“Resulta
inconmensurable la capacidad que tienen los detalles para fijarse en la
memoria, generar años más tarde un verdadero corpus sentimental”.
Galletas Artiach
y arándanos, pero no es Proust; tenaces garrapatas que esperan alojarse en el mismo
sitio a través de tiempos distintos; viaje de niño y cerdo, escorzo sentimental
de la trillada historia de la guerra civil; padre y cerdos/vacas, miradas que se cruzan en
escritura de viajes como viaje a la escritura, 1967 y 2010, Kansas; habitación 405, página en blanco con un enlace
web, los dos como nodos de memoria, del hijo y del padre; pantalla vacía de
persona contemplada durante horas después de un Skype de cinco minutos,
narración minuciosa de los objetos que se ven ella. La memoria del hijo arranca
con la desmemoria del padre, bien entendido que “la memoria es literatura o no
es”. Todos esos detalles (y más) han generado un “verdadero corpus sentimental”.
Tres palabras que, cada una de ellas, son aquí un enigma, por muy conocidas que
resulten en general y raras en la obra de Agustín. ¿A qué se refiere con “verdadero”?
Antes de comenzar a leerlo me
encontré con dos libros distintos: el de la solapa exterior con el título y la
fotografía y el de la página que abre el interior con el subtítulo. El primero
es del Agustín que conocemos: nunca dejará el juego posmoderno de las
ocurrencias, el magma de ideas, el vértigo de las redes y el asombro de los
hallazgos inesperados; el segundo me trajo enseguida a la mente otra imagen, la
de Una historia verdadera, de David Lynch. Una película firmada por él,
que nadie sospechaba en su extraña filmografía, espléndida, como este libro.
Al que ha caracterizado Agustín como “su libro más personal e íntimo”, pero quizá no
más emotivo y efusivo, si volvemos sobre pasajes de El libro de todos los
amores. También el de más fácil lectura, dicen, pero que he tenido que leer
varias veces, atento a ese “desdoblamiento” metódico, sobre el que nos advierte
en varias ocasiones, y que lo hace mucho más complejo de lo que aparenta. Y en
él prevalece la pulsión de filmar, incluso en los momentos más inapropiados, en
una suerte de caligrafía antes de pasar a la escritura. Más que en el texto
están ahí “las imágenes de mi vida”.
El libro es en su conjunto un titánico
esfuerzo de reapropiación con una técnica particular. Llama la atención que, siendo
una meditación de la identidad, hecha de preguntas, haya una ausencia de
nombres propios, del padre, madre, hermanas, cuñados y de su “entonces
esposa”. Hay como un pixelado de esas imágenes familiares, tampoco apreciamos mucha
definición en las analógicas de los viajes que se reproducen en el libro. Pero,
si en lo que llaman ahora “la nueva estética”, es la ficción la que pixela lo
real, es aquí la vida la auténtica ficción (más fuerte incluso que ella) la que
construye en los detalles esa historia verdadera. Nombrar es apropiarse, pero
en esta reapropiación se borra ese nombre propio, se renuncia a la posesión en
favor de la mirada diferente. Aquí la ha descrito Agustín como la del
“entomólogo” que intentara ver, desde fuera, a un “ovni”, su padre. No ha
debido ser fácil esa mirada hacia un padre que define como “moderno”, amante
del progreso y enemigo de las novelas, pero coleccionista de los éxitos de su
hijo. Y este solo al final de su vida se percata de lo que tenían en común: “me
resulta extraño”. Volvemos así al resto
de las tres palabras. Lo de “sentimental”, que da cuenta de toda una educación
sentimental, no cabe confundirlo con sentimentalismo, lo que no obsta para que
eche de menos la sentimentalidad en el padre cuando era niño y adolescente. Y
lo de “corpus… Hace falta el término latino para significar algo más que el
cuerpo presente”: “Habitación 405. La máquina de carne continúa realimentando a
la máquina abstracta”. En esa habitación el texto adquiere su carácter de
textus, de tejido vital.
En cierto modo, el libro es un viaje
a una particular Pompeya, a las cenizas de los muertos, “traerlas al hoy para
ver cómo construyen nuestro presente”. El cemento hecho de cenizas acaba siendo
una de las metáforas más potentes del libro; de ese singular trenzado entre
duelo y obra. Según fragua, dice Agustín, ese cemento va perdiendo calor y así
ocurre en las grietas del libro, especialmente al final. Por las grietas de la
posmodernidad cerebral, la querencia por lo conceptual, la ironía, (imagen de
portada, título del libro, viajes que se solapan y recrean, miradas de y a las
vacas/cerdos) asoman vacíos que sobrecogen, lo que dice mucho de la honestidad
del libro y lo apropiado del subtítulo. Uno de ellos es la confesión de no
haber leído hasta después de muerto la autobiografía que le regala su padre. Se
arrepiente, pero no deja de ser coherente con la tesis del libro: la vida es
más fuerte que la ficción, pero esta solo nace de la muerte. “¿Quién hay ahí?”.
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