martes, 24 de mayo de 2022
viernes, 20 de mayo de 2022
sábado, 14 de mayo de 2022
El libro de todos los amores
“¿Es, en suma, ese nuevo amor al que hemos llegado tras
alcanzar su precio cero un ser inédito, un monstruo nunca visto ni imaginado,
una criatura que de poder ser observada nos moriríamos ipso facto de susto y
placer, de horror y éxtasis, de perfecto odio y perfecta unión? […] El amor de
lo pura y absolutamente desconocido para nosotros los humanos. El amor de lo
radicalmente otro. (Amor cero)
“El esfuerzo que hay que hacer para que el amor emerja a la ficción como sentimiento creíble es casi infinito” (Amor monstruo).
Ese panorama cero es un libro de micrologías, una cartografía de los amores en
la que se encuentran el remoto futuro del Apocalipsis y el remoto pasado del
Génesis. Pero el “Gran Apagón”, no es en rigor una distopía, ausente en estas
del amor que salva, tampoco una fácil regresión bíblica de romanticismo
genesíaco, siendo los contrapuntos entre él y ella (“plata y rubí”) recuentos
de un sexo sin pudor y vergüenza adánicos, de un amor táctil, algo novedoso en
el conjunto de la obra de Agustín Fernández Mallo. El Adán y Eva que surgen de
las ruinas de Venecia no provienen tanto de la ciudad física desmoronándose
como de la ficción de la bola de nieve que la encerraba y ahora, hecha añicos,
libera. El final es otro comienzo distinto del bíblico, el Amor sin
culpa, que no nace de la ruina de la culpa bíblica sino que es anterior a ella,
sin ella, el Génesis antes del Génesis. La culpa ha sido la ruina estéril del
misticismo romántico. No he encontrado en la cartografía del libro “Amor
místico”. Tampoco hace falta, pero es significativa la ausencia.
Más que una “novela filosófica”, como se anuncia en la
faja, sería una “fantasía exacta” de Agustín Fernández Mallo, “como un ratón en
la nieve, tratando de encontrar el corazón de una idea que me ayudase a
procesar lo visto y oído”. Es casi palpable en el libro la ebullición creadora
a la que está sometido el autor constantemente, la lucha tratando de procesarla
conceptualmente a través de la ficción. Al contrapunto se une el retorno, quizá
mejor, la espiral. Agustín no se olvida tampoco ahora de Trastorno de
Thomas Bernhard, de esa lucidez al borde, pero antes, de la locura en los
magníficos soliloquios del “embajador”, la clave. Esto configura una forma de
hacer que se hace todavía más patente en esta última entrega. Lejos de la
tuberculosis de lo rizomático (antiguas querencias teóricas) se menciona aquí
una y otra vez la experiencia gozosa de un pensamiento “enredadera”. Eso no parece filosofía. Es la posibilidad que emerge tras su ruina.
Merece la pena detenerse en ello. Este libro es una obra
sinestésica, poliestética, en la que entran en juego todos los sentidos al servicio de una sensibilidad cognitiva… de los objetos. Aunque afirma,
y tiene razón, que el gusto no es una cuestión estética, sino de supervivencia,
lo cierto (diría el personaje del profesor de latín) es que “sabiduría”, saber, viene
de sapere, de gustar, de que sabio, como ya dijo el poeta Petrarca criticando a los filósofos medievales, no
es el que cita más libros, sino el que tiene el gusto de las cosas, el que es
capaz de paladearlas conceptualmente, aunque sepan amargas. El gusto es el
único modo de supervivencia cultural: que te guste incluso lo que no te gusta,
pero que aprecias. La sabiduría es agridulce. El gusto de las cosas… pero, ¿de
qué cosas?.
Parecería que Fernández Mallo se contrae en algunos
momentos. Destacado como un pionero en la literatura de las nuevas tecnologías
en español (Jara Calles) expresa ahora ciertas reticencias: “No es el «Internet
de las cosas» lo que nos salvará de la soledad individual, sino el amor de las
cosas”. Pero no es el escrito de un viejo/a arrepentidos, muy común en nuestros
días, sino el testimonio de una fidelidad sin desengaños: Agustín ha sido
siempre un usuario que ha tomado a las tecnologías como herramientas, solo eso,
como aquellas que prometían aquello que cumplían: “hágalo usted mismo”. Hay que
recuperar los vídeos con el móvil de su peregrinación a la Spiral Jetty, al
lugar en que enloqueció Nietzsche, o el que le sigue en la “directísima” hacia
la cabaña de Wittgenstein: allí siempre aparece el humilde objeto sorpresa, el
cartucho gastado tras una tapa, la hoja volandera o el clavo escondido. En los
vídeos se oyen sus pasos, se ve la punta de los zapatos, testimonio de esa
necesidad de estar ahí. Hasta cierto punto. No es el viajero romántico. Llama
la atención que quien se ha pateado medio mundo, colgando sus zapatos en el
mítico árbol, renuncie a acercarse físicamente a Passaic, a cuatro pasos, por
pereza, y prefiera hacerlo on line. Para eso están también las tecnologías.
