sábado, 2 de julio de 2022
sábado, 11 de junio de 2022
(per) versiones del humanismo tecnológico (4)
No hace falta demonizar a las tecnologías para proponerse como salvadores, basta con tener en cuenta todas las aportaciones ciudadanas(utilizándolas como herramientas) a los ámbitos de la educación, la cultura, el arte, las biotecnologías, la medicina etc. La condena de abusos no debe llevar a la demonización de los usos. Desde Ortega ha habido en España una tradición de humanismo tecnológico, ilustrada, que no ha caído en las trampas de lo binario, de las ilustraciones parciales, de tener que elegir entre el “Leviatán tecnológico” de Hobbes o la “democracia liberal” de Locke. Hay más ilustraciones y modernidades.
En línea con otros arrepentidos/as que antes vivían en la pantalla y ahora que están todos se sienten solas, arrecian sus críticas al totalitarismo de lo digital. Naturalmente, hay la salvedad de que en modo alguno se reconocen como negacionistas, pero no hay más que medir el espacio en los libros consagrado a la descalificación de los abusos que las tecnologías (ellas) cometen con nosotros y el destinado a destacar los beneficios del empleo correcto y responsable. Es sintomático que se siga prolongando el discurso distópico de lo que hacen con nosotros y no se destaque en igual medida lo que también desde su nacimiento hacemos con ellas; no subrayan que todo depende de nosotros en vez de que todo depende de ellas.
Si partimos de que somos seres tecnológicos, ciudadanos que usan tecnologías, ese tipo de crítica a las tecnologías es un disparate y una mala herencia de la Escuela de Frankfurt, de la llamada teoría crítica. Si se puede hablar de una teoría crítica digital tiene que serlo de los sujetos que usan tecnologías no de las tecnologías que usan a los sujetos al estilo de las distopías ciberpunk de los 80 y 90. La crítica total a una totalidad estetizada se les vuelve en contra. En esa inversión de los sujetos cabe ver una metamorfosis del determinismo tecnológico: un presente agobiado, preludio de un futuro peor e irresponsable. El humanismo tecnológico menos perverso es el de la responsabilidad pública ciudadana basada en su capacidad de decisión sobre su presente y futuro en el marco de la ley, no en una ética privada de la ejemplaridad y dignidad humanas, buenistas, con más que sobrados ejemplos de corrupción a todos los niveles.
Yo creo que solo con las utopías limitadas nos salvaremos de las distopías ilimitadas. Todo depende de nosotros. Las tecnologías (ellas) en ninguno de los dos casos cambiarán la existencia. Al imaginario del control ilimitado, distópico y dictatorial se contrapone ahora el control utópico, limitado, ciudadano. Lo digital, que se demoniza como una tecnología de dominación, se ha revelado desde hace décadas como una extraordinaria tecnología asistencial. Y no es cierto que por parte de las tecnologías se hurte a los seres humanos la decisión ciudadana, son las instituciones quienes suelen hacerlo. En este caso, el uso de lo digital es lo más opuesto al cambio, especialmente en la educación. Firmar electrónicamente no equivale a ser más capaces de decidir que con la analógica.
En vez de ponernos estupendos estéticamente cuando hablamos de nuevas tecnologías, ¿no sería más sensato reclamar el gris complejo y ambiguo de la teoría?
jueves, 9 de junio de 2022
martes, 7 de junio de 2022
(per)versiones del humanismo tecnológico (3)
Primero unas consideraciones generales y dejo para otro
día la mención específica a España.
Aprovechando la pandemia los peligros parecen haberse multiplicado:
la antítesis virtual/real finisecular se ha rejuvenecido con la próxima pérdida
total de la presencialidad en la disolución on line; el control digital a
través de nuestras pobres huellas de usuarios no deja escapatoria; el sin dios
de las redes sociales es la ley de la selva; las grandes plataformas se lucran
con nuestra sangre digital y monetaria dejando pálidas las distopías ciberpunk.
Son minucias que el éxito de la vacunación haya combinado la presencialidad de
admirables sanitarios con grandes bases de datos que hicieron posibles las llamadas y emisión de
pasaportes digitales, que las redes sociales hayan paliado el encierro físico y
mantenido la comunicación, que las biotecnologías hayan posibilitado en poco
tiempo las vacunas…, El caso es quejarse. Sin embargo, tamaña ceguera en el
pretendido humanismo llorica no es casual y da que pensar.
