lunes, 24 de septiembre de 2007

2. Pero, ¿quién es Pentesilea?



Quizá toda la clave de la obra, pero también del romanticismo, nos la da esta frase: “Todo pecho que siente es un enigma”. En vano se devanan los sesos Ulises y los reyes aqueos para entender al Aquiles enamorado, y lo mismo sucede con las amazonas ante el proceder frenético de Pentesilea. Pero Aquiles lo comprende perfectamente: “sé lo que de mi quiere esta divina criatura”. Y también sabe lo que él quiere: “ ¡De mí, darás a luz al dios de la tierra!/ Y Prometeo se elevará del lugar donde tiene su sede/ y anunciará al género humano:/ ¡He aquí a un hombre como yo lo quería!”. De la unión entre dos semidioses saldrá el hombre nuevo, aquél que buscaba Prometeo, en una versión del mito que le consagra como hacedor de hombres.

Pero éste no es el punto de vista de Pentesilea. Porque, a diferencia de Aquiles, no hay un amor fati, y el saber no juega aquí ningún papel para evitar la tragedia. La clave del desenlace final la tiene la suma sacerdotisa cuando afirma que Pentesilea: “no sucumbirá ante el adversario en el curso del combate, sino ante el enemigo que lleva en su seno. Y a todos nos arrastrará al abismo”. Bien sabe la reina de las amazonas que: “en mi alma sólo hay porfía, sólo contradicción”. Éste es el motivo secreto, la contradicción no lo anula, sino que la incita una y otra vez, movida en un sentido y en otro por la pasión. No olvidemos que en Kleist la característica de lo humano es el conocimiento, la conciencia. La de lo divino y lo inanimado en manos de lo divino es la falta de ella. Los discursos de la semidiosa Pentesilea son una mezcla de conciencia y de delirio. La conciencia, el conocimiento, es la salida del paraíso. La vida más perfecta es la del inconsciente, pero no quiere decir que sea mejor.

El lugar romántico es ese difícil espacio entre lo humano y lo divino. El romanticismo, queriendo superarlas en la visión de la totalidad, no hace más que agudizar las contradicciones y dualidades del yo moderno. En su modelo griego no hay redención a través de los hechos, sino destino que se cumple a través de ellos. Este punto, el destino, es clave. Lo interesante de la obra ( una dualidad característica de Kleist) es que, en el fondo, Pentesilea no tiene ninguna vocación trágica. No hay un amor fati. Su deseo, como todos los humanos, como los dioses, es la ventura, no el sufrimiento. Por eso dice: “Dicen que la desgracia purifica. /Yo jamás lo he creído, oh bienamada; /A mí siempre me ha enconado, sublevado/ con pasión, aún no comprendida,/frente a los dioses y frente a los hombres. […]/ ¡El hombre puede ser grande, heroico, cuando sufre;/ pero es divino cuando es venturoso!”.

No hay, pues, ni en el personaje, ni en el autor, una vocación de malditismo. Simplemente, no pueden aguantar más, y el dolor les rompe, o cabría decir, les suicida. No hay redención, purificación, ni tampoco alivio en el dolor, sino una profunda soledad: “Pentesilea. ¡Dolor! ¡Dolor! / Protoe. ¿Dónde?/ Pentesilea. Aquí/ Protoe. ¿Qué puedo hacer por ti?/ Pentesilea. Nada, nada, nada”.



Al descubrir que ha sido ella, y no Aquiles, la vencida, le echa los perros, le atraviesa con una flecha el cuello, hinca los dientes en el “blanco pecho” y se revuelca por el suelo rivalizando con sus perros en desgarrar y despedazar los miembros de Aquiles. Y así la encuentran: “Cuando yo llegué, / la sangre chorreaba de sus manos y boca”. La suma sacerdotisa la llama “monstruo”. Pentesilea se vuelve demente: cree que otro, y no ella, ha matado a Aquiles. Y cuando le hacen ver que no es así: “Pentesilea: “Entonces fue un error. ¡Besos o dentelladas!/ Cualquiera que ame de todo corazón/ puede confundir los unos con las otras”. Lo que , añade, se encierra muy gráficamente en la expresión: “te comería a besos”.

