lunes, 17 de septiembre de 2007

jueves, 13 de septiembre de 2007

Cine y modernidad


Jacques Aumont. Moderne? Comment le cinéma est dévenu le plus singulier des arts. Cahiers du cinéma, Paris, 2007.


El libro empieza recordando lo obvio: que la cuestión de lo moderno no es ya moderna; que ya no hay arte moderno sino contemporáneo; que la definición de arte es institucional: es lo que hay en las instituciones que lo promueven y lo exhiben. Desde este planteamiento, la modernidad del cine no se ve cuestionada en ningún sentido. Máxime al tener en cuenta su origen en la modernidad estética y en la modernidad industrial.

Pero sí se pone en duda que sea un arte moderno. Cuando se hace cine no siempre se pretende que llegue a ser arte. Y, además, no está generalizada su presencia en el museo y las instituciones legitimadoras del arte. Aunque sí es cierto que, cuando ha sido arte “moderno”, el cine no ha sufrido de manera tan acusada los avatares del arte en esta denominación.


En los años 70 se decreta el fin de la modernidad en el arte (de autor y de creación), y se inaugura una estética del reciclaje, de la cita, la memoria, la ironía, el guiño y la parodia. De modo que, según Aumont, en los años que van de 1985 a 1990 el cine comienza a hacer balance y se habla también ya de su muerte. Suponemos que es a título informativo, pero no deja de apuntar que, justo en 1981, es cuando la izquierda llega al poder en Francia.

A pesar de todo, es precisamente la índole de su modernidad lo que ha salvado al cine del descrédito. Porque no consiste para Aumont en el tópico de la mera búsqueda de la novedad, sino en el esfuerzo por ser contemporáneos, de nuestro tiempo. No hay, pues, en el cine moderno esa ruptura entre lo moderno y lo contemporáneo que se observa en el arte.


Esta sería la modernidad de Ciudadano Kane de Welles, la de Stromboli de Rosellini, y la de Godart en À bout de souffle. Una modernidad que siguiendo a Baudelaire busca lo permanente en lo efímero. Por ello, y a diferencia de otros artes, resalta Aumont que se pueden ver seguidas películas de diferentes épocas, teniendo menos la sensación de haber navegado en el tiempo que en estilos.

Puestas así las cosas, el cine sobrepasa las divisiones al uso, y ya no es ni moderno ni tampoco posmoderno: se ha convertido simplemente en contemporáneo, es lo “eterno contemporáneo”, productor de “novedad” y “actualidad”. Para Aumont si se habla de posmodernidad es en el sentido de lo posmoderno como conciencia de lo moderno. Y recuerda a Lyotard cuando afirma que en este sentido para ser moderno hace falta ser o haber sido posmoderno.



Por ello resulta interesante su apelación a Beck y a su “segunda modernidad” (1985) como perfectamente aplicable al cine de ahora: si en la primera el tren era tirado por la tecnología, ahora las amenazas son humanas, y se trata de controlar el progreso tecnológico. En ese contexto, ya a finales del siglo XX el cine es un pensamiento de imágenes, original y poderoso.

A diferencia de las artes que se han convertido en cosa de expertos, el cine de autor o de masas cuenta historias y quiere llegar al público. La modernidad del cine consistiría ahora en “auratizar el cine”, o en términos de Cassirer, “intensificar lo real”. Se trata de la pasión por lo nuevo, la creación, y el futuro. Un futuro no idealista, que no es el sacrificio, sino el proyecto del presente.


viernes, 7 de septiembre de 2007

Belleza y multiculturalismo.3.

La clave del planteamiento parece estar en la cita inaugural de Sobre la belleza, “nos negamos a ser el otro”, perteneciente a H.J. Blackham. Cabe tomarla en dos sentidos: en el ya citado de conflicto de generaciones, pero también y especialmente en el rechazo al multiculturalismo.