La enredadera, este libro, es la metáfora, expresión, del
Amor expansión, “planta enredadera cuyo destino es crecer sin tregua;
mejor dicho, sin remedio”. La característica de la enredadera es que no se
opone sino que se expande. No es “anti”, una forma deficiente de ser, sino que
suma, y en ello no está la sumisión, sino la diferencia. Tampoco es un
pensamiento dialéctico, estilo escuela de Frankfurt, sino platónico, de ese
Platón genérico que según Whitehead tiene a la Historia de la filosofía como
una nota de página. El cero, el no ser, no es la Nada, sino lo otro, ser otra
cosa, dice en el Sofista. En vez del “es” magro de la definición, es ser
esto y lo otro. Uno se describe, por lo que no es, el concepto más allá del
concepto, la ficción, la “fantasía exacta”. El no ser es el ser que se expande.
Más allá de la etiqueta de la “complejidad” y lo “relacional”.
Tengo la impresión, quizá infundada, de que Agustín con
este libro da un paso más en el método, en el camino, viendo agotados ciertos
paradigmas (Cortázar, Foster Wallace) algo que pudo producirse también en su
obra: las variaciones sobre lo mismo que pueden convertirse en lo mismo sobre
las variaciones. Pero ser “entre” significa tener en cuenta eso, dado por
categóricamente agotado y salvarse en lo “otro”. A ello apunta el Amor cero
antes citado, pero intentemos rebajar la seriedad de la cita. Recreemos la habitación del autor: un
cuarto de hotel con el canal de publicidad silenciado; aeropuertos que insiste
en llamar “no lugares” (hay una anécdota impagable en su obra sobre el no
aeropuerto inclinado de Salamanca); dejemos que se aleje de Jameson: “El así llamado capitalismo tardío no
es tal. El capitalismo no ha hecho más que empezar. (Amor capitalismo)”.
Todavía se puede escandalizar más a poetas que acaban de descubrir el marxismo
académico rentable: “el dinero es el objeto más poético que existe”. Decididamente, no le demos más vueltas, es una
“novela filosófica”.
viernes, 29 de abril de 2022
El desencanto del Progreso
Este es un libro que funciona como un pharmakon: detallando
las falacias en torno al progreso tecnológico (el prurito de la “innovación”) ayuda
paradójicamente también a conjurar los discursos catastrofistas sobre las (no
tan) nuevas tecnologías. Los autores nos hicieron el regalo, allá por 1998, de
la traducción de la mítica antología Mirrorshades. Pero, a diferencia del
ciberpunk, ellos defendieron en obras posteriores que las tecnologías (ellas) no
nos cambiarían la existencia, que eran herramientas, y que lo decisivo era el
uso social que se hiciera de las mismas. Este punto, la vertiente ética de las
tecnologías, su no neutralidad, ha estado siempre presente en los análisis como
espina dorsal de su “quintacolumnismo”. Merece la pena insistir en ello, pues
el enfoque del control ciudadano responsable de las nuevas tecnologías no es habitual. Con
el caramelo manoseado de innovar en la información, la participación digital,
se hurta lo más importante, la decisión ciudadana sobre los proyectos de los
que solo son herramientas, pero afectan a todos.
La crítica al “progresismo tecnológico” no implica en
ellos la renuncia al “pensamiento progresista”. Todo lo contrario. La figura
que lo encarna, “el luddita reflexivo”, se distancia tanto de la “tentación
apocalíptica” como del neoliberalismo, el “capitalismo salvaje” y la “economía
informacional” apostando por el cambio social mediante pactos y regulación de
las tecnologías. Conjurando el fantasma del determinismo tecnológico, recomiendan
no olvidar el pasado, pues no todo tuvo por qué ser así, ni todo tiene por qué
serlo ahora y menos en el futuro. Comiencen a leer el libro por la “Coda”.
