Momento tardío de reposo después de
una mañana intensa con visita guiada al circuito de las Médulas, subida al
mirador de Orellán, descenso ajetreado al lago de Carucedo. Estoy acabando de
comer en la agradable terraza del complejo Agoga con un entorno idílico:
jardincito rústico recogido en pequeñas cercas de madera, flores y plantas que
se entretejen con ellas, sonido monótono y saltarín de dos pequeñas fuentes,
una con pececillos rojos nadando en círculo, césped bien cuidado, un airecillo que
acaricia alejando el bochorno del mediodía, cantos de pájaros, sonido envolvente,
familiar, tranquilizador, de animadas conversaciones en una sobremesa que
prolongan, algunos se demoran y amodorran con los chupitos de avellanas. Levantando
la vista, al fondo, arriba, sobre los árboles una de las médulas, junto a ella
otro símbolo de la placidez de los días al aire libre, la estela de un avión a
reacción, bien definida como una flecha hacia su blanco y tan natural como las
pequeñas nubecillas que se deshilachan en el cielo a su alrededor.
Y de pronto, antes no había prestado
atención a ese ruido, emerge del hilo musical el tema de Twin Peaks. Los bajos sostenidos arrojan un velo de irrealidad
sobre la naturaleza luminosa. Es como si el filtro sonoro matizara la
imagen visual. Y todo lo visto, oído, leído, sentido hace unas horas vuelve a desfilar
como en una película de imágenes complejas. Es el momento de los sentimientos
ambiguos.
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