Forma parte de un contexto más amplio que pervierte el
humanismo tecnológico cuando se apresta a defenderlo. La ignorancia del
humanismo clásico y moderno (más allá de cuatro citas), la carencia de una
teoría de las tecnologías ligada a su complejo uso en el presente, el sesgo en
los análisis y la globalidad descalificatoria en las conclusiones arrojan
serias dudas sobre la validez del método empleado: una crítica totalitaria de
la totalidad. Es decir, antihumanista. No hay que confundirse cuando conceden
que no todas las tecnologías son malas, que todavía puede haber remedio, que
tiene que haber un pacto. No hay que confundirse, no están reviviendo el
proyecto humanista e ilustrado de McLuhan de “pilotar” y “torcer” el signo de
las tecnologías mediante el arte, creando nuevos entornos.
Aunque, como
veremos, se trata de una cuestión de estética política. Con una trampa lingüística
que, no por repetida, es más evidente. Todo lo contrario.
viernes, 3 de junio de 2022
(per)versiones del humanismo tecnológico (2)
En la segunda mitad del siglo pasado (y todavía ahora) hubo un descrédito de la palabra humanismo por identificarlo con una visión antropocéntrica de dominio, basada en antecedentes como el mandato bíblico de dominar la tierra, el hombre medida de Protágoras, el hombre “camaleón” de Pico della Mirandola, centro del universo y capaz de infinitas posibilidades identitarias, con una dignidad proveniente de su creación a imagen y semejanza por dios y, sobre todo, insistían, por la raíz cartesiana, como tecnologías de la mente, de la razón. Basar las tecnologías en la dignidad humana podía llevar inevitablemente a los excesos del “moderno Prometeo”. Las críticas a esta visión antropocéntrica provenían especialmente de las grandes autoras estadounidenses con magníficas obras sobre tecnologías que la identificaban como machista y depredadora de la naturaleza. No ayudaba la conversación de Nixon con los astronautas que fueron a la Luna en la que se invocaba el mandato bíblico del “y dominad la tierra” como justificación de la colonización espacial.
En Europa la situación era, cuando menos, penosa. Había toda una tradición, que llega hasta hoy, de Jeremías y Casandras de las nuevas tecnologías que, atenuada en sus descalificaciones para no parecer demasiado carcas, enumeraba con delectación morbosa todos los peligros que comportan, desde el control panóptico a la desaparición del libro, de papel se sobreentiende, aunque se lea más que nunca, en digital. Me curaron de espanto los escritos sobre la técnica del ultra conservador Ellul de gran predicamento en USA, el “terrorismo tecnológico” de Baudrillard y Virilio. De este último es la tranquilizadora hipótesis de que cada nueva tecnología encierra la posibilidad de un accidente. Su morbosa enumeración en todos ellos no oculta propósitos de autopromoción, de vendernos algo. En España, por las mañanas nos ameniza los desayunos una compañía de seguridad insistiendo en la posibilidad de que te entren en casa y desde luego el riesgo es inminente en tu casa de la playa (que todos tenemos). Una voz, generalmente femenina, dice que se “queda muy tranquila” porque ya le han instalado la alarma. Pues eso, algunas versiones del humanismo tecnológico se ofrecen ahora como empresas de seguridad frente a la deshumanización tecnológica que nos invade. Solo falta que le pongan la palabra “lacra” para caracterizarla, éxito asegurado.
martes, 31 de mayo de 2022
(per) versiones del humanismo tecnológico (1)
"Que veinte años no es nada", dice el viejo tango de Gardel. Según para qué y para quién. En mayo del 2000 publiqué en Revista de Occidente el artículo “Ortega y la posibilidad de un humanismo tecnológico”. Destacaba que, frente a sus compañeros de la generación europea del 14, ofrecía pensando en español una valoración positiva de la técnica. Pero lo que me impresionó más en ella fue la continuidad de su temprano proyecto de superación del idealismo al intentar fundamentarla. Ya no tanto o solo en su conocido texto del año 30, Meditación de la técnica, como en el seminal El mito del hombre allende la técnica y otros de los años 50. En estos años, frente al dilema planteado por Heidegger en el 47, en su Carta sobre el humanismo (hay que elegir entre el hombre o el Ser) Ortega elegía al hombre. Con una particularidad, no desde el discurso idealista de la dignidad ontológica humana, al estilo de Pico della Mirandola, antropocéntrico, sino, más bien, desde el discurso humanista de nuestro Fernán Pérez de Oliva, de la indignidad humana, consecuencia de su modo de estar en el mundo y su desvalimiento subsiguiente, fuente de compasión y solidaridad humanas. Era otro estilo de modernidad, que desmontaba el tópico de “era de la razón” en favor de la imaginación, la auténtica y gran facultad de la modernidad. También vinculaba la técnica, no al dominio, sino a la menesterosidad. En esos últimos años Ortega definía a la cultura como el esfuerzo natatorio para mantenerse a flote en una vida concebida como naufragio. Y la técnica ya no era tanto, como en los años 30, la creación de “sobrenaturalezas” (con las que, en vez de adaptarnos a la naturaleza, la adaptamos a nosotros) sino la creación imaginativa de nuevas realidades para sobrevivir.
