La entradilla admite variantes: es una extraordinaria película, a pesar de ser de Nolan, por ser de Nolan, no lo es por ser de Nolan. Algo de todo eso hay. Depende de las preferencias. Para quien le gusten las películas de Nolan encontrará aquí algunos ingredientes de las anteriores: misticismo barato sobre la luz negra, frases de blockbuster que nunca faltan (“el poder está en la sombra”), imágenes finales kitsch de apocalipsis nuclear integrado. Lo que no obsta para que sorprenda con el magnífico manejo de los tiempos en la preparación del estallido de la primera bomba atómica en Los Álamos, la sobriedad y renuncia a fuegos artificiales y explosiones cósmicas en su visionado. Ahí sí que se acerca al biopic, pero no nos engañemos. Nolan es Nolan. Si renuncia a los galimatías tipo Escher de Inception, no puede evitar que la película sea, una vez más, sobre sí mismo. Y la marca de la casa, la estética de sus blockbusters, es el romanticismo oscuro. Si adopta la forma de biopic, el caballero tiene que ser “oscuro” y sufridor. Vaya por delante que la fórmula suele tener un poder irresistible para el personal, mecido por débiles emociones contrapuestas y bien administradas, junto con un puntito, una pequeña dosis, de sublime, que le compensa el no entender casi nada de lo que está viendo.
La estructura narrativa de la película no
es lineal, sino circular, como era previsible en el enfoque del director. Decía
antes que no era un biopic en sentido estricto y menos si se compara con el
magnífico, en todos los sentidos, documental que ha salido este mismo año sobre
Oppenheimer. A Nolan no le interesan, por pedestres, los enfoques sociales,
políticos e incluso personales del tema. Lo que le interesa en ese contexto de
romanticismo oscuro es la dimensión mitológica del mismo.
Y así, desde el comienzo, oscilamos entre
Ozymandias y Prometeo. Ante la trucada Comisión se van mostrando los pedazos
gigantescos de la estatua del que se vio a sí mismo (siguiendo la tradición
india) como el “destructor de mundos” y, simultáneamente, se reconstruye para
el espectador la figura del “Prometeo americano”, padre de la bomba atómica,
que dio a sus compatriotas la posibilidad de ganar definitivamente la guerra
contra Japón. No deja de aparecer también como un “moderno” Prometeo, con todas
sus ambigüedades, víctima y verdugo a la vez. Muy propio del relativismo
posmoderno de Nolan al que le encantan los héroes del mal, pero sufridores. Este enfoque cuela con el
espectador, no con los obtusos militares y políticos estadounidenses que no
entienden muy bien por qué “Opi” quería tener la bomba atómica antes que los
nazis, arrojársela a los japoneses para acabar antes la guerra y ahora hace
melindres pacifistas frente a la carrera armamentística de la Unión Soviética. ¿Por
qué ahora en la guerra fría no le sigue valiendo el principio de la “violencia
razonable”? Por otra parte, “Opi” no condenó las matanzas de Hiroshima y
Nagasaki, aunque las deplora. Y es muy sintomático.
Godard tildó de pornografía emocional que
en Hiroshima mon amour Resnais hubiera puesto en primeros planos escenas
eróticas de la pareja y cuerpos destrozados de japoneses por la explosión
nuclear, equiparándolas icónicamente, amor y terror. Nolan ahorra estas últimas, pero mete, sin que venga a cuento, a Opi realizando un coito a capella
delante de la Comisión, no es un flashback sino en directo. Otro pellizco, en
forma de provocación visual, marca de la casa. No hay imágenes del genocidio,
tampoco se condenan, solo un tenue lamento, los efectos colaterales. Lo
que queda en la retina es un Prometeo americano traicionado y castigado por haber hecho
bien su trabajo y un poco cansado de la ingratitud de los seres humanos.
¿Verdugo? A estas alturas de la larga película no vamos a ponernos así,
dejémoslo en víctima… del destino, versión griega. Ese que acaba castigando a aquellos que lo
cumplen huyendo de él (yo no quería…). Solo le quedaría rematar, con Sartre, que el
infierno son los otros, es decir, los políticos. Nunca falla.