miércoles, 2 de febrero de 2022
lunes, 31 de enero de 2022
Macbeth
Póster de diseño que aúna el clasicismo de las letras y
la vanguardia de la máscara en el contraste intenso de los colores. Letras que
anuncian la tragedia y máscara que escancia su sangre. Una muestra de lo que ha
dado en llamarse “el clasicismo de las vanguardias”, que lo hay, aunque parezca
un oximoron. El color y el formato de pantalla son importantes, no solo el
blanco y negro de rigor sino el 1:33 casi cuadrado que surge vaciando la
pantalla por los lados. Vuelve el cine de arte y ensayo en estos guiños
estilísticos que permiten las consabidas referencias a Dreyer, Welles,
Kurosawa, Bergman… Sin olvidar, claro, al tópico recurso: el expresionismo.
Donde estén las sombras no puede faltar la cita. Por momentos acuden también
las sobreimpresiones asociativas con el hieratismo estatuario de Resnais en El
año pasado en Marienbad. De Chirico y Piranesi no andan lejos. Ya con estos
antecedentes cabe augurar una película de premios más que de público como casi
todas las de culto.
Una vez claras las influencias quizá sea oportuno
destacar los “caprichos” (arte) que permiten entender y disfrutar la película.
El primero de ellos referido a los protagonistas. Según la tradición cabía
esperar en ellos cuerpos jóvenes agitados por ambiciones desmedidas. No es así.
Son viejos, sesenteros, con improbables habilidades para el combate o la
concepción. Tampoco se esfuerzan por parecer verosímiles. Es una ambición
crepuscular representada con eficacia. Sus parlamentos prosaicos, sin lo enfático de la declamación poética más bien parecen en ocasiones rutinarias
discusiones conyugales, fruto de un afecto largo tiempo enfriado, que
conflictos extremos de una pasión sobrevenida. ¿Por qué? Porque nosotros somos
viejos, han explicado el matrimonio de director y actriz protagonista y les
apetecía (están en su derecho) que los protagonistas se instalen en los
umbrales de la tercera edad.
Hay más. La “modernidad” del elenco estriba también en la
diversidad racial inclusiva que sorprende respecto a la tradición monocolor.
Como ha señalado muy bien Denzel Washington habrá un momento en que no haga
falta llamar la atención sobre esa diversidad porque será un hecho normal, no
solo peaje de una obligada re-visión de la historia como se está llevando a
cabo ahora en buena parte del cine. Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas desde
que se abriera paso Sidney Poitier en aquella memorable Adivina quién viene
esta noche. Pero no lo suficiente.
Sin duda, el “capricho” más demorado (según ellos) ha
permitido disfrutar de la que quizá es la mejor interpretación condensada de la
película, la de Kathryn Hunt. Compone al inicio una de las más sorprendentes
performances que se hayan visto en la
pantalla. Es puro lenguaje corporal de las fuerzas elementales que se
manifiestan a través de ella metamorfoseada en las tres brujas. Es la boca de
la profecía de otros seres superiores, más profundos, (recuerdan a Las
Madres de Goethe) que por un momento Macbeth alberga en su mano sin que le
esté permitido darles órdenes cuando quiere saber más. Su emergencia en la
habitación enlosada a través del agua primordial, su desaparición una vez
entregado el mensaje, constituyen uno de los momentos plásticos más poderosos
de la película.
Son imágenes de las que tejen el tejido (textus) de las
vidas humanas narradas en el texto de Shakespeare. El destino acaba siempre cumpliéndose
al final, pero es ambiguo y oracular en sus términos e incierto en su
desarrollo. El director de fotografía
Bruno Delbonnel ha sabido plasmar esto magistralmente en una serie de
potentes imágenes ambiguas que son las que realmente tejen la película. Son la
más pura expresión del “capricho” tal como se entiende en arquitectura: una
fantasía creada en el set de rodaje, castillo y páramos de Escocia
artificiales, espacios sin lugar. Llaman la atención inmediatamente, por
obvias, las imágenes de la niebla, aptas para la fantasmagoría, pero son
todavía más sutiles las espléndidas de las sobreimpresiones en que las
arquitecturas soñadas abren la puerta de lo sublime dinámico.