La clave de todo es la hybris que subyace al destino, que toda grandeza, excelencia, es trágica. Y, más allá de toda moralidad, es lo que encontramos también en las heroínas románticas: son demasiado grandes por su pasión Así lo resume bien su amiga Protoe en estas palabras finales de la obra: “¡Sucumbió porque estaba floreciendo/ con demasiada fuerza y gallardía!/ La encina muerta resiste el temporal,/ pero éste abate con estrépito a la sana/ porque puede hacer presa en su ramaje”.

sábado, 22 de septiembre de 2007

1.Pentesilea. La tragedia de los semidioses.

“Me es imposible seguir viviendo” (Kleist).


Ciertos modelos de dios-hombre tienen antecedentes griegos y cristianos. Mantienen viva una doble tendencia característica de nuestra cultura: la creación de mitos y su desmitologización. Es una cultura de héroes y perdedores, o más precisamente, una cultura de perdedores que todavía necesita a los héroes, aunque sea bajo la forma de perdedores.

Pentesilea es una figura de la mitología y también un personaje de Kleist. Es el mejor ejemplo de una vida en extremos, de la imposibilidad de unir los contrarios, del desgarro romántico, en suma, de una “magnífica miseria”. Es la belleza torturada por la pasión sin salida, es decir, trágica, sublime. Pentesilea fue escrita por Kleist entre 1806 y 1807. En ella expresó todas “las bajezas y todo el esplendor de su alma”.


Ambas unidas en la contradicción. Porque Pentesilea no es una figura ejemplar, pero sí grande, modélica, que cumplía en su destino el ideal griego de lo bello y bueno. Una figura que rompe tanto con los estereotipos de la modernidad como de la posmodernidad. Porque es grande sin medida, se extra-limita continuamente. El deber pone momentáneamente límites a su pasión por Aquiles, pero se revela todavía más irracional que ella. Y nos descubre el mecanismo oculto del amor: dos iguales que no pueden serlo, porque uno tiene que vencer al otro. El amor como donación sólo surge en el sometimiento del otro.

En el caso de Pentesilea, sus acciones, que parecen ser las de una demente, tienen su lógica, porque obedecen a esos impulsos contrapuestos, a los del amor y a los del deber, que además se cruzan, ya que debe vencer al que ama para poseerle, sin poder, a su vez, ser ella vencida y poseída.

Cuando Aquiles la vence, pero la engaña haciéndola creer que ha sido vencido, todo va bien, pero cuando se da cuenta del engaño, le mata cruelmente y despedaza con sus dientes rivalizando en fiereza con los perros: besos y dentelladas –le hace decir Kleist a Pentesilea- son lo mismo. Ése es el destino del amor: “te comería a besos”.

viernes, 21 de septiembre de 2007

el derecho a la venganza

José Luis Rodriguez García. El hombre asediado. Edilesa. León, 2007.

¿Camus en una editorial leonesa? Recibo el libro de la mano amiga que me lo reserva, y no puedo evitar la asociación al leer el título. Pero el autor es otro, José Luis Rodríguez García. La lectura, sosegada pero sin interrupción, me revela que no andaba tan descaminado. Es una novela que trata del dolor humano, no abstracto, sino en carne y hueso, como el que siente cuando le arrebatan al hombre sin nombre, brutalmente y sin sentido, a la mujer amada y al hijo pequeño, condenado a sobrevivirse como un despojo.

La narración avanza entrecortada por los fogonazos de imágenes instaladas en la memoria del presente, intensa y a la vez fluida, sin un punto y aparte, llena de ternura y de matices, de dudas, que nutren una escritura reflexiva y cercana.

A riesgo de parecer trasnochado me atrevería a decir que se trata de una novela escrita en clave generacional. En este caso merece la pena mantener la palabra generación, pues es algo que trasciende al ámbito puramente literario. Se trata, efectivamente, de la que se ha denominado como la generación de la transición a la democracia en España. A nivel europeo se puede asimilar a la que Kundera caracterizó como la generación del acto perdido. Una generación que amaba su destino, pero que su destino no la amaba a ella.

La novela trata de identidades, en términos adornianos, “dañadas”. Propia de los personajes trágicos de las obras de teatro de Sartre, cuya decisión plasmada en el acto definitivo resulta estéril socialmente y autodestructiva para el individuo. Y que, sin embargo, asumen las consecuencias de sus actos. Desde esta perspectiva, que un personaje se llame Althusser, el fondo y letra de las canciones de Brel, y Paris, siempre Paris, son algo más que un guiño cómplice.

