“Ese panorama cero parecía contener ruinas al revés, es decir, toda la nueva construcción que acabaría construyéndose. Es lo contrario de la "ruina romántica", porque los edificios no caen en la ruina después de ser construidos, sino que se levantan en la ruina antes de ser construidos”. (Robert Smithson, A Tour of the Monuments of Passaic, New Jersey)
“¿Es, en suma, ese nuevo amor al que hemos llegado tras
alcanzar su precio cero un ser inédito, un monstruo nunca visto ni imaginado,
una criatura que de poder ser observada nos moriríamos ipso facto de susto y
placer, de horror y éxtasis, de perfecto odio y perfecta unión? […] El amor de
lo pura y absolutamente desconocido para nosotros los humanos. El amor de lo
radicalmente otro. (Amor cero)
“El esfuerzo que hay que hacer para que el amor emerja a
la ficción como sentimiento creíble es casi infinito” (Amor monstruo).
Ese panorama cero es un libro de micrologías, una cartografía de los amores en
la que se encuentran el remoto futuro del Apocalipsis y el remoto pasado del
Génesis. Pero el “Gran Apagón”, no es en rigor una distopía, ausente en estas
del amor que salva, tampoco una fácil regresión bíblica de romanticismo
genesíaco, siendo los contrapuntos entre él y ella (“plata y rubí”) recuentos
de un sexo sin pudor y vergüenza adánicos, de un amor táctil, algo novedoso en
el conjunto de la obra de Agustín Fernández Mallo. El Adán y Eva que surgen de
las ruinas de Venecia no provienen tanto de la ciudad física desmoronándose
como de la ficción de la bola de nieve que la encerraba y ahora, hecha añicos,
libera. El final es otro comienzo distinto del bíblico, el Amor sin
culpa, que no nace de la ruina de la culpa bíblica sino que es anterior a ella,
sin ella, el Génesis antes del Génesis. La culpa ha sido la ruina estéril del
misticismo romántico. No he encontrado en la cartografía del libro “Amor
místico”. Tampoco hace falta, pero es significativa la ausencia.
Más que una “novela filosófica”, como se anuncia en la
faja, sería una “fantasía exacta” de Agustín Fernández Mallo, “como un ratón en
la nieve, tratando de encontrar el corazón de una idea que me ayudase a
procesar lo visto y oído”. Es casi palpable en el libro la ebullición creadora
a la que está sometido el autor constantemente, la lucha tratando de procesarla
conceptualmente a través de la ficción. Al contrapunto se une el retorno, quizá
mejor, la espiral. Agustín no se olvida tampoco ahora de Trastorno de
Thomas Bernhard, de esa lucidez al borde, pero antes, de la locura en los
magníficos soliloquios del “embajador”, la clave. Esto configura una forma de
hacer que se hace todavía más patente en esta última entrega. Lejos de la
tuberculosis de lo rizomático (antiguas querencias teóricas) se menciona aquí
una y otra vez la experiencia gozosa de un pensamiento “enredadera”. Eso no parece filosofía. Es la posibilidad que emerge tras su ruina.
Merece la pena detenerse en ello. Este libro es una obra
sinestésica, poliestética, en la que entran en juego todos los sentidos al servicio de una sensibilidad cognitiva… de los objetos. Aunque afirma,
y tiene razón, que el gusto no es una cuestión estética, sino de supervivencia,
lo cierto (diría el personaje del profesor de latín) es que “sabiduría”, saber, viene
de sapere, de gustar, de que sabio, como ya dijo el poeta Petrarca criticando a los filósofos medievales, no
es el que cita más libros, sino el que tiene el gusto de las cosas, el que es
capaz de paladearlas conceptualmente, aunque sepan amargas. El gusto es el
único modo de supervivencia cultural: que te guste incluso lo que no te gusta,
pero que aprecias. La sabiduría es agridulce. El gusto de las cosas… pero, ¿de
qué cosas?.
Parecería que Fernández Mallo se contrae en algunos
momentos. Destacado como un pionero en la literatura de las nuevas tecnologías
en español (Jara Calles) expresa ahora ciertas reticencias: “No es el «Internet
de las cosas» lo que nos salvará de la soledad individual, sino el amor de las
cosas”. Pero no es el escrito de un viejo/a arrepentidos, muy común en nuestros
días, sino el testimonio de una fidelidad sin desengaños: Agustín ha sido
siempre un usuario que ha tomado a las tecnologías como herramientas, solo eso,
como aquellas que prometían aquello que cumplían: “hágalo usted mismo”. Hay que
recuperar los vídeos con el móvil de su peregrinación a la Spiral Jetty, al
lugar en que enloqueció Nietzsche, o el que le sigue en la “directísima” hacia
la cabaña de Wittgenstein: allí siempre aparece el humilde objeto sorpresa, el
cartucho gastado tras una tapa, la hoja volandera o el clavo escondido. En los
vídeos se oyen sus pasos, se ve la punta de los zapatos, testimonio de esa
necesidad de estar ahí. Hasta cierto punto. No es el viajero romántico. Llama
la atención que quien se ha pateado medio mundo, colgando sus zapatos en el
mítico árbol, renuncie a acercarse físicamente a Passaic, a cuatro pasos, por
pereza, y prefiera hacerlo on line. Para eso están también las tecnologías.
La enredadera, este libro, es la metáfora, expresión, del
Amor expansión, “planta enredadera cuyo destino es crecer sin tregua;
mejor dicho, sin remedio”. La característica de la enredadera es que no se
opone sino que se expande. No es “anti”, una forma deficiente de ser, sino que
suma, y en ello no está la sumisión, sino la diferencia. Tampoco es un
pensamiento dialéctico, estilo escuela de Frankfurt, sino platónico, de ese
Platón genérico que según Whitehead tiene a la Historia de la filosofía como
una nota de página. El cero, el no ser, no es la Nada, sino lo otro, ser otra
cosa, dice en el Sofista. En vez del “es” magro de la definición, es ser
esto y lo otro. Uno se describe, por lo que no es, el concepto más allá del
concepto, la ficción, la “fantasía exacta”. El no ser es el ser que se expande.
Más allá de la etiqueta de la “complejidad” y lo “relacional”.
Tengo la impresión, quizá infundada, de que Agustín con
este libro da un paso más en el método, en el camino, viendo agotados ciertos
paradigmas (Cortázar, Foster Wallace) algo que pudo producirse también en su
obra: las variaciones sobre lo mismo que pueden convertirse en lo mismo sobre
las variaciones. Pero ser “entre” significa tener en cuenta eso, dado por
categóricamente agotado y salvarse en lo “otro”. A ello apunta el Amor cero
antes citado, pero intentemos rebajar la seriedad de la cita. Recreemos la habitación del autor: un
cuarto de hotel con el canal de publicidad silenciado; aeropuertos que insiste
en llamar “no lugares” (hay una anécdota impagable en su obra sobre el no
aeropuerto inclinado de Salamanca); dejemos que se aleje de Jameson: “El así llamado capitalismo tardío no
es tal. El capitalismo no ha hecho más que empezar. (Amor capitalismo)”.
Todavía se puede escandalizar más a poetas que acaban de descubrir el marxismo
académico rentable: “el dinero es el objeto más poético que existe”. Decididamente, no le demos más vueltas, es una
“novela filosófica”.