Pocas
películas como esta (de)muestran la inutilidad del método dialéctico de la
escritura, de la filosofía, aplicado a la imagen. Incluso la voz en off
(supuestamente narrativa, ella misma ficción) contribuye al efecto de
extrañamiento. La nueva escuela de Berlín no es la herencia Kluge. Solo hay que
ver para entender: las imágenes dialécticas, frontales, han dejado paso a las
imágenes de perfil, ambiguas. Son la exposición de la falta de salida de lo
binario, de pensar la (no con) imagen como dialéctica en estado de suspensión.
En las dialécticas se llega a esa suspensión, parálisis, falta el elemento
amor, solo hay pánico, asombro, hotel Abgrund. Aquí, el presente no redime al
pasado, solo buscan el olvido por el amor. “Es una historia de amor en el limbo de lo que es el
tránsito”, ha declarado Petzold en un magnífico resumen que dice todo y no dice
nada, aunque tiene el valor de espantar cualquier entrevista que pregunta por
la “narración” y no por las imágenes.
Lo llamativo, lo desazonante para
algunos, es que se trata de tres películas de víctimas en que ellas se niegan a
serlo y el director lo respeta. La huella icónica es la falta de expresividad en el
rostro, ya sean los personajes de Nina Hoss o de Gregg y, sin embargo y en
particular este último, tienen una presencia poderosa en la pantalla. De una
corporalidad extrema. El perro apaleado no anda nunca derecho, así Gregg,
ligeramente ladeado, temiendo algo, esperando algo, un hombre lo detiene y otro
lo empuja. En una geometría con ausencia de seres humanos, una geometría hecha
de vacíos en el caso de las migraciones: “te miran pero no te ven”. Desde Camus
es difícil concebir la auténtica extranjería sin una historia de amor corriente
que lo cambia todo imposibilitando la tragedia dialéctica. ¿Para qué querer
quedarte a una carta conceptual cuando te reparten todas en imágenes? Pero lo
trastoca todo. Así, en la película, la esencia de lo real como historia es lo
surreal en imágenes, esta es la esencia poco esencialista: los ángeles
pensativos de Wenders bien temperados con los humanos demasiado humanos de Fassbinder.
Dice Petzold.
La renuncia suena a amor fou. Pero no es el suicidio de la espléndida Barbara Auer, tampoco el amor como pacto para morir de Kleist, ni siquiera hay un final Casablanca (tan tierno él) sino quizá más prosaico, de Ojos negros, nana incluida, para un judío errante. Un amor para la vida en bucle, antes del origen, cuando no se consigue (quiere) recordar nada, como Romano, como Gregg, que sigue esperando una presencia fugaz en el cristal de la imagen.
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