Nostálgicos del “corto verano de anarquía digital” que
significó el software libre, todavía resuenan en mi cabeza las broncas de
Andoni en los Congresos por usar Windows en vez de Linux. Agachábamos la cabeza
los traidores y no sabía dónde meterse Javier Echeverría.
viernes, 22 de abril de 2022
jueves, 3 de marzo de 2022
sábado, 26 de febrero de 2022
Fritz Lang y el expresionismo más una imagen
martes, 15 de febrero de 2022
Belfast 3
sábado, 12 de febrero de 2022
domingo, 6 de febrero de 2022
Belfast 2
Es necesaria, más que nunca, una crítica de la imagen,
tener criterios, saber distinguir. Por ejemplo, con una película reciente, Belfast.
En principio podría ser catalogada en el subgénero de “películas con niño”.
Estas suelen despertar buenos sentimientos. Y mira por donde es lo que sucede
en esta película que despierta malos pensamientos en algunos precisamente por
ello. No es suficientemente ideológica. Ha sido catalogada como “feel good movie”, una treta para obtener premios y obviar
el fondo de la tragedia de Belfast. La clave parecería estar en el texto de Godard, ya que se muestran en primer plano imágenes de la cara inocente del niño
y de los atentados en Belfast, excesivas imágenes de sus momentos de
felicidad y pocas de los sufrimientos de la población por causa de la violencia
ambiente. Habría, pues, una cierta “amoralidad” porque unas desactivarían a otras, una manipulación emocional.
Los prejuicios nublan con frecuencia el juicio. Si
aparece en uno de los planos la fecha “Belfast 15 de agosto de 1969” ya se sabe de antemano
cuáles deberían ser las imágenes adecuadas para que la película fuera como
debe ser, es decir, refleje lo que es, entendido como debería ser. Es una forma de operar de los “críticos” muy
frecuente en todos los ámbitos: cuando juzgan trabajos de otros no se centran
tanto en lo que han hecho como en lo que deberían haber hecho dejándolos
ninguneados, aunque camuflen su inoportunidad bajo la forma de solo son “sugerencias”.
Cuando se trata de “mirar” en cine es preciso tener en cuenta, por un ejercicio
mínimo de responsabilidad icónica, la
mirada de los otros, entre ellos la del director y los personajes. El contraste entre el ayer y el hoy ya aparece en los primeros planos de la película:
Una de las cosas que más me sorprenden y gustan de ciertas películas actuales es que, con frecuencia, el director intenta situarse en la mirada de sus personajes más que en la suya propia. Ya lo analicé en un post sobre la serie Babylon Berlin. La perspectiva cambia completamente. Y la atención a la mirada en esta película es decisiva porque pretende ser, aunque no únicamente, la mirada de un niño contada años después. No la de un adulto que sabe lo que pasó antes, está pasando y pasará luego. La mirada de este niño es la mirada del estar a cada momento. Puede discutirse si lo ha logrado o no, pero no se puede obviar la perspectiva. Esto se hace patente en la secuencia, no de un plano, sino de varios que se presentan al comienzo de la película: la cámara en un movimiento de roll gira 360 grados alrededor de la cabeza del niño, mostrando sus estados cambiantes de ánimo ante lo que está viendo.
jueves, 3 de febrero de 2022
Belfast 1
“En el fondo, lo que me resulta chocante en Hiroshima
es que las imágenes de la pareja
haciendo el amor en los primeros planos me dan miedo por la misma razón que las
de las llagas (igualmente en primeros planos) ocasionadas por la bomba atómica.
Hay algo, ya no de inmoral, sino de amoral, en mostrar así el amor o el horror
con los mismos primeros planos” (Godard).
Ambas imágenes, las del erotismo y el horror, son
estéticamente muy potentes y destaca su fuerza sobre otra consideración. Según
Schiller, Godard tendría razón aunque se sintiera incómodo: la fuerza estética (cuando
la hay) no tiene nada que ver con la moralidad y, de hecho, prevalece sobre
ella. Son dos esferas distintas, aunque relacionadas. Y, sin embargo… Queda una
profunda desazón porque falta algo. Falta una responsabilidad estética en el uso
de las imágenes y esta se refiere, en este caso, a si estamos o no ante una
manipulación emocional utilizando los mismos recursos estilísticos como son los
primeros planos. Godard cree que sí. Probablemente, los neurocientíficos con sus
células espejo dirían que también. En los primerísimos planos se potencia un
proceso biológico identificatorio (de identificar e identificarse) inconsciente
que debe ser tenido en cuenta. Es independiente de las intenciones del creador
y del receptor. Se trata del rasgo biológico inintencional de las imágenes al
que se suma el cultural del simbolismo adherido a ellas como memes a lo
largo del tiempo.
