sábado, 6 de junio de 2015
miércoles, 3 de junio de 2015
viernes, 29 de mayo de 2015
el crítico
Una muestra de la buena salud del cine es la proliferación de revistas médicas dedicadas en exclusiva a estudiar la enfermedad en él. Sin menospreciar la relevancia científica de esos esfuerzos cabe también resaltar su importancia como imaginarios estéticos. Y es que la enfermedad en la pantalla es otra cosa. Sin ir más lejos, la lepra parece menos repelente si es la ocasión para el sublime sacrificio ("nosotros los leprosos") del padre Damián en Molokai de Luis Lucía (1959, en plenas "nuevas olas" franquistas); no importaría padecer un trastorno mental transitorio como Gregory Peck en Recuerda si ello incluye recibir los amorosos desvelos de la doctora Ingrid Bergman; tampoco pasaría nada por teñirse de pelirrojo como Kirk Douglas ("Espartaco, perro de Tracia...") para recrear su atormentada creatividad como improbable Van Gogh.
En esas películas se trata de la enfermedad en el cine, en esta del cine como enfermedad. Algo así ya era previsible cuando los primeros manifiestos del mismo lo declaraban como la nueva obra de arte total que penetraba toda la existencia. En los años 60 del siglo pasado la enfermedad del cine contagió a generaciones que llevaban una vida insana encerrados en sotanillos donde les proyectaban en la pared unas sombras sobre cuyo nefasto poder ya había advertido Platón.
Estamos ante una película sobre el platonismo en el cine, de la vida en la idea a la vida en la pantalla. Uno solo ve cine para poder escribir sobre cine, que no es lo mismo que uno solo escribe porque ve cine. Ya está dicho. Todo está muy bien (“No es fácil hablar tantas gansadas juntas” le dirá a Víctor Téllez el director ajusticiado por su crítica) pero la película es más complicada. Su director, Hernán Guerschuny, es crítico de cine en una prestigiosa revista argentina y esta es su primera película. Era muy propio de las nuevas olas francesas que no distinguieran entre su faceta como críticos de los Cahiers y como directores de cine. Tampoco, a veces, entre su vida y el cine. Ana Karina se quejaba de tener que representar al día siguiente en el plató las mismas escenas que la había hecho Godard en casa. Y eso acaba cansando, por no decir otra cosa. No olvidamos a Truffaut para quien, como los argonautas, hacer cine era necesario, vivir no.
Bueno, el momento de inflexión es cuando, después de visitar varios cuchitriles plebeyos con pretensiones, por fin encuentra el apartamento. "!Es este, es este!" le oímos exclamar embelesado ¿Qué le recuerda? París. A pesar de las dicotomías del pensamiento hay un vínculo entre el mundo ideal del cine y el degradado mundo real, una especie de puente: el apartamento. Déjenme decirlo en términos de Vargas Llosa colocado en situación parecida: "el apartamentito". Cumple el sueño de todo latino bien nacido: habitar, morar (para decirlo en heideggarés) frente al parque de Luxemburgo. Naturalmente, eso hay que pagarlo. Y aquí es donde entra el romanticismo con todo su ambiguo esplendor fenicio. El crítico rechaza lo cursi en la pantalla pero se derrite ante ello en la vida, como cualquier mortal. Basta con pillarle desprevenido y pulsar el resorte apropiado.
Víctor se pasa la primera parte de la película maldiciendo el cine romántico, ya se sabe, ironiza, el de finales felices tras las carreras de última hora, con lluvia, mucha lluvia, pelos y vestido en remojo (Desayuno con diamantes, gato, gato...) y beso de tornillo, a ser posible de puntillas y doblada una pierna en el abrazo para dar la impresión de éxtasis. También se admite la variante de la tercera edad en Cuando menos te lo esperas con Jack Nicholson y Diane Keaton. Es el cine emoción frente al cine tostón, opina su sobrina. Cine de razón frente a cine de emoción, corrige su tío.
Es de un director taiwanés explica Ágata, es como una búsqueda... aventura, ante su tío súbitamente interesado, para descubrirle regocijada que se trata de la grabación por la cámara del portero automático de la casa. No es preciso hacer sangre de ello. Todo el mundo tiene anécdotas de visitas a museos de arte moderno. En una de ellas un colega mío peroró incansable, erudita y argumentadamente sobre una instalación que, al final, resultó ser...la puerta del lavabo por la que se apresuró a cruzar una persona con urgencias urinarias. Bueno, quizá esto también formaba parte de la performance. Nunca se sabe.
Entre el terrorismo del gusto moderno y el gusto decadente romántico tiene que haber puentes. Y el director los va tendiendo poco a poco. Víctor va vestido de hombre concha existencialista: bien barbado, chaqueta con jersey estilo Camacho, zurrón en bandolera, un cierto desaliño indumentario; vive en un cubil de cajas apiladas y sonido de piqueta que anuncia algo que se está derrumbando; es cínico, aparentemente cerebral, pero su reciente divorcio le ha convertido en un gremlin de miradas, manos y boca que buscan compulsivamente la carne ajena. Cuando un antiguo ligue le agradece que acepte, a pesar de todo, dirigir su tesis, y empieza con los rollos cinéfilos propios del caso, se le echa literalmente encima provocando su huida espantada. Y claro, hay que pagar el apartamentito, por lo que acepta la oferta de escribir un guión de cine que antes rechazó. Bazin, se siente, y el libro sobre Godard tendrá que esperar.Ya está maduro para la causalidad de los encuentros casuales.
Lo suyo es que se le cruzara una mujer misteriosa y liante como Jeanne Moreau
En su lugar lo hace una variante de la pizpireta Amelie.
que le descubre cómo bajo "el caparazón de tortuga se esconde un niño"; que, ahora sí, llora como una Magdalena ante los finales felices y escribe una crítica entusiasta que merece el rechazo de sus compañeros, pero qué importa. Él es feliz o eso cree. La chica es de Madrid.
No lo cuento. Está muy bien resuelto. Víctor es un À bout de soufle, aunque ha corrido como un gamo, antes diez metros le hacían respirar como una cafetera. Pero era un crítico sedentario apartado de la vida. Después de mezclarla se convierte en un fenicio nostálgico. El director ha mostrado muy bien la ternura del lado ridículo de lo sublime en el crítico. Es posible que ya no tenga mucho sentido su figura como intermediario. Pero lo que muestra esta inteligente, divertida, magnífica película es que las películas solo merecen la pena cuando son intermediarias entre el crítico y la vida. Por otra parte, estar entre no es ser un intermediario de nada para nadie sino ir dando bandazos, eso sí, con una cierta dignidad.
viernes, 22 de mayo de 2015
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