Si algo distingue a un escritor
posmoderno es su capacidad para gestionar la contradicción. Presenta una obra como
innovadora bajo el paraguas de teorías viejas; le molesta sobremanera la
acusación de falta de sensibilidad ética e imparte incansable conferencias
sobre su visión del mundo; no cree en la realidad pero se la apropia; su ser
consiste en una adictiva necesidad de estar; se le ve en todos los sitios pero
afirma habitar un no lugar; en la crisis de la representación su existencia se
divide entre presentar y ser presentado; se siente incomprendido porque se ha
escrito mucho sobre el heroísmo de la vida moderna pero no se sabe apreciar el
otro heroísmo, el de la condición posmoderna; por todo ello es una figura
melancólica que persigue siempre el favor del público y cuando lo consigue
juega con la ficción de sentirse íntimamente traicionado. Mira fijamente al
espectador y con ironía cómplice parece decirle:
"Tú conoces, lector, este monstruo
delicado,
—Hipócrita lector, —mi semejante, — ¡mi hermano"
El "monstruo delicado" de Baudelaire se aburre de estar aburrido y ensaya otra ficción: el reconocimiento de que es un monstruo pero delicado. Porque, se pregunta retóricamente Daniel Mantovani, el premio Nobel argentino, aunque fuera ese monstruo ¿me invalidaría como artista?
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