Se
puede teorizar sobre los cruces entre arte, cine, literatura (como si no pretendieran
todas ellas ser artes), pero es preferible experimentar en acción las sinestesias
de géneros y entonces la vida se vuelve gris y la teoría compleja, viva. La
ocasión la brinda una novela - ¿negra? ¿policiaca? – póstuma de Philip Kerr, Metrópolis. Ya el título evoca un
cuadro, una película, una novela. No en vano, pues con
sus autores conversará el detective Bernie Gunther en ese retorno a sus
orígenes después de los tumbos que le hace dar Kerr en las últimas novelas. El
resultado es la creación de una atmósfera difícil de respirar que acredita a
Berlín como capital del siglo XX después de la Viena fin de siglo.
La
lectura es para el cerebro un festín de sinestesias. El olor dulzón de los cadáveres
alineados en la morgue para que puedan ser visitados por los berlineses curiosos,
amantes, sobre todo, pese a todo, de la violencia. Es una secuela, otra más,
neurológica de la Gran Guerra. Así Grosz, después de un servicio militar breve
y accidentado, se pasea entre las filas de cadáveres buscando con interés los
cuerpos mutilados de las mujeres asesinadas, reventadas, para dibujarlos una y
otra vez. Barrios enteros mueren de inanición, pero no hay nada como una comida
en Horcher, naturalmente si eres invitado, ya que no te lo puedes permitir, y no
importa solo la degustación sino el recuerdo pormenorizado del menú. La bebida
es el combustible de la vida dañada: la cerveza que corre por la garganta
aliviando el schnapps que la quema y requiere; la petaca de buen ron austriaco que
ayuda a pasar de un crimen a otro; los garitos en que se mezclan el olor a
serrín, los orines y el matarratas de garrafa; los cafés en que se conciertan
citas y se deshacen. Los cabarés son el paréntesis de la vida cotidiana, el espectáculo
de evasión, del tacto furtivo, de la risa cruel por la miseria artística de
aquellas a quienes han prometido lo sublime los empresarios y solo son una colección
de juguetes rotos. Pero también de la vida al instante, del ser para la muerte,
pero todavía no, de ser para la vida, de estar ahora, de la decisión por el amor
hacia la inmortalidad del momento, de un barroquismo negro invertido, de la
danza histérica de la vida. Bernie piensa, al final, que recibirá muchas cartas de amor en despedida, diciéndole que solo ha podido ser (nada menos) un instante porque vive, huele, palpa,
ausculta, cose, demasiado las entrañas de Berlín: la sinfonía de la gran ciudad.