miércoles, 5 de noviembre de 2014

lunes, 3 de noviembre de 2014

viernes, 31 de octubre de 2014

jueves, 30 de octubre de 2014

Thomas Bernhard: la enfermedad de la vida en la mala leche.



La tesis filosófica es la vida como enfermedad y su descripción literaria consiste en una minuciosa escritura de la enfermedad de la vida. La experiencia de la segunda ha llevado a Bernhard a los “viejos maestros”, cuyos nombres aparecen con frecuencia en sus obras. No tanto a modo de citas (aunque las hay) como de consuelo y refugio (“¡Mi Montaigne, a quien quiero más que a nada!”) en un mundo hostil de incomprensión. Es la vida en su trastorno la que busca una forma de lucidez extrema llamada filosofía que da cuenta de su absurdo aunque no pueda remediarlo. Paradójicamente es la fascinación del absurdo la que le impide caer en la desesperación. En toda la obra de Thomas Bernhardt late el asombro por la increíble infelicidad del ser humano, la propia y la que causa a los demás. La maldad está en la propia naturaleza pero la malicia es el plus social de la insania que anida en la enfermedad.

La enfermedad tiene, pues, un carácter ontológico pero también social, y no solo eso, sino que es precisamente el entorno de la naturaleza y de la sociedad el que mata o, más precisamente, se suicida en el ser humano a través de la procreación, origen de todos los males. De ahí salen cuerpos golpeados y que golpean sin que pueda hablarse de responsabilidad. Ellos absorben todo el malestar y trastorno social que reciben en forma de agresión y lo devuelven analizándolo hasta el límite de la locura en una escritura circular. No son héroes, sino marionetas que, a diferencia de las de Kleist, adolecen de un exceso de conciencia. La enfermedad no tiene aquí el prestigio romántico de lo interesante sino que forma parte de un proceso de autodestrucción en el que consiste el absurdo de la vida. No cabe hablar en ese sentido de nihilismo, pues no se niegan unos valores para instaurar otros, sino de la voluntad de una mirada lúcida que, al no encontrar remedio para lo irremediable busca, al menos, entender, por más que en eso le vaya la vida en el pleno sentido de la palabra. No es una lucidez desesperada sino fascinada.

Este pequeño volumen es todo un concentrado de temas recurrentes en el resto de la obra de Bernhard. Por ejemplo, Reencuentro. Aquí encontramos la raíz de un estilo circular, de una respiración literaria  casi sin pausas y, lo que es más importante, la biología que sostiene a lo que se ha definido como ironía, paranoia, del estilo y de los personajes lo que, siendo cierto, es claramente insuficiente pues la causa, ya apuntada antes, es lo que vulgar (pero recogido por la RAE) se denomina lisa y llanamente mala leche. El personaje que habla en primera persona reconoce que la recibió de su madre y del esperma de su padre y él no puede por menos de compartir esos dos elementos en que se basa la generación irresponsable: intranquilidad y culpa, por más que los rechace vistos en los demás, especialmente en sus padres. 

No otra cosa que mala leche destila Bernhard en Mis premios, admirándose de que las barbaridades proferidas contra Austria y su gobierno en el acto de recepción hayan provocado una airada repulsa. En este volumen se pueden encontrar en Ardía una compilación de sus insultos más selectos contra Austria, especialmente Salzburgo, nido de xenófobos, antijudíos y nacionalsocialistas, al decir de Bernhard. No oculta que acepta los premios por dinero y que si no los rechaza, como sería consecuente, es porque irían a parar, así dice Bernhard, a cualquier inútil. Lejos de ser algo extemporáneo el autor se convierte aquí en personaje y revela que lo que el lector percibe en su obra como una tragedia es en concreto una comedia. No hay dignidad en la lucidez. Los artistas y depositarios de oscuros proyectos fallidos que aparecen en sus obras se revelan en el fondo como unos trastornados sin causa, pero con tiempo y dinero, al decir de la compasiva posadera de El malogrado.