En el estudio de cine se recrea en un contrapicado
vertiginoso el suelo geométrico de la habitación de un castillo en que no se
sabe si es de noche o día; de la niebla del vacío va surgiendo la figura, el
decorado de la ruina de una cabaña con la fantasmagoría de Friedrich; una ruina
que luego resultará improbablemente habitada; perdida en el páramo de lo
elemental, aunque bien señalizada y accesible.
Muchos espectadores conocen los textos, no es un secreto
el desenlace. Por eso, la clave de la película no está en la acción dramática
que acaba inexorablemente en tragedia sino en la imagen, en los caprichos de la
imaginación exacta. Y aquí no solo entra en juego lo visual sino lo sonoro,
esos golpes sordos que interrumpen pensamientos, soliloquios en forma de diálogo
y momentos de la vida en corte. Todo ello crea un contraste sumamente
interesante que mantiene en vilo al espectador interesado, no tanto en lo que
va a pasar, ya conocido, sino en lo que todavía no ha pasado, por no percibido
aún. La tortura, pasión, inseguridad de los personajes, en sus parlamentos
contrasta con la frialdad de los muros que no albergan la tragedia, sino que
transcurre en ellos, pasa en ellos, pasa de ellos. Los personajes recitan, los
espacios hablan, a su manera. Los umbrales suben hasta el infinito oscuro de lo
sublime abandonando a los seres humanos. A estos, como en el más puro
nihilismo, solo les cobija su propia inseguridad.
La película construye una arquitectura audiovisual de la
fatalidad. Y su categoría estética es la de fuerza (la fuerza del destino)
separada de la moralidad. Donde impera la fatalidad anda siempre cerca la
brutalidad a través de la que se ejerce. Lo existencial cede aquí el paso a lo
mitológico. En esta adaptación los protagonistas son monstruos tardíos manipulados,
empujados por pasiones sobrehumanas de las que no pueden estar a la altura. El
acierto del director, técnicos y actores ha sido el saber metamorfosear esos
afectos especiales en unos efectos especiales memorables.
Thomas
Cole. El diablo arrojando al monje desde el precipicio.
jueves, 27 de enero de 2022
viernes, 21 de enero de 2022
lunes, 17 de enero de 2022
viernes, 14 de enero de 2022
aniquilar
Son tres relatos que se diluyen (¿aniquilan?) en una historia de amor. Houellebecq no ha tenido tiempo de ver Matrix Resurrections antes de escribirla, pero es posible que su personaje, Paul Raison, sí ya que la acción transcurre entre finales de 2026 y 2027. El dato no es banal. Después de años de extrañamiento acaba de descubrir que su mujer es muy parecida, casi idéntica, a Carrie-Anne-Moss en Matrix Revolutions, a esa Trinity cuyo póster decoraba su habitación de adolescente y animaba sus fantasías. Ficción y realidad se mezclan en esa historia de pérdidas y recuperaciones.
