Podía ser uno de los cuadros de Friedrich. No hay monjes melancólicos, son estacas que delimitan un paisaje de muerte. No hay lugar a sublimación, sino al peso de la sordidez.
"Su carencia de realismo consiste en considerar a los alemanes como un bloque soldado que irradia heladas emanaciones de nazismo, y no como una multitud variopinta de individuos hambrientos y temblorosos de frío [...] Cuando se vive al borde de la muerte por inanición no se lucha en primer lugar por la democracia, sino para alejarse lo máximo posible de ese borde" ( Stig Dagerman, Otoño alemán. 1946)
Acostumbrados a una visión de la postguerra llena de libros sobre la culpabilidad alemana y de imágenes fílmicas de bestias rubias, el pequeño libro de Dagerman (entonces un joven sueco de 23 años) rompe todos los esquemas ideológicos con la observación directa de la miseria del pueblo alemán. La película del director danés Martin Zandvliet muestra otra cara del día después de la ocupación alemana de su país. En la postguerra, 2000 soldados alemanes fueron obligados a realizar la limpieza de 1.500.000 minas de la costa oeste de Dinamarca. Muchos de ellos unos muchachos. El paisaje blanco de playas, ralo de la naturaleza en dunas, tornasolado en el mar, se estrella con esos rostros de los casi todavía niños, madurados por los golpes y las humillaciones. Los dos son paisajes de la desolación en un contraste reiterado entre los planos generales de la naturaleza y los primeros de los muchachos cubiertos de suciedad y llenos de miedo.
Solo quieren volver a casa y llaman a su madre cuando una mina estalla y despedaza el cuerpo
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