Respecto a lo primero, ya señalé en la anterior entrada la diferencia de posturas en cuestiones relativas a la identidad, que inciden ahora en el tema del estilo de vida. La novela es una mirada divertida sobre las miserias de los adultos, patosos, inconsecuentes y desvalidos. Tal es el caso de Howard Belsey, profesor de Estética y Teoría del Arte, empantanado en una investigación sin salida (y sin libro) sobre Rembrandt, pero con una sexualidad de mandril. Y que tuvo unos “pocos años dorados en los que creía que Heidegger le salvaría la vida”.

En cierto sentido, Sobre la belleza es una novela de campus, donde se ridiculiza a los académicos como a personas de otra galaxia, (“no tenían ni idea de qué demonios hacían”, “en las universidades la gente se olvida de cómo se vive”) entregados a paladear las escasas gotas de rocío obtenidas en la búsqueda de reconocimiento personal, y dedicados en los ratos libres (que son muchos) al apasionante deporte de zancadillear al colega. La descripción del shopping de la primera clase, destinada a extender la mercancía del curso, para conseguir clientes, ya que no adeptos, es memorable.

Pero, junto al humor, hay una mirada irónica, políticamente incorrecta, sobre quienes sufren las discriminaciones, pero no se benefician de ellas, mientras que los que están a cubierto obtienen beneficios. Lo que se traduce en un no disimulado choteo de los departamentos universitarios estadounidenses que se dedican a y viven de la discriminación positiva.

En esa clave de caminar en el filo de la navaja se inscribe la exposición de las ideas (reaccionarias) del profesor Kipps (bestia negra de Belsey en todos los sentidos) que hace Zadie Smith. Por ejemplo: “que la igualdad era un mito y el multiculturalismo, un sueño fatuo”, llegando a sugerir “que, con harta frecuencia, las minorías exigen una igualdad de derechos que no se han ganado”. O la tesis estrella de Kipps: mientras fomentemos una cultura del victimismo, seguiremos educando víctimas.

Pero el multiculturalismo no naufraga en los textos sino en las imágenes, en los ojos de los otros. Hay un doble discurso, el de los diálogos, multiculturales, y el de las imágenes, raciales. Las segundas predominan sobre los primeros. De modo que el racismo está en los ojos, y de ahí pasa a la mente. Y no es únicamente por cuestiones de color de piel, sino entre personas de la misma raza, pero de diferente extracción social. Si, en Dientes blancos, todavía Irie confiaba en el futuro, Carl, el discriminado, dice de manera premonitoria: “el futuro es otro país, chica, […] y yo aún no tengo pasaporte”.

¿Qué es lo que queda como fundamento de la esperanza? Precisamente eso, la belleza como el negarse a ser el otro, como el deseo de ser simplemente uno mismo. La belleza, “esa flor de un millón de pétalos que es la dicha de estar aquí, en este mundo, con la gente”. Son los pequeños instantes que, como islas de belleza, anidan en las tragedias personales. Ésos raros momentos de “concordancia” entre el objetivo y la capacidad para conseguirlo.

Zadie maneja en esta novela una idea de belleza como armonía ligada, más que a las cosas, a las situaciones. Belleza es la concordancia efímera consigo mismo. Es, dicho en términos que pueden sonar enfáticos, pero que no lo son, es la alegría de ser. No es excepcional, sino ordinaria, no da sentido a la existencia sino que es la existencia llena de sentido: tener sed y beber, tener hambre y comer, encontrar algo divertido. La belleza no es perfección, si acaso los Dientes blancos de una dentadura postiza que da título a la novela.

La flor azul, símbolo de la belleza romántica, no crece aquí en solitarias cumbres ni en lo profundo de recónditos valles, sino que está esparcida en los actos de la existencia; florece en las enrevesadas callejas del multiculturalismo, en un tipo de existencia que no es ninguna solución, de lo que se lamentan los viejos, pero que para los jóvenes es lo que hay. Está unida a la verdad, pero, como dice Alsina, una verdad para vivir con ella. Una belleza como plenitud hecha de renuncias cotidianas en Carlene y Kiki. Y que explica también lo que había sido Kiki, “una diosa del día a día”. Quizá fuera eso lo que les gustó a las dos del cuadro de Hyppolytte, Maitresse Erzulie. Una belleza ante la que, al final, no tiene nada que decir Howard Belsey, mudo ante el cuadro de Rembrandt.

sábado, 1 de septiembre de 2007

Belleza y multiculturalismo.2.

