“Para terminar esta visión tétrita [sic]
citaré una procesión que vi en Rioja, donde hay una cofradía de disciplinantes
que se azota cruelmente, hasta correr la sangre, hiriéndose la piel con vidrios
rotos. En pleno siglo XIX casi en el XX sucede esto delante de un Nazareno el
Viernes Santo en San Vicente de la Sonsierra, cerca de Haro, donde se trasporta
uno a la Edad Media aunque por otro lado tengan luz eléctrica y se vean desde
allí los trenes modernos pasar diariamente por la estación de Briones a dos
pasos de distancia.
Es una procesión puramente para artistas […] Lo mismo que en
las plazas se pican toros, en aquel pueblo se pican hombres” (Émile Verhaeren y
Darío Regoyos. España negra. Imprenta
de Pedro Ortega, Barcelona, 1899, págs. 72 y 75).
De este libro ha quedado el título, el tópico, España negra, pero quizá se entiende mejor, o al menos de otra
manera, si se atiende a cómo ha sido escrito. Esta, la forma, contradice al
tópico de la recepción que esquematiza sus contenidos. Es un libro que surge de
un viaje de los dos amigos en 1988, aunque tampoco es exacto pues se intercalan
experiencias posteriores de uno de ellos. Se supone que el autor del texto es
Verhaeren pero pronto se echa de ver que Regoyos hace de intermediario
mezclando sus propias opiniones, a veces coincidentes, a veces distantes. No es
un mero ilustrador. Los autores se vuelven personajes y las identidades se
mezclan: el belga ejerce de español, mientras que el español hace de belga. El
resultado es ambiguo, complejo, se abre a diversas posibilidades.
Regoyos le propone a su amigo un itinerario de viaje por España,
selectivo, para que contemple la España “triste” y sus expectativas se ven
superadas cuando aquél, no solo lo secunda con entusiasmo, sino que lo
encuentra “hermoso”. Él, dice Regoyos, “buscaba un país triste” y se encuentra
una España negra cuyas dos notas esenciales son su amor a la muerte y a la
sangre, más precisamente, el culto por la muerte y el gusto por la sangre.
Regoyos va a documentar con sus dibujos esa visión, que él ha propiciado, pero
de la que se distancia en algún momento por considerarla exagerada. Las
diferencias, y no son menores, radican en el gusto estético: Verhaeren la
considera “hermosa” y Regoyos “interesante”. Verhaeren está “loco de
entusiasmo” ante la visión de los caballos despanzurrados por las astas de toro
mientras que Regoyos ha pintado varias veces lo que denomina el “carro de
Delacroix” de los pobres caballos muertos en la corrida acarreados luego para
sacarles la manteca.
Regoyos cierra el libro con el episodio de la procesión en San Vicente de
la Sonsierra. Le habían hablado de ella y decide ir a verla. Aquí el literato y
el pintor se funden, la palabra es imagen y viceversa, dando como resultado un
texto pictórico. Es significativo que acabe diciendo que “es una procesión
puramente para artistas”. Lejos de estetizarla Regoyos intenta describir lo que
para él es incomprensible: esa contradicción de progreso tecnológico en las
afueras y de primitivismo dentro. No denuncia unas prácticas aberrantes
producto de una fe religiosa, no sale este término como tampoco la mención
acostumbrada al papel de la Iglesia en el atraso del pueblo. Lo que le fascina
y encuentra “interesante” como artista es, además de la contradicción
mencionada, el espectáculo de “pesadilla macabra” de una horda demente, de
fanáticos, locos y poseídos, que se agita en la cima inhóspita de una peña
barrida por el viento, al son de una música estridente, sin rezos pero con
cantos, azotándose a sí mismos. No encuentra razones pero sí consecuencias ya
que el “picao” “es un buen partido para las muchachas y un valiente entre los
hombres”. El vínculo entre las corridas de toros y esta procesión es una
adicción, la necesidad de sangre. Pues, según le cuentan, los que se han
“picao” un año en los sucesivos “sienten la necesidad de aquella sangría
brutal”, y se ponen malos si no lo logran, obteniendo placer en el caso
contrario. Este aspecto, el placer a través del sufrimiento, hace que ambos,
procesiones y corridas de toros, sean acontecimientos que acaban convirtiéndose
en una fiesta.
