viernes, 14 de enero de 2022

aniquilar




Son tres relatos que se diluyen (¿aniquilan?) en una historia de amor. Houellebecq no ha tenido tiempo de ver Matrix Resurrections antes de escribirla, pero es posible que su personaje, Paul Raison, sí ya que la acción transcurre entre finales de 2026 y 2027. El dato no es banal. Después de años de extrañamiento acaba de descubrir que su mujer es muy parecida, casi idéntica, a Carrie-Anne-Moss en Matrix Revolutions, a esa Trinity cuyo póster decoraba su habitación de adolescente y animaba sus fantasías. Ficción y realidad se mezclan en esa historia de pérdidas y recuperaciones.

La novela tiene como -quizá todavía más- las anteriores una estructura de caleidoscopio social en la que el escritor va vertiendo sus observaciones a menudo ácidas, pero no exentas de humor e incluso de ternura: alojarse en un Ibis es un acto de humildad cristiana. Todo ello, entremezclado con la descripción minuciosa de sueños, prolijas reflexiones históricas, sociales y aún filosóficas puede dar la impresión de una narrativa a ratos deslavazada. Más aún, puede invitar a ponerle otra vez la etiqueta de “nihilista” y provocador apoyándose en el título de la novela. Sin embargo, me atrevo a proponer que se preste atención a las potentes imágenes que, a veces, dibujan algunas pocas palabras. Paul se topa en los pasillos del hospital con una anciana de unos 80 años, espelurciada, desnuda, solo con un flojo pañal por el que se escapa un colgajo de mierda que mancha su pierna, empujando desorientada el andador…

La piedad sobre el desvalimiento humano en el presente se impone a digresiones metafísicas sobre el absurdo de su condición. Houllebecq y su personaje no aman al mundo (afirman) pero sí a la vida, es decir, al presente. Para vivir es necesario, dicen, eliminar lo que es una condición oculta del nihilismo: la esperanza. Paul tiene sueños, muchos, pero todos nocturnos, con retazos de la vigilia, no diurnos, de esperanza como los de Bloch en El principio de esperanza. Casi es schilleriano cuando repite una y otra vez que no hay derecho a sacrificar al ser humano del presente por el futuro. Y si no hay más remedio es preferible un fin apacible poshumano como el de Daniel en su libro y película La posibilidad de una isla. Casi se me olvidaba, Paul es un gran burgués, un enarca, eso sin duda facilita vivir (en) un presente sin esperanzas. Paul no cree que se pueda mejorar el mundo, por no votar en política no vota ni a los suyos. El profundo amor a la vida se manifiesta en la bebida, los restaurantes, los paisajes y, especialmente, en el sexo, incluso en momentos terminales. O, sobre todo, en ellos. Como en el sexo (observa) así en la vida había intentado hacerlo todo: de lado.

Vivir de lado tiene sus ventajas y propicia una estética jánica de desdoblamiento: la vida es absurda, pero no se vive mal mientras nos dejan. No oculta su admiración por Pascal y su forma descarnada  de referirse a la condición humana. De esta manera Paul se ve como una “nada relacional” como “isla rodeada de nada”, sin ataduras de amigos y relaciones sociales. Hasta cierto punto. En una isla, pero con Prudence y amigos fieles como Bruno, siempre dispuestos a echar una mano, y una familia que le quiere a pesar suyo. Él mismo se extraña de ser tan querido. No es malo el balance: “en resumen: había vivido”. Y respecto a ese futuro, tampoco queda excluido y sale hasta mejorado, como en el verso de Musset que citan: “de un siglo sin esperanza nace un siglo sin miedo”. No es poco. 

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