En sus novelas Dientes blancos y Sobre la belleza Zadie Smith ofrece una mirada llena de humor, unas veces ácido, casi siempre tierno, sobre el fracasado modelo social del multiculturalismo. Tomando como pie el cuadro de Rembrandt, mencionado en la última de las novelas, podríamos decir que ambas son una lección de anatomía del multiculturalismo.


A primera vista, su línea argumental consiste en la exposición de los miedos de los nacionalistas a la contaminación y el mestizaje, y el terror del inmigrante al desarraigo y la disolución. Pero, siendo esto cierto, queda muy matizado al pasar por el tamiz de los conflictos generacionales de las familias, ya sea de matrimonios mixtos, blanco y negra, o de asiáticos y caribeños.

Un ejemplo en Dientes blancos. Vemos el espanto de Samad, el bengalí, por el “pacto del diablo” que ha firmado la primera generación con el lugar de inmigración, en principio provisional, pero que les lleva gradualmente a la pérdida de identidad, a considerarla como un accidente geográfico de nacimiento. Y, sin embargo, “mientras Samad describía este desarraigo con una expresión de horror, Irie descubrió con sonrojo que a ella aquel lugar accidental le parecía el paraíso. Sonaba a libertad”.

Hay un momento del conflicto en que Irie explota, y les recuerda a los mayores que existe otra gente a su alrededor, gente normal, que no está obsesionada con el tema de la identidad y que, simplemente, lo único que quiere es vivir. Como síntesis, al final de la novela Dientes blancos, Irie, negra, futura pareja de Joshua, blanco, con un hijo de asiáticos en camino, tiene la visión de un tiempo, que espera llegue pronto, en que “las raíces habrán dejado de tener importancia”.


¿De dónde sale esta esperanza?

jueves, 30 de agosto de 2007

Entre lobos y autómatas


(Víctor Gómez Pin. Entre lobos y autómatas. La causa del hombre. Espasa, Madrid, 2006.)

La filosofía española está pasando por uno de sus mejores momentos en lo que al ámbito de la creación se refiere, y de ello es una buena muestra este libro de Víctor Gómez Pin. Escrito en forma de ensayo, es una reflexión sobre problemas sociales contemporáneos, respecto a los cuales proporciona agudos análisis y arriesga conclusiones, nutriéndose de los clásicos del pensamiento, aunque no parapetándose tras sus citas. En el contexto de su biografía intelectual tiene como antecedente otro magnífico ensayo, Los ojos del murciélago en el que, como hilo conductor, aparece también la recurrencia al mito platónico de la caverna, verdadera síntesis a su juicio de la condición del hombre en nuestros días. Porque, efectivamente, lo que Gómez Pin denuncia, en sintonía con lo expuesto por Saramago en La caverna, es la vida como simulacro en la gente corriente y la fascinación por el simulacro en los intelectuales. La palabra “simulación” no es sólo un procedimiento tecnológico, sino que tiene aquí el doble sentido de confusión y de sustitución de lo humano ya sea por lo animal o por lo artificial.