Aunque pudiera
parecerlo el modo de mirar de Regoyos, como “artista” no es sesgado y tiene,
además, el valor de reconocerlo; no analiza conceptualmente sino que describe
cómo le afecta emocionalmente lo que elige ver. El resultado es una identidad
emocional expresada en imágenes que funcionan como símbolos suyos. La portada
del libro lleva la imagen de una anciana con manto que aviva con un fuelle las
ascuas de un brasero: un pasado sin presente ni futuro.
Como se apuntaba
al comienzo de este análisis una de las facetas más interesantes del libro es
que nos permite asistir a la elaboración de una marca, la España negra, estetizando una parte de la realidad y
convirtiéndola en totalidad. Como es sabido el color negro es acromático y se
define, más que por una presencia, por ausencias. Es una potente ceguera para
lo otro debida a la ausencia de luz. O a una interpretación nihilista de la
misma por sobreexposición, ya que ambos amigos perciben la luz de Castilla como
una negrura que roe el paisaje y la gente. Esta visión estetizada de España
entrará en el juego de la “Vieja y nueva política” que debate la emergente
generación de 1914 española.
Formaban parte de la tradición de la España
negra dos ingredientes esenciales estrechamente unidos: apreciaban las
corridas de toros y las procesiones y despreciaban la cultura y la educación. Conviene
refrenar actualizaciones apresuradas. Tan solo indicar algunos cruces de unos y
otros. En 2015 se aprobó la ley por la que se declaraba a las corridas de toros
Patrimonio Cultural Inmaterial. Por tal entiende el Ministerio del ramo:
“Patrimonio Cultural Inmaterial (PCI) es toda manifestación cultural viva
asociada a los significados colectivos compartidos y con raigambre en una
comunidad […]Además, en el patrimonio cultural inmaterial puede permanecer
viva, a su vez, una experiencia estética en la que intervienen referencias
sensoriales: auditivas, visuales, táctiles, odoríferas y gustativas”
Es difícil entender en neuroestética que pueda existir una experiencia
estética “inmaterial”, sobre todo si intervienen las “referencias sensoriales”
mencionadas. En el caso de las corridas de toros parece especialmente
inapropiado. Lejos de concitar la unanimidad que se supone subyace a la
denominada “fiesta nacional”, esta se encuentra periódicamente en el centro de
agrias polémicas.
En la discusión en torno a las corridas de toros se destacan por unos su
valor económico, ecológico y de identidad cultural, mientras que para otros se
trata lisa y llanamente de una salvajada con ritual. No puede ser descalificado
como un arte de masas toda vez que en su defensa han intervenido intelectuales
de diverso espectro ideológico con argumentos cruzados y citas de autoridad
apoyadas en sesudos filósofos. No están muy lejanos Cursos de Verano de Universidades
en las que algún filósofo ilustraba la inimaginable relación entre Lacan y los
toros con el sobrio asentimiento del diestro allí presente.
La prensa taurina suele ser florida en sus adjetivos pero se desmelenó
ante un fenómeno (ahora cuestionado) de la tauromaquia como es José Tomás. Su
valentía en los ruedos guarda paralelo con su republicanismo fuera de ellos y a
los elogios de los puristas suma brindis poéticos como el de Sabina con
su “De purísima y oro”. No se conocían, sin embargo, sus lecturas de Hegel,
puestas de manifiesto en su libro Diálogo
con Navegante, y que han provocado el pasmo de propios y extraños. Más allá
de lo genuino de la cita sí que es cierto que la postal con la que gustaba
felicitar podía servir perfectamente de cubierta para la Fenomenología del Espíritu de Hegel.
