Hay un cierto tipo de cine para ser premiado en Cannes, trabajar con él en el ordenador y no pisar las salas de cine. Decir que es cine lento habla más que de la película, de la lentitud de entendederas del supuesto “espectador”. Tampoco ayuda mucho la indagación metafísica de si se trata de una imagen tiempo o imagen movimiento, muy adecuada para perderse la película, el tiempo y el movimiento mismo. Finalmente, caracterizarlo como no narrativo es una forma deficiente de ser. Es lógico relacionarlo con la imagen, pero en el sobreentendido de que se trata de imágenes visuales. Sin embargo, lo propio de esta película no son ellas (y las hay, excelentes, con enfoques muy cuidados) sino las imágenes sonoras. Puedes cerrar los ojos y desaparece el paisaje visual, no puedes cerrar los oídos, el paisaje sonoro está siempre ahí bajo la forma de silencio, ruidos, sonidos, música... Ya no es un paisaje del entender como ver, sino del percibir como escuchar.
Estamos ante un cine a la escucha. Es un cine para salirse de las salas de cine por la dificultad de la tendencia natural a la identificación. Se puede leer sobre cine, pero el cine no se lee. Se percibe. Y es preciso mantener abiertas todas las puertas de la percepción, sin llegar por ello al dogma de la inmaculada percepción. De hecho, esta película hace un uso continuo del glitch sonoro, ofreciendo al final una clave irónica en tono de humor. Nadie se la cree y su misma burda apariencia en una búsqueda cuasi mística indica que es mejor no seguir preguntando, incluso ahorrarse unos diálogos sobre la memoria sonrojantes. En esta película hay dos películas, la última sin figura humana, es decir, sin narración, pero desde el tiempo de las cosas. Aquí el protagonismo ínfimo de lo sonoro cambia. Es una película de paisaje, pero de dos paisajes, el sonoro y el de la naturaleza, a veces coexisten, otras no, en todo caso, aquel de manera balbuceante.
Hay una película en la que la memoria del oído trata infructuosamente en convertirse en oído de la memoria. Silencio de oscuridad en la presentación, silencio de sombras en los primeros minutos, concierto memorable de alarmas de coche sin causa visible. Golpe sordo inopinado. Sonidos de la lluvia. Ruido de las calles. Hasta 18,24, más o menos, no aparece la música, la especie habitual de lo sonoro (“el sonido no es una canción, es difícil de explicar”). A través del bosque de sonidos urbanos, Jessica deambula con actitudes, acentos, que parecen ser normales para los que la rodean, pero que dan la sensación de una extranjería de sí misma. La cámara toma nota de ello, la sigue respetuosamente, y ofrece planos generales (muchos) y medios de su figura, de su solitaria búsqueda, andando, sentada, de espaldas, de frente, ensimismada, esperando algo, como esas mujeres de los cuadros de Hopper. Las cosas también la esperan, así los planos fijos de un piso y una escalera, de un cubo de cristal, solitarios, hasta que aparece, se queda un momento y se va, ellos siguen ahí después de la visita. El cuerpo, ligeramente inclinado, de Jessica parece estar en una escucha permanente, avanzando una mano convertida en signo de interrogación.
Ciertamente, la película se publicita como, además de bella, misteriosa. Esto último es una señal de identidad de las películas del director. Pero también conviene recordar, al menos para percibir esta, que lo misterioso no está en lo bello, ni tampoco en lo oracular de algunos diálogos, sino en lo sublime, inasible, oscuro, enigmático e incluso amenazador de la naturaleza elemental, no urbanizada.
Hay una transición desde la naturaleza urbanizada
con sonidos de riachuelo y tormenta acompañando unos diálogos demenciales. Edificantes
pero prescindibles. En ellos no anida el misterio sino el kitsch. Desaparece Jessica y cobra protagonismo otro paisaje, una
naturaleza elemental, de selva, montañas, sin sonido, de momento. Los planos
fijos de larga duración recuerdan a los encuadres de James Benning con
largísima exposición, sin figuras humanas, en los que no sucede nada, pero que obligan a estar atentos al acontecimiento
de ese mínimo desplazamiento de una nube hacia fuera del encuadre. Antes de que eso
suceda acaba la película. Casi inaudibles, a los pies de esa naturaleza sublime, estremecidos durante unos brevísimos instantes, afloran unos leves sonidos fuera de
campo.
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