jueves, 30 de agosto de 2007

Entre lobos y autómatas


(Víctor Gómez Pin. Entre lobos y autómatas. La causa del hombre. Espasa, Madrid, 2006.)

La filosofía española está pasando por uno de sus mejores momentos en lo que al ámbito de la creación se refiere, y de ello es una buena muestra este libro de Víctor Gómez Pin. Escrito en forma de ensayo, es una reflexión sobre problemas sociales contemporáneos, respecto a los cuales proporciona agudos análisis y arriesga conclusiones, nutriéndose de los clásicos del pensamiento, aunque no parapetándose tras sus citas. En el contexto de su biografía intelectual tiene como antecedente otro magnífico ensayo, Los ojos del murciélago en el que, como hilo conductor, aparece también la recurrencia al mito platónico de la caverna, verdadera síntesis a su juicio de la condición del hombre en nuestros días. Porque, efectivamente, lo que Gómez Pin denuncia, en sintonía con lo expuesto por Saramago en La caverna, es la vida como simulacro en la gente corriente y la fascinación por el simulacro en los intelectuales. La palabra “simulación” no es sólo un procedimiento tecnológico, sino que tiene aquí el doble sentido de confusión y de sustitución de lo humano ya sea por lo animal o por lo artificial.

La tesis del libro es que la abusiva humanización de entidades animales (grandes simios) o maquinales (androides e inteligencia artificial) lleva hoy a una progresiva deshumanización del hombre, fruto de la desaparición de las fronteras de lo humano respecto a otros seres. La nostalgia de la naturaleza animal idealizada y el proyecto fáustico de la técnica confluyen en una disolución de lo humano que es su negación, desembocando en un antihumanismo nihilista. Y es que “sólo por un sentimiento nihilista respecto a la fertilidad de lo que nos confiere radical singularidad, cabe pensar que una computadora puede sustituirnos en algún registro esencial….por ejemplo, ese registro esencial que constituye el pensamiento filosófico y científico” (p.186). Por eso, “frente a ello se impone una suerte de militancia humanista” (p. 23). Ése humanismo de Gómez Pin le lleva a destacar una y otra vez la singularidad del ser humano como “inteligencia lingüística”, aspecto esencial que le diferenciaría de los animales y de las máquinas.

Si el libro tiene un propósito y tono militante es porque el propio Gómez Pin destaca la “soledad” del humanista. De ahí que acuda a todos los frentes, y maneje la ironía, no exenta de ternura, en cada uno de los numerosos ejemplos en los que plasma los extremos criticados, procurando mantenerse en el filo de la navaja, de modo que no de la impresión de un rechazo general de las tecnologías, o de falta de consideración y afecto por los animales. Por eso se ve obligado a recordar: “Ha de quedar claro que lo que precede nada tiene que ver con un repudio general de la tecnología” (p.137). De hecho, las simulaciones permiten resolver enigmas científicos y tienen gran importancia en las intervenciones clínicas. Lo que en verdad se critica es precisamente lo extremoso de “la actual ideología franciscana respecto a los animales y genuflexa ante los espejismos digitales” (p. 224).

Planteadas así las cosas, hay dos hilos conductores en el libro, por igual interesantes, pero no igualmente presentes. Uno es la realización de la militancia humanista, es decir, contra qué va el humanismo de Gómez Pin, y otro de qué va ese humanismo, que en definitiva es una llamada a la solidaridad ya que se trata de “discernir en el entorno a los humanos que no quieren dejar de serlo, fraternizar, unificar las fuerzas, y proceder a socavar los cimientos del edificio erigido por el enemigo” (p.228). Conviene tener en cuenta estos dos aspectos para que no se pierda la intención última en la polvareda de la polémica, más fuera que dentro del libro. Pues, como decía Ortega, ser “anti”, sólo eso, es una forma deficiente de existencia. Y quedaría en poco la crítica al antihumanismo de Gómez Pin reduciéndola a un supuesto rechazo ya sea a los animales o a las tecnologías. Porque, de lo que se trata, efectivamente, es que “una cosa, repitamos, es amar la naturaleza como consecuencia del amor al ser humano, y otra muy diferente es sustituir la causa genérica del hombre por la causa de la naturaleza” (p.83). Gómez Pin sitúa la causa del hombre, al igual que otros filósofos, en ese difícil territorio del “entre” que nos ha tocado vivir. Aunque cabe mutar la necesidad en posibilidad, como es el caso de Bachelard al caracterizar el ser humano como un ser de superficies y “entreabierto”. En realidad, el libro tiene dos partes temáticas: una escrita, la defensa contra el antihumanisno, y otra por desarrollar, la propuesta de su humanismo.

