lunes, 31 de enero de 2022

Macbeth

 


Póster de diseño que aúna el clasicismo de las letras y la vanguardia de la máscara en el contraste intenso de los colores. Letras que anuncian la tragedia y máscara que escancia su sangre. Una muestra de lo que ha dado en llamarse “el clasicismo de las vanguardias”, que lo hay, aunque parezca un oximoron. El color y el formato de pantalla son importantes, no solo el blanco y negro de rigor sino el 1:33 casi cuadrado que surge vaciando la pantalla por los lados. Vuelve el cine de arte y ensayo en estos guiños estilísticos que permiten las consabidas referencias a Dreyer, Welles, Kurosawa, Bergman… Sin olvidar, claro, al tópico recurso: el expresionismo. Donde estén las sombras no puede faltar la cita. Por momentos acuden también las sobreimpresiones asociativas con el hieratismo estatuario de Resnais en El año pasado en Marienbad. De Chirico y Piranesi no andan lejos. Ya con estos antecedentes cabe augurar una película de premios más que de público como casi todas las de culto.


Una vez claras las influencias quizá sea oportuno destacar los “caprichos” (arte) que permiten entender y disfrutar la película. El primero de ellos referido a los protagonistas. Según la tradición cabía esperar en ellos cuerpos jóvenes agitados por ambiciones desmedidas. No es así. Son viejos, sesenteros, con improbables habilidades para el combate o la concepción. Tampoco se esfuerzan por parecer verosímiles. Es una ambición crepuscular representada con eficacia. Sus parlamentos prosaicos, sin lo enfático de la declamación poética más bien parecen en ocasiones rutinarias discusiones conyugales, fruto de un afecto largo tiempo enfriado, que conflictos extremos de una pasión sobrevenida. ¿Por qué? Porque nosotros somos viejos, han explicado el matrimonio de director y actriz protagonista y les apetecía (están en su derecho) que los protagonistas se instalen en los umbrales de la tercera edad.

Hay más. La “modernidad” del elenco estriba también en la diversidad racial inclusiva que sorprende respecto a la tradición monocolor. Como ha señalado muy bien Denzel Washington habrá un momento en que no haga falta llamar la atención sobre esa diversidad porque será un hecho normal, no solo peaje de una obligada re-visión de la historia como se está llevando a cabo ahora en buena parte del cine. Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas desde que se abriera paso Sidney Poitier en aquella memorable Adivina quién viene esta noche. Pero no lo suficiente.



Sin duda, el “capricho” más demorado (según ellos) ha permitido disfrutar de la que quizá es la mejor interpretación condensada de la película, la de Kathryn Hunt. Compone al inicio una de las más sorprendentes performances  que se hayan visto en la pantalla. Es puro lenguaje corporal de las fuerzas elementales que se manifiestan a través de ella metamorfoseada en las tres brujas. Es la boca de la profecía de otros seres superiores, más profundos, (recuerdan a Las Madres de Goethe) que por un momento Macbeth alberga en su mano sin que le esté permitido darles órdenes cuando quiere saber más. Su emergencia en la habitación enlosada a través del agua primordial, su desaparición una vez entregado el mensaje, constituyen uno de los momentos plásticos más poderosos de la película.



Son imágenes de las que tejen el tejido (textus) de las vidas humanas narradas en el texto de Shakespeare. El destino acaba siempre cumpliéndose al final, pero es ambiguo y oracular en sus términos e incierto en su desarrollo.  El director de fotografía Bruno Delbonnel ha sabido plasmar esto magistralmente en una serie de potentes imágenes ambiguas que son las que realmente tejen la película. Son la más pura expresión del “capricho” tal como se entiende en arquitectura: una fantasía creada en el set de rodaje, castillo y páramos de Escocia artificiales, espacios sin lugar. Llaman la atención inmediatamente, por obvias, las imágenes de la niebla, aptas para la fantasmagoría, pero son todavía más sutiles las espléndidas de las sobreimpresiones en que las arquitecturas soñadas abren la puerta de lo sublime dinámico.



En el estudio de cine se recrea en un contrapicado vertiginoso el suelo geométrico de la habitación de un castillo en que no se sabe si es de noche o día; de la niebla del vacío va surgiendo la figura, el decorado de la ruina de una cabaña con la fantasmagoría de Friedrich; una ruina que luego resultará improbablemente habitada; perdida en el páramo de lo elemental, aunque bien señalizada y accesible.






Muchos espectadores conocen los textos, no es un secreto el desenlace. Por eso, la clave de la película no está en la acción dramática que acaba inexorablemente en tragedia sino en la imagen, en los caprichos de la imaginación exacta. Y aquí no solo entra en juego lo visual sino lo sonoro, esos golpes sordos que interrumpen pensamientos, soliloquios en forma de diálogo y momentos de la vida en corte. Todo ello crea un contraste sumamente interesante que mantiene en vilo al espectador interesado, no tanto en lo que va a pasar, ya conocido, sino en lo que todavía no ha pasado, por no percibido aún. La tortura, pasión, inseguridad de los personajes, en sus parlamentos contrasta con la frialdad de los muros que no albergan la tragedia, sino que transcurre en ellos, pasa en ellos, pasa de ellos. Los personajes recitan, los espacios hablan, a su manera. Los umbrales suben hasta el infinito oscuro de lo sublime abandonando a los seres humanos. A estos, como en el más puro nihilismo, solo les cobija su propia inseguridad.



La película construye una arquitectura audiovisual de la fatalidad. Y su categoría estética es la de fuerza (la fuerza del destino) separada de la moralidad. Donde impera la fatalidad anda siempre cerca la brutalidad a través de la que se ejerce. Lo existencial cede aquí el paso a lo mitológico. En esta adaptación los protagonistas son monstruos tardíos manipulados, empujados por pasiones sobrehumanas de las que no pueden estar a la altura. El acierto del director, técnicos y actores ha sido el saber metamorfosear esos afectos especiales en unos efectos especiales memorables. 

                       Thomas Cole. El diablo arrojando al monje desde el precipicio.






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