Primero unas consideraciones generales y dejo para otro
día la mención específica a España.
Aprovechando la pandemia los peligros parecen haberse multiplicado:
la antítesis virtual/real finisecular se ha rejuvenecido con la próxima pérdida
total de la presencialidad en la disolución on line; el control digital a
través de nuestras pobres huellas de usuarios no deja escapatoria; el sin dios
de las redes sociales es la ley de la selva; las grandes plataformas se lucran
con nuestra sangre digital y monetaria dejando pálidas las distopías ciberpunk.
Son minucias que el éxito de la vacunación haya combinado la presencialidad de
admirables sanitarios con grandes bases de datos que hicieron posibles las llamadas y emisión de
pasaportes digitales, que las redes sociales hayan paliado el encierro físico y
mantenido la comunicación, que las biotecnologías hayan posibilitado en poco
tiempo las vacunas…, El caso es quejarse. Sin embargo, tamaña ceguera en el
pretendido humanismo llorica no es casual y da que pensar.
Forma parte de un contexto más amplio que pervierte el
humanismo tecnológico cuando se apresta a defenderlo. La ignorancia del
humanismo clásico y moderno (más allá de cuatro citas), la carencia de una
teoría de las tecnologías ligada a su complejo uso en el presente, el sesgo en
los análisis y la globalidad descalificatoria en las conclusiones arrojan
serias dudas sobre la validez del método empleado: una crítica totalitaria de
la totalidad. Es decir, antihumanista. No hay que confundirse cuando conceden
que no todas las tecnologías son malas, que todavía puede haber remedio, que
tiene que haber un pacto. No hay que confundirse, no están reviviendo el
proyecto humanista e ilustrado de McLuhan de “pilotar” y “torcer” el signo de
las tecnologías mediante el arte, creando nuevos entornos.
Aunque, como
veremos, se trata de una cuestión de estética política. Con una trampa lingüística
que, no por repetida, es más evidente. Todo lo contrario.
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