A veces la
animación da la oportunidad única de asistir al proceso en que el alma se
desalma, es puro cuerpo de tierra y vuelve a sus orígenes, a la ternura salvaje
de lo elemental, emprende un viaje esperanzado hacia la nada de luz cegadora
cobijando en su seno a la vida naciente. Este es el caso del extraordinario
cortometraje de Marc Riba y Anna Solanas, Canis,
2013.
Han sabido
crear una geografía emocional minimalista de lo que se deshace, insiste,
abstrae. El fotograma inicial muestra una casa en ruina sostenida, con pequeño
surtidor fuera de servicio pero todavía vigilante, mudo espectador de la
tragedia; un escenario hopperiano en que la devastación es producida a la vez
que documentada por esa luz incierta de los desiertos, escenario de apocalipsis
pero también de la vida prehistórica: un “pos” que es un “pre” ya que todo se
reduce a comer o ser comido. El corto está apoyado, empujado, no por una música
colorista y de contrastes, sino por una banda sonora sin (afortunadamente) una
sola palabra indicadora ni molesta voz en off omnisciente, solo ese ruido monótonamente
modulado de cabeza borradora que provoca desde el primer instante el sentimiento
de la inhospitalidad, más desolador que el de lo siniestro. Ruido de hilo de sierra acústica mezclado con ladridos y gruñidos y silencios en espera, creador de un presente ominoso y un futuro entreabierto. El blanco y
negro abstrae de la acción limitada de los muñecos para destilarla como puro
gesto de una crueldad no exenta de sentimientos. Las imágenes no tienen ningún
mensaje, ellas son el mensaje.
Y no porque no
pueda extraerse una posible novela de formación, prueba
iniciática, de rito de paso, que culmina cuando el muchacho se coloca la llave en el
cuello y repite los gestos del padre que antes le horrorizaban. Quedan atrás los gestos de El Grito de Munch con que cerraba ojos y oídos ante los ladridos, los desmayos por la experiencia de su animalidad pujante. Como en la tradición del romanticismo negro es la naturaleza, con toda su sordidez, la que va a propiciar el despertar y el crecimiento desde el instinto de supervivencia: no cambia, le cambian las circunstancias, iniciándose la metamorfosis en la que conviven la garra que aprieta el palo y la mejilla por la que emerge una lágrima. Belleza en la crueldad sin posibilidad de sublimación, belleza humana al fin y al cabo. Este corto es una pequeña joya en imágenes de lo que es una de las tradiciones más genuinas de nuestra modernidad latina: el humanismo de la indignidad humana.
No es la prosa
sino la poesía de las imágenes lo que predomina. Imágenes que se cruzan y en
ese cruce de miradas van a resolver la encrucijada a la que nos había llevado
el corto. Es el momento de los seres intermedios. Ella, el personaje más
interesante, con media cara quemada y la otra media endurecida albergando un deje de
tristeza, recubierta de piel de perro, elevándose desde las cuatro patas,
llamando: déjame entrar, no sabe decir. Es muerte pero también vida compulsiva en ese coito chocante al que también se apunta el perro doméstico formando un insólito trío. Al final le entrega al muchacho muriendo lo que le convierte en un ser híbrido, un superviviente, ya no tiene miedo a
los perros, con una mano aprieta el arma y con la otra acaricia el regalo, la (su) nueva vida.
Excelente reseña de un cortometraje que nos presenta una naturaleza opresora al tiempo que liberadora. El niño se me empujado a apretar el palo y es entonces cuando queda libre para la nueva vida. En el lugar donde rige la pulsión de vida y muerte no hay lugar para el miedo, ni siquiera para el horror. Gracias por la entrada y el enlace. Un abrazo
ResponderEliminarExcelente reseña de un cortometraje que nos presenta una naturaleza opresora al tiempo que liberadora. El niño se me empujado a apretar el palo y es entonces cuando queda libre para la nueva vida. En el lugar donde rige la pulsión de vida y muerte no hay lugar para el miedo, ni siquiera para el horror. Gracias por la entrada y el enlace. Un abrazo
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