“Yo tengo asumido por mi educación taurina [le decía
José Tomás a Navegante] que os tengo que pagar un tributo. Y digo con
normalidad cada vez que ha llegado, y lo digo en esta ocasión, que así ha sido.
En el momento en el que no estaba claro el futuro de la pierna, lo único que
podía era agradeceros [a los toros] todo lo que me habíais dado. Eso sí, iba a
poner todo lo que estaba en mi mano porque lo demás estaba en las de los
doctores, como lo estuvo en el momento de la cornada para poder recuperarme y
volver a sentiros cerca. Fue un camino largo, muy largo e intenso, muy intenso.
De mucha incertidumbre que me hizo crecer como persona, que me hizo crecer como
torero. Porque tuve que profundizar en las formas y, como dijo Hegel, "en
arte la forma es el fondo"
(Para la postal: http://blogs.elpais.com/ladrones-de-fuego/2012/08/jose-tomas.html)
Estos cruces a los que aludía antes no deberían ser magnificados. Siguen
existiendo las procesiones y las corridas de toros, el desprecio por la cultura
y la educación. Pero las circunstancias han cambiado y también el simbolismo de
los imaginarios estéticos cuando no su existencia misma. Las procesiones son
eventos de socialización e industria cultural voluntarios en que, exagerando,
media España acude a ellas y otra media huye buscando otras formas de descanso
vacacional. Las hay muy variables desde las publicitadas como de “acendrada”
religiosidad a las lúdicas como la Cofradía de nuestro padre Genarín de León. En
cuanto a las corridas de toros no dejan de ser un espectáculo de violencia
estetizada, similar a otros que, por ejemplo, en las pantallas no despiertan
tanta controversia, aunque quizá sea cuestionable la demanda de subvenciones públicas
para satisfacer su disfrute. Por otra parte, en Francia ya le han retirado en
2016 la consideración de Patrimonio Cultural Inmaterial a las corridas de toros
por presiones de los antitaurinos. Es cierto que siempre resulta insuficiente el
presupuesto educativo pero también cabe preguntarse, ante su magnitud, por la
crónica insuficiencia de sus resultados; a la muy loable reivindicación de un
Ministerio de Cultura cabe añadir la extrañeza por su inutilidad ya con solo
una Secretaría de Estado.
Lo llamativo de la pervivencia de España
negra hoy no es la discutible presencia y valoración de esos fenómenos sino
el estilo, la tendencia a ver todo en negro. A diversos acontecimientos se les
llama fiesta nacional pero la auténtica fiesta a través de las épocas es la
fiesta que se da media España haciéndole la autocrítica a la otra diciendo que
siempre está de fiesta. Resultado: España equivale a fiesta, de ahí su innegable
atractivo para los que vienen de fuera y causa de perdición para los de dentro.
Si, además, se sazona con anécdotas como las de aquél pueblo que en plena
crisis económica prefirió dedicar el dinero público a las corridas de toros en
vez a los parados, cualquier leve sospecha se torna en certeza inamovible. En la
retina están las imágenes de turismo etílico de ciertos pueblos de la costa
española promocionado con reclamos en los que se les promete a los guiris
británicos ponerse literalmente ciegos con productos de garrafón a unos pocos
euros. Las escenas televisivas de sordidez vomitoria y mingitoria habrían hecho
retroceder a los avezados cronistas y pintores de la España negra. Por otra parte, ¿alguien con sentido común puede
creerse que los españoles se pasan el día cocidos tocando la guitarra y
durmiendo la siesta mientras la economía marcha por sí sola?
Hay una tradición española de intelectuales para los que la palabra
crítica significa demolición. Son los “auténticos”. De la España negra se pasó
a las dos Españas, y de España como problema al de la inexistencia de España ahora.
Parafraseando a Machado lo que hiela más el corazón no es tanto esa España como
esa manera de mirar a España.
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