No estaríamos, pues, de una provocación más en el caso de
Godard (que posiblemente también) sino de la expresión de un malestar por una
falta de responsabilidad con la imagen cuando esta se manipula emocionalmente
sean cuales sean las intenciones. Y las de Resnais no podían ser mejores al
igual que las de su Noche y niebla sobre el Holocausto, también
criticada por Farocki por manipuladora. ¿Está justificada la manipulación
emocional de y con las imágenes? Colocada en la misma secuencia y con el mismo
tipo de plano una imagen erótica y otra de sufrimiento extremo esta última
queda neutralizada, a juicio de Godard, ahogada en una pornografía emocional
que califica de “amoral”. Lo mismo sucede con los primeros planos de la mano
atrofiada y retorcida consecuencia de la radiación nuclear y de la que acaricia
morosamente la espalda de los amantes. La película de Resnais pertenece a la
nouvelle vague, el cine literario por excelencia, imagen y texto se
retroalimentan. El problema es cuando el texto dice una cosa y la imagen la
contraria aunque se pretenda la armonía. Sucede con mucha frecuencia.
Esa manipulación emocional está a la orden del día en otros
tipos de planos y con una intención moralizante. Decía Win Wenders: “no se
pueden soltar sermones desde la pantalla”. Es inútil: hay cierta clase de
público que necesita su dosis de sermón icónico para sentirse bien sintiéndose
mal, ese “horror delicioso” del que hablaba Burke. Y donde hay demanda hay
mercado. Solo así se entiende que El cuento de la criada se alargue sin
ahogarse en el tedio estético por su falta de calidad después de los primeros
capítulos. Hay una verdadera necesidad de moralina, lo que no significa que esa
necesidad sea verdadera. ¿En qué sentido?
La filosofía podría aportar mucho desenmascarando la
falacia naturalista de confundir el “es” con el “debe” en materia de imágenes,
una de las fuentes de la manipulación emocional, de la necesidad de impartir
doctrina con imágenes. Máxime cuando esto puede llevar a un nihilismo no pretendido.
Recuérdese la caracterización del nihilista según Nietzsche: es alguien que
piensa que el mundo tal como es no debería existir y que el mundo tal como
debería ser no existe. Si sumamos Hume a Nietzsche entonces nos encontramos con
que no hay imágenes de lo que no debería haber aunque lo haya. Es una falta de responsabilidad icónica, de hacer visible lo visible. Son las imágenes
que faltan como aquellas a las que alude el título de la obra de Rithy Panh, sepultadas,
desaparecidas en las otras, ignoradas, escondidas. El idealista-nihilista
consumado lo tiene claro: la esencia de lo real es lo (el) ideal.
Dejo estas imágenes de Belfast como enlace para el
siguiente post:
miércoles, 2 de febrero de 2022
lunes, 31 de enero de 2022
Macbeth
Póster de diseño que aúna el clasicismo de las letras y
la vanguardia de la máscara en el contraste intenso de los colores. Letras que
anuncian la tragedia y máscara que escancia su sangre. Una muestra de lo que ha
dado en llamarse “el clasicismo de las vanguardias”, que lo hay, aunque parezca
un oximoron. El color y el formato de pantalla son importantes, no solo el
blanco y negro de rigor sino el 1:33 casi cuadrado que surge vaciando la
pantalla por los lados. Vuelve el cine de arte y ensayo en estos guiños
estilísticos que permiten las consabidas referencias a Dreyer, Welles,
Kurosawa, Bergman… Sin olvidar, claro, al tópico recurso: el expresionismo.
Donde estén las sombras no puede faltar la cita. Por momentos acuden también
las sobreimpresiones asociativas con el hieratismo estatuario de Resnais en El
año pasado en Marienbad. De Chirico y Piranesi no andan lejos. Ya con estos
antecedentes cabe augurar una película de premios más que de público como casi
todas las de culto.
Una vez claras las influencias quizá sea oportuno
destacar los “caprichos” (arte) que permiten entender y disfrutar la película.
El primero de ellos referido a los protagonistas. Según la tradición cabía
esperar en ellos cuerpos jóvenes agitados por ambiciones desmedidas. No es así.
Son viejos, sesenteros, con improbables habilidades para el combate o la
concepción. Tampoco se esfuerzan por parecer verosímiles. Es una ambición
crepuscular representada con eficacia. Sus parlamentos prosaicos, sin lo enfático de la declamación poética más bien parecen en ocasiones rutinarias
discusiones conyugales, fruto de un afecto largo tiempo enfriado, que
conflictos extremos de una pasión sobrevenida. ¿Por qué? Porque nosotros somos
viejos, han explicado el matrimonio de director y actriz protagonista y les
apetecía (están en su derecho) que los protagonistas se instalen en los
umbrales de la tercera edad.
