas de los sitios en que siempre pasa mucho donde nunca pasa nada. Algo oscuro emerge a la superficie hambriento de vida sembrando el caos y ya nada será igual, acabe como acabe. Lo familiar se vuelve inquietante y da la bienvenida lynchiana: un cartel que es una lápida.



Cada director tiene una biblioteca audiovisual de querencias  y llegado su momento la muestra. El resultado puede ser algo dramático al estilo Godard o este revoltijo de Jarmusch a medio camino entre un cuadro disparatado de El Bosco y la estética retro de El Hombre Lobo en American Graffiti:  es la visualización irónica, nostálgica, divertida, a ratos truculenta, hablando, callando, del fin apacible posmoderno de Kundera, del apocalipsis entre amigos, incluida la familia.

No es que esa generación haya crecido y haga su película, es que esta de ahora ha vuelto y vive ahí, en los intersticios del cine, las colecciones, las citas, los guiños de complicidad, los recuerdos, no los de entonces, sino los más fuertes, los de ahora. Por eso, nada de lo que sucede les sorprende, es extraordinario: ya lo han visto en las películas de Romero, leído en los cómics, oído en las canciones; conocen los remedios y saben que la situación al final no tiene remedio. Para qué desesperarse. No da para una temporada. Fans de The walking dead, abstenerse. Es otra cosa.

El lado oscuro de la fuerza se ha materializado en el llavero que lleva el oficial de policía. Son trekkies con móvil que, cuando resucitan, buscan desesperadamente la wifi perdida. Al fin y al cabo, se nos dice, los muertos solo desean lo que amaron en vida, ni siquiera es prioritario degustar los menudillos de los vivos, aunque también dan buena cuenta de ellos. Pero es un acto de amor.

La película parece construida en torno a una música, pero es algo más. Es un cine sonoro en el que los músicos actúan y los actores son músicos, son ellos mismos, incluido el director, que no se resiste brevemente a los encantos de la autoficción: el autor de The passenger no necesita apenas maquillaje para convencernos de que es un auténtico zombi esquelético con chaleco, recordando otros cafés de otra película; el duende de sonrisa pícara, compositor de Clossing time (a ratos me parece oírla como auténtica banda sonora de la película) es un ermitaño que no pierde ripio del sindiós que pasa alrededor mutada su ventanita en los cuadros flamencos por unos prismáticos.

Es una sorpresa que todavía haya este tipo de cine, no ya de tiempo de muertos sino de tiempos muertos, de charla indecisa, que se toma su tiempo, el suyo y el de los objetos, siempre tratados con respeto en las películas de Jarmusch, mientras los lugares se vacían de seres vivos y ellos se quedan solos, a su aire, con los muertos que los recuerdan y anhelan.







domingo, 17 de noviembre de 2019

cinema is back to life


No es la sentencia final de un cineherido tras escribir un (otro) libro sobre la enésima y desconocida película de culto producida en Burkina Faso. Se trata, nada menos, que de la frase lapidaria con la que Werner Herzog resume su experiencia como actor en el primer episodio de la serie The Mandalorian de la factoría Disney. Susan Sontag se ha removido en su tumba.

Herzog no tiene empacho en declarar que no ha visto ninguna película de Star Wars. En realidad, nunca lo consideró cine, como tampoco su amigo David Lynch, escaldado después del fiasco de rodaje con Dune. Habría aceptado la colaboración en un comienzo por motivos alimenticios aunque pronto cambió de opinión. No por lo que puede interesar a los espectadores, la temática, sino por la tecnología revolucionaria (The Volume) con la que ha sido rodada y que, sospechamos, piensa le vendría muy bien para las espléndidas obras maestras en el género documental que ha venido haciendo. La tecnología culpable, entonces, de la diagnosticada "muerte" del cine sería, ahora, el medio para su reviviscencia. A eso se le llama pharmakon.

Mas allá de las pejigueras que los fanáticos de la saga galáctica puedan poner, lo cierto es que esta serie, de momento, con dos capítulos vistos, es una agradable sorpresa en el mal sabor de boca que dejaban en las últimas navidades las sucesivas (pre y se) "cuelas" de Star Wars.



Es una serie de estética ochentera con todos sus ingredientes: tecnología y mito de la mano; el color óxido de la nostalgia, del futuro pasado, de los futuros cumplidos; antihéroe medievalizante reconvertido en pistolero cazarrecompensas. Y algo que no puede faltar en las industrias culturales: es una serie con niño, aunque ya tenga 50 años, que cada vez se van más tarde de casa.