¿Significaba todo esto un intento de “actualizar” a Ortega como patrón de las nuevas tecnologías digitales?
martes, 24 de mayo de 2022
viernes, 20 de mayo de 2022
sábado, 14 de mayo de 2022
El libro de todos los amores
“¿Es, en suma, ese nuevo amor al que hemos llegado tras
alcanzar su precio cero un ser inédito, un monstruo nunca visto ni imaginado,
una criatura que de poder ser observada nos moriríamos ipso facto de susto y
placer, de horror y éxtasis, de perfecto odio y perfecta unión? […] El amor de
lo pura y absolutamente desconocido para nosotros los humanos. El amor de lo
radicalmente otro. (Amor cero)
“El esfuerzo que hay que hacer para que el amor emerja a la ficción como sentimiento creíble es casi infinito” (Amor monstruo).
Ese panorama cero es un libro de micrologías, una cartografía de los amores en
la que se encuentran el remoto futuro del Apocalipsis y el remoto pasado del
Génesis. Pero el “Gran Apagón”, no es en rigor una distopía, ausente en estas
del amor que salva, tampoco una fácil regresión bíblica de romanticismo
genesíaco, siendo los contrapuntos entre él y ella (“plata y rubí”) recuentos
de un sexo sin pudor y vergüenza adánicos, de un amor táctil, algo novedoso en
el conjunto de la obra de Agustín Fernández Mallo. El Adán y Eva que surgen de
las ruinas de Venecia no provienen tanto de la ciudad física desmoronándose
como de la ficción de la bola de nieve que la encerraba y ahora, hecha añicos,
libera. El final es otro comienzo distinto del bíblico, el Amor sin
culpa, que no nace de la ruina de la culpa bíblica sino que es anterior a ella,
sin ella, el Génesis antes del Génesis. La culpa ha sido la ruina estéril del
misticismo romántico. No he encontrado en la cartografía del libro “Amor
místico”. Tampoco hace falta, pero es significativa la ausencia.
Más que una “novela filosófica”, como se anuncia en la
faja, sería una “fantasía exacta” de Agustín Fernández Mallo, “como un ratón en
la nieve, tratando de encontrar el corazón de una idea que me ayudase a
procesar lo visto y oído”. Es casi palpable en el libro la ebullición creadora
a la que está sometido el autor constantemente, la lucha tratando de procesarla
conceptualmente a través de la ficción. Al contrapunto se une el retorno, quizá
mejor, la espiral. Agustín no se olvida tampoco ahora de Trastorno de
Thomas Bernhard, de esa lucidez al borde, pero antes, de la locura en los
magníficos soliloquios del “embajador”, la clave. Esto configura una forma de
hacer que se hace todavía más patente en esta última entrega. Lejos de la
tuberculosis de lo rizomático (antiguas querencias teóricas) se menciona aquí
una y otra vez la experiencia gozosa de un pensamiento “enredadera”. Eso no parece filosofía. Es la posibilidad que emerge tras su ruina.
Merece la pena detenerse en ello. Este libro es una obra
sinestésica, poliestética, en la que entran en juego todos los sentidos al servicio de una sensibilidad cognitiva… de los objetos. Aunque afirma,
y tiene razón, que el gusto no es una cuestión estética, sino de supervivencia,
lo cierto (diría el personaje del profesor de latín) es que “sabiduría”, saber, viene
de sapere, de gustar, de que sabio, como ya dijo el poeta Petrarca criticando a los filósofos medievales, no
es el que cita más libros, sino el que tiene el gusto de las cosas, el que es
capaz de paladearlas conceptualmente, aunque sepan amargas. El gusto es el
único modo de supervivencia cultural: que te guste incluso lo que no te gusta,
pero que aprecias. La sabiduría es agridulce. El gusto de las cosas… pero, ¿de
qué cosas?.
Parecería que Fernández Mallo se contrae en algunos
momentos. Destacado como un pionero en la literatura de las nuevas tecnologías
en español (Jara Calles) expresa ahora ciertas reticencias: “No es el «Internet
de las cosas» lo que nos salvará de la soledad individual, sino el amor de las
cosas”. Pero no es el escrito de un viejo/a arrepentidos, muy común en nuestros
días, sino el testimonio de una fidelidad sin desengaños: Agustín ha sido
siempre un usuario que ha tomado a las tecnologías como herramientas, solo eso,
como aquellas que prometían aquello que cumplían: “hágalo usted mismo”. Hay que
recuperar los vídeos con el móvil de su peregrinación a la Spiral Jetty, al
lugar en que enloqueció Nietzsche, o el que le sigue en la “directísima” hacia
la cabaña de Wittgenstein: allí siempre aparece el humilde objeto sorpresa, el
cartucho gastado tras una tapa, la hoja volandera o el clavo escondido. En los
vídeos se oyen sus pasos, se ve la punta de los zapatos, testimonio de esa
necesidad de estar ahí. Hasta cierto punto. No es el viajero romántico. Llama
la atención que quien se ha pateado medio mundo, colgando sus zapatos en el
mítico árbol, renuncie a acercarse físicamente a Passaic, a cuatro pasos, por
pereza, y prefiera hacerlo on line. Para eso están también las tecnologías.
