Póster de diseño que aúna el clasicismo de las letras y
la vanguardia de la máscara en el contraste intenso de los colores. Letras que
anuncian la tragedia y máscara que escancia su sangre. Una muestra de lo que ha
dado en llamarse “el clasicismo de las vanguardias”, que lo hay, aunque parezca
un oximoron. El color y el formato de pantalla son importantes, no solo el
blanco y negro de rigor sino el 1:33 casi cuadrado que surge vaciando la
pantalla por los lados. Vuelve el cine de arte y ensayo en estos guiños
estilísticos que permiten las consabidas referencias a Dreyer, Welles,
Kurosawa, Bergman… Sin olvidar, claro, al tópico recurso: el expresionismo.
Donde estén las sombras no puede faltar la cita. Por momentos acuden también
las sobreimpresiones asociativas con el hieratismo estatuario de Resnais en El
año pasado en Marienbad. De Chirico y Piranesi no andan lejos. Ya con estos
antecedentes cabe augurar una película de premios más que de público como casi
todas las de culto.
Una vez claras las influencias quizá sea oportuno
destacar los “caprichos” (arte) que permiten entender y disfrutar la película.
El primero de ellos referido a los protagonistas. Según la tradición cabía
esperar en ellos cuerpos jóvenes agitados por ambiciones desmedidas. No es así.
Son viejos, sesenteros, con improbables habilidades para el combate o la
concepción. Tampoco se esfuerzan por parecer verosímiles. Es una ambición
crepuscular representada con eficacia. Sus parlamentos prosaicos, sin lo enfático de la declamación poética más bien parecen en ocasiones rutinarias
discusiones conyugales, fruto de un afecto largo tiempo enfriado, que
conflictos extremos de una pasión sobrevenida. ¿Por qué? Porque nosotros somos
viejos, han explicado el matrimonio de director y actriz protagonista y les
apetecía (están en su derecho) que los protagonistas se instalen en los
umbrales de la tercera edad.
Hay más. La “modernidad” del elenco estriba también en la
diversidad racial inclusiva que sorprende respecto a la tradición monocolor.
Como ha señalado muy bien Denzel Washington habrá un momento en que no haga
falta llamar la atención sobre esa diversidad porque será un hecho normal, no
solo peaje de una obligada re-visión de la historia como se está llevando a
cabo ahora en buena parte del cine. Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas desde
que se abriera paso Sidney Poitier en aquella memorable Adivina quién viene
esta noche. Pero no lo suficiente.
Sin duda, el “capricho” más demorado (según ellos) ha
permitido disfrutar de la que quizá es la mejor interpretación condensada de la
película, la de Kathryn Hunt. Compone al inicio una de las más sorprendentes
performances que se hayan visto en la
pantalla. Es puro lenguaje corporal de las fuerzas elementales que se
manifiestan a través de ella metamorfoseada en las tres brujas. Es la boca de
la profecía de otros seres superiores, más profundos, (recuerdan a Las
Madres de Goethe) que por un momento Macbeth alberga en su mano sin que le
esté permitido darles órdenes cuando quiere saber más. Su emergencia en la
habitación enlosada a través del agua primordial, su desaparición una vez
entregado el mensaje, constituyen uno de los momentos plásticos más poderosos
de la película.
Son imágenes de las que tejen el tejido (textus) de las
vidas humanas narradas en el texto de Shakespeare. El destino acaba siempre cumpliéndose
al final, pero es ambiguo y oracular en sus términos e incierto en su
desarrollo. El director de fotografía
Bruno Delbonnel ha sabido plasmar esto magistralmente en una serie de
potentes imágenes ambiguas que son las que realmente tejen la película. Son la
más pura expresión del “capricho” tal como se entiende en arquitectura: una
fantasía creada en el set de rodaje, castillo y páramos de Escocia
artificiales, espacios sin lugar. Llaman la atención inmediatamente, por
obvias, las imágenes de la niebla, aptas para la fantasmagoría, pero son
todavía más sutiles las espléndidas de las sobreimpresiones en que las
arquitecturas soñadas abren la puerta de lo sublime dinámico.
En el estudio de cine se recrea en un contrapicado
vertiginoso el suelo geométrico de la habitación de un castillo en que no se
sabe si es de noche o día; de la niebla del vacío va surgiendo la figura, el
decorado de la ruina de una cabaña con la fantasmagoría de Friedrich; una ruina
que luego resultará improbablemente habitada; perdida en el páramo de lo
elemental, aunque bien señalizada y accesible.
Muchos espectadores conocen los textos, no es un secreto
el desenlace. Por eso, la clave de la película no está en la acción dramática
que acaba inexorablemente en tragedia sino en la imagen, en los caprichos de la
imaginación exacta. Y aquí no solo entra en juego lo visual sino lo sonoro,
esos golpes sordos que interrumpen pensamientos, soliloquios en forma de diálogo
y momentos de la vida en corte. Todo ello crea un contraste sumamente
interesante que mantiene en vilo al espectador interesado, no tanto en lo que
va a pasar, ya conocido, sino en lo que todavía no ha pasado, por no percibido
aún. La tortura, pasión, inseguridad de los personajes, en sus parlamentos
contrasta con la frialdad de los muros que no albergan la tragedia, sino que
transcurre en ellos, pasa en ellos, pasa de ellos. Los personajes recitan, los
espacios hablan, a su manera. Los umbrales suben hasta el infinito oscuro de lo
sublime abandonando a los seres humanos. A estos, como en el más puro
nihilismo, solo les cobija su propia inseguridad.
La película construye una arquitectura audiovisual de la
fatalidad. Y su categoría estética es la de fuerza (la fuerza del destino)
separada de la moralidad. Donde impera la fatalidad anda siempre cerca la
brutalidad a través de la que se ejerce. Lo existencial cede aquí el paso a lo
mitológico. En esta adaptación los protagonistas son monstruos tardíos manipulados,
empujados por pasiones sobrehumanas de las que no pueden estar a la altura. El
acierto del director, técnicos y actores ha sido el saber metamorfosear esos
afectos especiales en unos efectos especiales memorables.
Thomas
Cole. El diablo arrojando al monje desde el precipicio.
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