Las distopías de aquellos años no son tanto advertencias sobre el riesgo de las utopías consumadas como una desconfianza sobre las posibilidades de los ciudadanos de configurar su futuro en democracia. Convierten el futuro en futuro pasado y con ello condenan a la impotencia al presente. Cifran la redención de un totalitarismo tecnológico (en apariencia inevitable) en “elegidos” que nadie ha elegido. Ya entonces esta ideología neocon era puesta en evidencia subrayando cómo los impulsores del progreso tecnológico de y en Silicon Valley se solazaban en sus bien defendidas urbanizaciones imaginando catástrofes tecnológicas que no tenían nada que ver con el real aprovechamiento ciudadano de las biotecnologías, por ejemplo.
El ágil periodista visita uno de los centros educativos donde estudian los cachorros de los gurús digitales”, la Waldorf School, y se maravilla comprobando que “no hay detalle alguno en esta clase que pudiera desentonar en los recuerdos escolares de un adulto que asistió al colegio el siglo pasado”. Para concluir con esta reflexión edificante, no se sabe si indignada, deposición del mejor populismo: “Mientras los hijos de las élites de Silicon Valley se crían entre pizarras y juguetes de madera, los de las clases bajas y medias crecen pegados a pantallas”. Es la nueva brecha, ya no digital, sino de madera. ¿Más madera?
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