Quizá la diferencia de espacio en el tratamiento de ambos tema se deba a una cuestión de urgencias. Predomina en el libro el sentimiento de abandono de la “centralidad” del ser humano, las consecuencias de vivir en los espejismos de la caverna platónica, la confusión de identidades por el desconocimiento de su “esencia” y, en definitiva, la pérdida de su dignidad. Para Gómez Pin, las “homologías genéticas” con especies de primates no deben esconder que las pequeñas diferencias tienen grandes consecuencias en la configuración de la identidad. Ahora bien, el exagerado énfasis en la animalidad le lleva a sospechar un déficit de solidaridad con los miembros de la propia especie. Y así ironiza sobre unos “cuidados caninos” que ya quisieran para sí muchos seres humanos. Está convencido de que el “animalista radical” no busca tanto ser consecuente como tener de sí mismo una imagen de redentor. Además, los procesos de humanización de los animales suelen ir unidos, por desgracia, a los de su desnaturalización.

En el otro lado del extremo y basándose en argumentos de Searle, de hace ya un cuarto de siglo, Gómez Pin denuncia el empleo abusivo de la palabra “inteligencia” para referirse esta vez a las operaciones de las máquinas. Y que tiene como contrapartida el descrédito en que parece caer la inteligencia de origen biológico. Pero no sólo se trata de la inteligencia. Si hay un tema que encocora a Gómez Pin y al que ha dirigido sus mejores dardos, da igual se trate de amigos o enemigos, es el relativo a los intentos de digitalizar la percepción, y especialmente en lo que se refiere al gusto y olfato. A la tristeza por las escuálidas raciones en las versiones analógicas del llamado “cubismo culinario” se suma ahora el lamento por la pobreza de las imágenes digitales, de lo abstracto, frente a la riqueza de lo sustancial y de lo concreto.

A todo esto nos llevaría según Gómez Pin la hegemonía del simulacro, al vaciamiento, la sustitución, la pérdida y, más importante, la imposibilidad de realización del ser humano. Ante ello, se trata, afectivamente, como plantea el autor de “¿qué hacer?”. Así precisa que hay que “hacer todo lo posible para que cada ser humano se sienta socialmente arropado cuando, por fortuna, le embargue el propósito de vencer la pereza, la abulia, el miedo que frenan su capacidad de realizarse” (p.229). Posibilidades hay, a pesar de la sensación de aislamiento del autor, de su tono a veces pesimista, quizá como resultado de las heridas recibidas en las batallas libradas por la militancia humanista.

La razón de este moderado optimismo es que la postura humanista no resulta tan extraña hoy, después de un final de siglo XX poblado por identidades terminales, ya sea en forma de robots, cyborgs, androides y demás especimenes que pronosticaban para los nómadas digitales un dudoso futuro posthumano. Lo cierto es que estos futuros se han alejado últimamente tanto de los imaginarios sociales de la ciencia ficción como de los pronósticos de la ciencia especulación.

Desde esta perspectiva, la propuesta de Gómez Pin encuentra un terreno más abonado que desde hace décadas, aunque no exento de problemas, que quizá hacen pertinente mantener esa “militancia humanista”. Efectivamente, y como recomienda, se puede plantear una recuperación del individuo, pero teniendo como referente negativo no tanto los problemas identitarios derivados de una perspectiva esencialista, como el auténtico simulacro que representa hoy verdaderamente el llamado “individualismo de masas”. Consiste en la estrategia de mercado, de la que no se libra la industria cultural, de tratar a todos como si fueran únicos, de promover ficciones y al mismo tiempo de hacer la crítica a esas ficciones mostrando la generación de las mismas, en definitiva, de construir cavernas platónicas y, a la vez, denunciar su existencia como formando parte del negocio. La generalización del simulacro acaba en el simulacro de la generalización. Y de este modo se llega a los futuros distópicos, al determinismo en las tecnologías que, más allá de adscripciones políticas concretas, acaba en la negación del futuro, de la posibilidad del ser humano de controlar su propia vida en esta sociedad tecnológica.

Se trata, pues, de explorar la posibilidad de una recuperación del individuo, pero no contra sino a través de las tecnologías mismas, en un uso responsable de ellas, desde el hecho de que somos seres tecnológicos. Estamos en un momento en el que, más allá de las posturas enfrentadas, se asiste a un proceso de redefinición de lo que entendemos por ser humano. A ello contribuye de una manera eficaz este libro sobre unas bases sólidas de la tradición, pero que pueden enlazar perfectamente con el presente, si se recupera una perspectiva de futuro. Es más que posible que haya que revisar conceptos como los de la centralidad del ser humano, la misma dignidad humana, adecuándolos a nuevos espacios y tiempos. Porque recobrar la identidad no significa volver a embarcarse en la deriva solipsista. A estos individuos en comunidad, que actúan como ciudadanos despiertos, son a los que apela el libro en aras de una auténtica práctica política desde su dimensión ética recuperada.