La tesis del libro es que la abusiva humanización de entidades animales (grandes simios) o maquinales (androides e inteligencia artificial) lleva hoy a una progresiva deshumanización del hombre, fruto de la desaparición de las fronteras de lo humano respecto a otros seres. La nostalgia de la naturaleza animal idealizada y el proyecto fáustico de la técnica confluyen en una disolución de lo humano que es su negación, desembocando en un antihumanismo nihilista. Y es que “sólo por un sentimiento nihilista respecto a la fertilidad de lo que nos confiere radical singularidad, cabe pensar que una computadora puede sustituirnos en algún registro esencial….por ejemplo, ese registro esencial que constituye el pensamiento filosófico y científico” (p.186). Por eso, “frente a ello se impone una suerte de militancia humanista” (p. 23). Ése humanismo de Gómez Pin le lleva a destacar una y otra vez la singularidad del ser humano como “inteligencia lingüística”, aspecto esencial que le diferenciaría de los animales y de las máquinas.

Si el libro tiene un propósito y tono militante es porque el propio Gómez Pin destaca la “soledad” del humanista. De ahí que acuda a todos los frentes, y maneje la ironía, no exenta de ternura, en cada uno de los numerosos ejemplos en los que plasma los extremos criticados, procurando mantenerse en el filo de la navaja, de modo que no de la impresión de un rechazo general de las tecnologías, o de falta de consideración y afecto por los animales. Por eso se ve obligado a recordar: “Ha de quedar claro que lo que precede nada tiene que ver con un repudio general de la tecnología” (p.137). De hecho, las simulaciones permiten resolver enigmas científicos y tienen gran importancia en las intervenciones clínicas. Lo que en verdad se critica es precisamente lo extremoso de “la actual ideología franciscana respecto a los animales y genuflexa ante los espejismos digitales” (p. 224).

Planteadas así las cosas, hay dos hilos conductores en el libro, por igual interesantes, pero no igualmente presentes. Uno es la realización de la militancia humanista, es decir, contra qué va el humanismo de Gómez Pin, y otro de qué va ese humanismo, que en definitiva es una llamada a la solidaridad ya que se trata de “discernir en el entorno a los humanos que no quieren dejar de serlo, fraternizar, unificar las fuerzas, y proceder a socavar los cimientos del edificio erigido por el enemigo” (p.228). Conviene tener en cuenta estos dos aspectos para que no se pierda la intención última en la polvareda de la polémica, más fuera que dentro del libro. Pues, como decía Ortega, ser “anti”, sólo eso, es una forma deficiente de existencia. Y quedaría en poco la crítica al antihumanismo de Gómez Pin reduciéndola a un supuesto rechazo ya sea a los animales o a las tecnologías. Porque, de lo que se trata, efectivamente, es que “una cosa, repitamos, es amar la naturaleza como consecuencia del amor al ser humano, y otra muy diferente es sustituir la causa genérica del hombre por la causa de la naturaleza” (p.83). Gómez Pin sitúa la causa del hombre, al igual que otros filósofos, en ese difícil territorio del “entre” que nos ha tocado vivir. Aunque cabe mutar la necesidad en posibilidad, como es el caso de Bachelard al caracterizar el ser humano como un ser de superficies y “entreabierto”. En realidad, el libro tiene dos partes temáticas: una escrita, la defensa contra el antihumanisno, y otra por desarrollar, la propuesta de su humanismo.

Quizá la diferencia de espacio en el tratamiento de ambos tema se deba a una cuestión de urgencias. Predomina en el libro el sentimiento de abandono de la “centralidad” del ser humano, las consecuencias de vivir en los espejismos de la caverna platónica, la confusión de identidades por el desconocimiento de su “esencia” y, en definitiva, la pérdida de su dignidad. Para Gómez Pin, las “homologías genéticas” con especies de primates no deben esconder que las pequeñas diferencias tienen grandes consecuencias en la configuración de la identidad. Ahora bien, el exagerado énfasis en la animalidad le lleva a sospechar un déficit de solidaridad con los miembros de la propia especie. Y así ironiza sobre unos “cuidados caninos” que ya quisieran para sí muchos seres humanos. Está convencido de que el “animalista radical” no busca tanto ser consecuente como tener de sí mismo una imagen de redentor. Además, los procesos de humanización de los animales suelen ir unidos, por desgracia, a los de su desnaturalización.