La enredadera, este libro, es la metáfora, expresión, del
Amor expansión, “planta enredadera cuyo destino es crecer sin tregua;
mejor dicho, sin remedio”. La característica de la enredadera es que no se
opone sino que se expande. No es “anti”, una forma deficiente de ser, sino que
suma, y en ello no está la sumisión, sino la diferencia. Tampoco es un
pensamiento dialéctico, estilo escuela de Frankfurt, sino platónico, de ese
Platón genérico que según Whitehead tiene a la Historia de la filosofía como
una nota de página. El cero, el no ser, no es la Nada, sino lo otro, ser otra
cosa, dice en el Sofista. En vez del “es” magro de la definición, es ser
esto y lo otro. Uno se describe, por lo que no es, el concepto más allá del
concepto, la ficción, la “fantasía exacta”. El no ser es el ser que se expande.
Más allá de la etiqueta de la “complejidad” y lo “relacional”.
Tengo la impresión, quizá infundada, de que Agustín con
este libro da un paso más en el método, en el camino, viendo agotados ciertos
paradigmas (Cortázar, Foster Wallace) algo que pudo producirse también en su
obra: las variaciones sobre lo mismo que pueden convertirse en lo mismo sobre
las variaciones. Pero ser “entre” significa tener en cuenta eso, dado por
categóricamente agotado y salvarse en lo “otro”. A ello apunta el Amor cero
antes citado, pero intentemos rebajar la seriedad de la cita. Recreemos la habitación del autor: un
cuarto de hotel con el canal de publicidad silenciado; aeropuertos que insiste
en llamar “no lugares” (hay una anécdota impagable en su obra sobre el no
aeropuerto inclinado de Salamanca); dejemos que se aleje de Jameson: “El así llamado capitalismo tardío no
es tal. El capitalismo no ha hecho más que empezar. (Amor capitalismo)”.
Todavía se puede escandalizar más a poetas que acaban de descubrir el marxismo
académico rentable: “el dinero es el objeto más poético que existe”. Decididamente, no le demos más vueltas, es una
“novela filosófica”.
viernes, 29 de abril de 2022
El desencanto del Progreso
Este es un libro que funciona como un pharmakon: detallando
las falacias en torno al progreso tecnológico (el prurito de la “innovación”) ayuda
paradójicamente también a conjurar los discursos catastrofistas sobre las (no
tan) nuevas tecnologías. Los autores nos hicieron el regalo, allá por 1998, de
la traducción de la mítica antología Mirrorshades. Pero, a diferencia del
ciberpunk, ellos defendieron en obras posteriores que las tecnologías (ellas) no
nos cambiarían la existencia, que eran herramientas, y que lo decisivo era el
uso social que se hiciera de las mismas. Este punto, la vertiente ética de las
tecnologías, su no neutralidad, ha estado siempre presente en los análisis como
espina dorsal de su “quintacolumnismo”. Merece la pena insistir en ello, pues
el enfoque del control ciudadano responsable de las nuevas tecnologías no es habitual. Con
el caramelo manoseado de innovar en la información, la participación digital,
se hurta lo más importante, la decisión ciudadana sobre los proyectos de los
que solo son herramientas, pero afectan a todos.
La crítica al “progresismo tecnológico” no implica en
ellos la renuncia al “pensamiento progresista”. Todo lo contrario. La figura
que lo encarna, “el luddita reflexivo”, se distancia tanto de la “tentación
apocalíptica” como del neoliberalismo, el “capitalismo salvaje” y la “economía
informacional” apostando por el cambio social mediante pactos y regulación de
las tecnologías. Conjurando el fantasma del determinismo tecnológico, recomiendan
no olvidar el pasado, pues no todo tuvo por qué ser así, ni todo tiene por qué
serlo ahora y menos en el futuro. Comiencen a leer el libro por la “Coda”.
Nostálgicos del “corto verano de anarquía digital” que
significó el software libre, todavía resuenan en mi cabeza las broncas de
Andoni en los Congresos por usar Windows en vez de Linux. Agachábamos la cabeza
los traidores y no sabía dónde meterse Javier Echeverría.