El hombre asediado (por la inquietud, el dolor, el recuerdo) no tiene nombre. Las identidades dañadas no tienen espejos en su casa, llevan vidas sin rostro. En tales circunstancias emerge una y otra vez la pregunta en la novela: ¿hay derecho a la venganza?. Planteada en términos de los crímenes contra la humanidad, queda la duda, pero no parece haberla cuando tocan el último reducto del individuo: sus seres queridos. El diálogo entre personaje y autor sobre este punto tensa la obra, llevándola por vericuetos que no voy a desvelar para no privarles del placer de su lectura, que recomiendo vivamente.

lunes, 17 de septiembre de 2007

jueves, 13 de septiembre de 2007

Cine y modernidad


Jacques Aumont. Moderne? Comment le cinéma est dévenu le plus singulier des arts. Cahiers du cinéma, Paris, 2007.


El libro empieza recordando lo obvio: que la cuestión de lo moderno no es ya moderna; que ya no hay arte moderno sino contemporáneo; que la definición de arte es institucional: es lo que hay en las instituciones que lo promueven y lo exhiben. Desde este planteamiento, la modernidad del cine no se ve cuestionada en ningún sentido. Máxime al tener en cuenta su origen en la modernidad estética y en la modernidad industrial.

Pero sí se pone en duda que sea un arte moderno. Cuando se hace cine no siempre se pretende que llegue a ser arte. Y, además, no está generalizada su presencia en el museo y las instituciones legitimadoras del arte. Aunque sí es cierto que, cuando ha sido arte “moderno”, el cine no ha sufrido de manera tan acusada los avatares del arte en esta denominación.


En los años 70 se decreta el fin de la modernidad en el arte (de autor y de creación), y se inaugura una estética del reciclaje, de la cita, la memoria, la ironía, el guiño y la parodia. De modo que, según Aumont, en los años que van de 1985 a 1990 el cine comienza a hacer balance y se habla también ya de su muerte. Suponemos que es a título informativo, pero no deja de apuntar que, justo en 1981, es cuando la izquierda llega al poder en Francia.

A pesar de todo, es precisamente la índole de su modernidad lo que ha salvado al cine del descrédito. Porque no consiste para Aumont en el tópico de la mera búsqueda de la novedad, sino en el esfuerzo por ser contemporáneos, de nuestro tiempo. No hay, pues, en el cine moderno esa ruptura entre lo moderno y lo contemporáneo que se observa en el arte.


Esta sería la modernidad de Ciudadano Kane de Welles, la de Stromboli de Rosellini, y la de Godart en À bout de souffle. Una modernidad que siguiendo a Baudelaire busca lo permanente en lo efímero. Por ello, y a diferencia de otros artes, resalta Aumont que se pueden ver seguidas películas de diferentes épocas, teniendo menos la sensación de haber navegado en el tiempo que en estilos.

Puestas así las cosas, el cine sobrepasa las divisiones al uso, y ya no es ni moderno ni tampoco posmoderno: se ha convertido simplemente en contemporáneo, es lo “eterno contemporáneo”, productor de “novedad” y “actualidad”. Para Aumont si se habla de posmodernidad es en el sentido de lo posmoderno como conciencia de lo moderno. Y recuerda a Lyotard cuando afirma que en este sentido para ser moderno hace falta ser o haber sido posmoderno.



Por ello resulta interesante su apelación a Beck y a su “segunda modernidad” (1985) como perfectamente aplicable al cine de ahora: si en la primera el tren era tirado por la tecnología, ahora las amenazas son humanas, y se trata de controlar el progreso tecnológico. En ese contexto, ya a finales del siglo XX el cine es un pensamiento de imágenes, original y poderoso.

A diferencia de las artes que se han convertido en cosa de expertos, el cine de autor o de masas cuenta historias y quiere llegar al público. La modernidad del cine consistiría ahora en “auratizar el cine”, o en términos de Cassirer, “intensificar lo real”. Se trata de la pasión por lo nuevo, la creación, y el futuro. Un futuro no idealista, que no es el sacrificio, sino el proyecto del presente.