Es conmovedor asistir a los últimos días de Goethe se muere. Un Goethe en horas terminales, incapaz ya de hallar ese punto medio que le hiciera famoso, funde y confunde tiempos, personajes y espacios y reclama junto a su lecho a Wittgenstein, repudiando al otrora fiel confidente Eckermann. El cuento acaba, como no podía ser menos, con una falsificación: sus últimas palabras no habrían sido Mehr Licht! (más luz) sino Mehr nicht! (ya no más), y habría preguntado por Bernhard.



domingo, 14 de septiembre de 2014

la insoportable levedad de la insignificancia



"Pasó junto al instructor y cuando estaba a unos tres o cuatro pasos de distancia volvió hacia él la cabeza, sonrió, e hizo con el brazo un gesto de despedida. ¡En ese momento se me encogió el corazón! ¡Aquella sonrisa y aquel gesto pertenecían a una mujer de veinte años! Su brazo se elevó en el aire con encantadora ligereza [...] Era el encanto del gesto, ahogado en la falta de encanto del cuerpo. Pero aquella mujer, aunque naturalmente tenía que saber que ya no era hermosa, lo había olvidado en aquel momento. Con cierta parte de nuestro ser vivimos todos fuera del tiempo. Puede que sólo en circunstancias excepcionales seamos conscientes de nuestra edad y que la mayor parte del tiempo carezcamos de edad"
                                        (La inmortalidad)

"—Cáncer…
Ramón tartamudeó algo y, torpe, fraternalmente, rozó con su mano el brazo de D’Ardelo.
—Pero hoy eso tiene tratamiento…
—Demasiado tarde. Pero olvida lo que acabo de decirte, no lo cuentes a nadie; vale más que pienses en mi cóctel. ¡Hay que seguir adelante! —dijo D’Ardelo y, antes de continuar su camino, alzó la mano a modo de saludo, y ese gesto discreto, casi tímido, tenía tal inesperado encanto que Ramón se emocionó"
                            (La fiesta de la insignificancia)


Las novelas de Kundera, como sus personajes, nacen de gestos, y en ellas el autor se convierte en actor a través de ambos. El gesto es el vacío, la belleza terminal de la gesta que ya nadie aprecia y, por ello, es tanto más encantadora. El gesto es la huella de los actos perdidos, del destino que amamos pero que no nos ama, de la vida que está en otra parte. La enorme simpatía de Kundera por lo terminal se contagia en la enorme simpatía por un Kundera terminal en esta novela.

Al final la insoportable levedad del ser es la insignificancia y "la insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia". No hay ninguna cosa en sí kantiana -filosofa su personaje Stalin- solo el mundo como voluntad y representación "y que, para hacer que exista esa representación, para hacerla real, debe haber una voluntad; una enorme voluntad que la impondrá". La suya, evidentemente, apostilla un Stalin ya sin voluntad, aburrido de esa pandilla de "Sócrates de alcantarilla" que le rodea. Únicamente Hegel le tienta a Kundera, porque "sólo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres, y reírte de ella".

Es lo que hace en esos encuentros casuales de los que nacen los gestos aromatizados con una belleza terminal que vence al tiempo. En ellos se pone de manifiesto el valor de la insignificancia y la "nocividad" de ser brillante. Esa levedad es posible en las novelas de Kundera si se cumple una única condición, la de no quedar aplastados bajo el cáncer europeo moderno que roe la existencia:"sentirse o no sentirse culpable", esa es la cuestión.

"—Aconséjeme usted cómo he de hacerlo —sonríe amargamente Tamina.
 —¿No ha tenido nunca ganas de marcharse?
 —Tuve —reconoce Tamina—. Tengo unas ganas tremendas de marcharme. Pero ¿adónde?
  —A algún sitio en el que las cosas sean ligeras como la brisa. Donde las cosas hayan perdido su peso. Donde no haya reproches.
  —Sí —dice Tamina soñando—, ir a algún sitio donde las cosas no pesen nada".
                                (El libro de la risa y el olvido)