Hay más. La “modernidad” del elenco estriba también en la
diversidad racial inclusiva que sorprende respecto a la tradición monocolor.
Como ha señalado muy bien Denzel Washington habrá un momento en que no haga
falta llamar la atención sobre esa diversidad porque será un hecho normal, no
solo peaje de una obligada re-visión de la historia como se está llevando a
cabo ahora en buena parte del cine. Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas desde
que se abriera paso Sidney Poitier en aquella memorable Adivina quién viene
esta noche. Pero no lo suficiente.
Sin duda, el “capricho” más demorado (según ellos) ha
permitido disfrutar de la que quizá es la mejor interpretación condensada de la
película, la de Kathryn Hunt. Compone al inicio una de las más sorprendentes
performances que se hayan visto en la
pantalla. Es puro lenguaje corporal de las fuerzas elementales que se
manifiestan a través de ella metamorfoseada en las tres brujas. Es la boca de
la profecía de otros seres superiores, más profundos, (recuerdan a Las
Madres de Goethe) que por un momento Macbeth alberga en su mano sin que le
esté permitido darles órdenes cuando quiere saber más. Su emergencia en la
habitación enlosada a través del agua primordial, su desaparición una vez
entregado el mensaje, constituyen uno de los momentos plásticos más poderosos
de la película.
Son imágenes de las que tejen el tejido (textus) de las
vidas humanas narradas en el texto de Shakespeare. El destino acaba siempre cumpliéndose
al final, pero es ambiguo y oracular en sus términos e incierto en su
desarrollo. El director de fotografía
Bruno Delbonnel ha sabido plasmar esto magistralmente en una serie de
potentes imágenes ambiguas que son las que realmente tejen la película. Son la
más pura expresión del “capricho” tal como se entiende en arquitectura: una
fantasía creada en el set de rodaje, castillo y páramos de Escocia
artificiales, espacios sin lugar. Llaman la atención inmediatamente, por
obvias, las imágenes de la niebla, aptas para la fantasmagoría, pero son
todavía más sutiles las espléndidas de las sobreimpresiones en que las
arquitecturas soñadas abren la puerta de lo sublime dinámico.
En el estudio de cine se recrea en un contrapicado
vertiginoso el suelo geométrico de la habitación de un castillo en que no se
sabe si es de noche o día; de la niebla del vacío va surgiendo la figura, el
decorado de la ruina de una cabaña con la fantasmagoría de Friedrich; una ruina
que luego resultará improbablemente habitada; perdida en el páramo de lo
elemental, aunque bien señalizada y accesible.
Muchos espectadores conocen los textos, no es un secreto
el desenlace. Por eso, la clave de la película no está en la acción dramática
que acaba inexorablemente en tragedia sino en la imagen, en los caprichos de la
imaginación exacta. Y aquí no solo entra en juego lo visual sino lo sonoro,
esos golpes sordos que interrumpen pensamientos, soliloquios en forma de diálogo
y momentos de la vida en corte. Todo ello crea un contraste sumamente
interesante que mantiene en vilo al espectador interesado, no tanto en lo que
va a pasar, ya conocido, sino en lo que todavía no ha pasado, por no percibido
aún. La tortura, pasión, inseguridad de los personajes, en sus parlamentos
contrasta con la frialdad de los muros que no albergan la tragedia, sino que
transcurre en ellos, pasa en ellos, pasa de ellos. Los personajes recitan, los
espacios hablan, a su manera. Los umbrales suben hasta el infinito oscuro de lo
sublime abandonando a los seres humanos. A estos, como en el más puro
nihilismo, solo les cobija su propia inseguridad.
La película construye una arquitectura audiovisual de la
fatalidad. Y su categoría estética es la de fuerza (la fuerza del destino)
separada de la moralidad. Donde impera la fatalidad anda siempre cerca la
brutalidad a través de la que se ejerce. Lo existencial cede aquí el paso a lo
mitológico. En esta adaptación los protagonistas son monstruos tardíos manipulados,
empujados por pasiones sobrehumanas de las que no pueden estar a la altura. El
acierto del director, técnicos y actores ha sido el saber metamorfosear esos
afectos especiales en unos efectos especiales memorables.
Thomas
Cole. El diablo arrojando al monje desde el precipicio.