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Cada vez que empleamos la palabra “sujeto” retrocedemos unos cuantos siglos. No pasa nada. Es sólo una muestra de que nuestra florida cultura está hecha de retales, a veces andrajos, del tiempo, zurcidos por el lenguaje. Lo mismo sucedió con otra palabra, “verdad”, hasta que los pragmatistas americanos sentenciaron que no es sino un ficción que funciona. Lo mismo ocurre con otro vocablo sacro, “realidad”, y así sucesivamente. Esos conceptos producen hoy día la misma perplejidad que el sonajero de huesos en el palo del hechicero. Se agitan con donaire y todo el mundo espera que suceda algo, pero el único acontecimiento es el que tiene lugar en el interior de los que creen ya en ello. Son algo así como lo que se decía de las antiguas posadas españolas en las que uno sólo come de lo que ya lleva.
Lo que se complica en el lenguaje resulta mucho más simple cuando acudimos a las imágenes. Bien es cierto que los filósofos andamos sobrados de imaginación, pero a menudo faltos de imágenes. Y no es porque no haya ocasiones. Lo más impresionante (al menos para mí) de las Obras Completas de Descartes es la frase en la que cifra el lema de su filosofía:
larvatus prodeo, “avanzo enmascarado”. He aquí el texto de los
Preámbulos:
“Los comediantes, llamados a escena, para no dejar ver el rubor en su frente, se ponen una máscara. Como ellos, en el momento de subir a este teatro del mundo donde, hasta aquí, no he sido sino espectador, avanzo enmascarado”.
Un texto multidisplinar y sugerente donde los haya, digno de merecer un detenido comentario en esos momentos auráticos de sosiego y lucidez que son las pruebas de Selectividad. Brindo la idea. Porque, seamos serios, ¿qué quiere decir el sujeto Descartes? ¿es un antecedente del Zorro? ¿de esas parejas de héroes masculinos del comic con pequeño y coqueto antifaz, quizá emparejados?.
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Las dudas sobre el sujeto Descartes y sobre el sujeto cartesiano se me desvanecieron al contemplar en la calle a las esculturas vivientes, esas estatuas hechas, no de madera, piedra o metal, sino de carne y hueso. La escultura viviente es la pura representación del sujeto como objeto. Y, sin embargo, es la más acabada presentación del sujeto cartesiano como substancia que permanece idéntica a través de los cambios, presencia constante en el fluir de tiempos y circunstancias.
La escultura viviente es la tensa quietud que espera el paso de la gente. Son personas que encarnan un personaje en sus vestiduras y en su cuerpo pintado, cubierto, nunca desnudo, por miedo a la pasma. Una escultura que es así pintura en tres dimensiones. Lo que narran se reduce a un único acto, el movimiento se congela en un solo plano, de modo que actúan sin actuar. Sirven como objeto de distracción, pero ellas no se distraen nunca.
La escultura viviente convierte por momentos el escenario urbano en escaparate de comercio. Sin embargo, el maniquí atrae la mirada por lo que lleva, la escultura viviente por lo que (no) es. Cansados de encontrar parecidos sólo percibimos la diferencia cuando nos topamos con sus ojos. Experimentamos un sobresalto. Las estatuas no tienen ojos, son ciegas. Tampoco es una diferencia insalvable: nos hemos acostumbrado a imaginar a los vates ciegos de la antigüedad como estatuas vivientes que profetizan.
El sujeto Descartes, el sujeto cartesiano, como las mejores esculturas vivas, es el oráculo de Delfos que nos dice, ocultándola, la verdad. Al fin y al cabo, todos están hechos de sustancia. Sólo hay que encontrar la ranura mágica, invisible a simple vista. Si les echas una moneda recibes un gesto agradecido pero, si les introduces muchas, entonces se arrancan
a capella con un recital sobre la modernidad líquida.