En el otro lado del extremo y basándose en argumentos de Searle, de hace ya un cuarto de siglo, Gómez Pin denuncia el empleo abusivo de la palabra “inteligencia” para referirse esta vez a las operaciones de las máquinas. Y que tiene como contrapartida el descrédito en que parece caer la inteligencia de origen biológico. Pero no sólo se trata de la inteligencia. Si hay un tema que encocora a Gómez Pin y al que ha dirigido sus mejores dardos, da igual se trate de amigos o enemigos, es el relativo a los intentos de digitalizar la percepción, y especialmente en lo que se refiere al gusto y olfato. A la tristeza por las escuálidas raciones en las versiones analógicas del llamado “cubismo culinario” se suma ahora el lamento por la pobreza de las imágenes digitales, de lo abstracto, frente a la riqueza de lo sustancial y de lo concreto.

A todo esto nos llevaría según Gómez Pin la hegemonía del simulacro, al vaciamiento, la sustitución, la pérdida y, más importante, la imposibilidad de realización del ser humano. Ante ello, se trata, afectivamente, como plantea el autor de “¿qué hacer?”. Así precisa que hay que “hacer todo lo posible para que cada ser humano se sienta socialmente arropado cuando, por fortuna, le embargue el propósito de vencer la pereza, la abulia, el miedo que frenan su capacidad de realizarse” (p.229). Posibilidades hay, a pesar de la sensación de aislamiento del autor, de su tono a veces pesimista, quizá como resultado de las heridas recibidas en las batallas libradas por la militancia humanista.

La razón de este moderado optimismo es que la postura humanista no resulta tan extraña hoy, después de un final de siglo XX poblado por identidades terminales, ya sea en forma de robots, cyborgs, androides y demás especimenes que pronosticaban para los nómadas digitales un dudoso futuro posthumano. Lo cierto es que estos futuros se han alejado últimamente tanto de los imaginarios sociales de la ciencia ficción como de los pronósticos de la ciencia especulación.

Desde esta perspectiva, la propuesta de Gómez Pin encuentra un terreno más abonado que desde hace décadas, aunque no exento de problemas, que quizá hacen pertinente mantener esa “militancia humanista”. Efectivamente, y como recomienda, se puede plantear una recuperación del individuo, pero teniendo como referente negativo no tanto los problemas identitarios derivados de una perspectiva esencialista, como el auténtico simulacro que representa hoy verdaderamente el llamado “individualismo de masas”. Consiste en la estrategia de mercado, de la que no se libra la industria cultural, de tratar a todos como si fueran únicos, de promover ficciones y al mismo tiempo de hacer la crítica a esas ficciones mostrando la generación de las mismas, en definitiva, de construir cavernas platónicas y, a la vez, denunciar su existencia como formando parte del negocio. La generalización del simulacro acaba en el simulacro de la generalización. Y de este modo se llega a los futuros distópicos, al determinismo en las tecnologías que, más allá de adscripciones políticas concretas, acaba en la negación del futuro, de la posibilidad del ser humano de controlar su propia vida en esta sociedad tecnológica.

Se trata, pues, de explorar la posibilidad de una recuperación del individuo, pero no contra sino a través de las tecnologías mismas, en un uso responsable de ellas, desde el hecho de que somos seres tecnológicos. Estamos en un momento en el que, más allá de las posturas enfrentadas, se asiste a un proceso de redefinición de lo que entendemos por ser humano. A ello contribuye de una manera eficaz este libro sobre unas bases sólidas de la tradición, pero que pueden enlazar perfectamente con el presente, si se recupera una perspectiva de futuro. Es más que posible que haya que revisar conceptos como los de la centralidad del ser humano, la misma dignidad humana, adecuándolos a nuevos espacios y tiempos. Porque recobrar la identidad no significa volver a embarcarse en la deriva solipsista. A estos individuos en comunidad, que actúan como ciudadanos despiertos, son a los que apela el libro en aras de una auténtica práctica política desde su dimensión ética recuperada.