La novela tiene como -quizá todavía más- las anteriores una estructura de caleidoscopio social en la que el escritor va vertiendo sus observaciones a menudo ácidas, pero no exentas de humor e incluso de ternura: alojarse en un Ibis es un acto de humildad cristiana. Todo ello, entremezclado con la descripción minuciosa de sueños, prolijas reflexiones históricas, sociales y aún filosóficas puede dar la impresión de una narrativa a ratos deslavazada. Más aún, puede invitar a ponerle otra vez la etiqueta de “nihilista” y provocador apoyándose en el título de la novela. Sin embargo, me atrevo a proponer que se preste atención a las potentes imágenes que, a veces, dibujan algunas pocas palabras. Paul se topa en los pasillos del hospital con una anciana de unos 80 años, espelurciada, desnuda, solo con un flojo pañal por el que se escapa un colgajo de mierda que mancha su pierna, empujando desorientada el andador…
La piedad sobre el desvalimiento humano en el presente se impone a digresiones metafísicas sobre el absurdo de su condición. Houllebecq y su personaje no aman al mundo (afirman) pero sí a la vida, es decir, al presente. Para vivir es necesario, dicen, eliminar lo que es una condición oculta del nihilismo: la esperanza. Paul tiene sueños, muchos, pero todos nocturnos, con retazos de la vigilia, no diurnos, de esperanza como los de Bloch en El principio de esperanza. Casi es schilleriano cuando repite una y otra vez que no hay derecho a sacrificar al ser humano del presente por el futuro. Y si no hay más remedio es preferible un fin apacible poshumano como el de Daniel en su libro y película La posibilidad de una isla. Casi se me olvidaba, Paul es un gran burgués, un enarca, eso sin duda facilita vivir (en) un presente sin esperanzas. Paul no cree que se pueda mejorar el mundo, por no votar en política no vota ni a los suyos. El profundo amor a la vida se manifiesta en la bebida, los restaurantes, los paisajes y, especialmente, en el sexo, incluso en momentos terminales. O, sobre todo, en ellos. Como en el sexo (observa) así en la vida había intentado hacerlo todo: de lado.
Vivir de lado tiene sus ventajas y propicia una estética jánica de desdoblamiento: la vida es absurda, pero no se vive mal mientras nos dejan. No oculta su admiración por Pascal y su forma descarnada de referirse a la condición humana. De esta manera Paul se ve como una “nada relacional” como “isla rodeada de nada”, sin ataduras de amigos y relaciones sociales. Hasta cierto punto. En una isla, pero con Prudence y amigos fieles como Bruno, siempre dispuestos a echar una mano, y una familia que le quiere a pesar suyo. Él mismo se extraña de ser tan querido. No es malo el balance: “en resumen: había vivido”. Y respecto a ese futuro, tampoco queda excluido y sale hasta mejorado, como en el verso de Musset que citan: “de un siglo sin esperanza nace un siglo sin miedo”. No es poco.
lunes, 10 de enero de 2022
Matrix re-visionada
“A mí lo que me interesa es que podemos creer en un futuro en el que todo está destruido, en el que las máquinas nos consideran la peste, pero en el que hay una persona especial que lo cambiará todo”.
(Declaraciones de Juanma, 17 años, después del estreno de Matrix Revolutions. El País, 6 de noviembre de 2003)
Con la sensibilidad que le caracteriza para todo lo referente al apocalipsis tecnológico de cualquier signo El Pais recogía estas declaraciones a horas intempestivas pues la secuela fue programada en diferentes franjas horarias para evitar el pirateo. Los avispados posmodernos no dejaron de subrayar la ironía del intento, ya que se trataba de una película de hackers. Juanma había detectado lo esencial del mensaje: la llegada de un cybermesías. En la atmósfera de misticismo tecnológico que rodeó a las películas desde su aparición el mensaje se abrió paso entre los más humildes (aka descerebrados) hasta la presente. Ahora el estreno de las secuelas de los blockbuster está programado y llega puntualmente a casa por Navidad, también esta, pero Neo, el Mesías, está perdido mientras oye las ocurrencias de sus pastores (“bullet-time”). Nosotros también.
Quienes se acerquen a esta secuela con la nostalgia de Ana Iris Simón para saber algo acerca del “abuelito” Neo y la “abuelita” Trinity en la Mancha de Matrix solo aguantarán los 55 primeros minutos. El que esto escribe fue visitado por Morfeo y se durmió pacíficamente (no es broma) durante los soporíferos diálogos con la general en Io y las minucias relativas a la preparación del ataque final. Luego tuve que castigarme oyéndolos. Con todo, desperté a tiempo para presenciar la orgía de violencia gratuita digna de Tarantino y sufrir uno de los cierres más cursis desde Nivel 13. El futuro es de color sepia, el pasado verde oscuro tirando a azul cobalto, entreverado de neón. El presente no existe, todo es retro futuro. Aunque no exactamente.
Recomiendo comenzar a ver la película después de los créditos últimos (antes de largarse buscando la salida) aguantando esa inesperada secuencia. Ahí está una de las claves. La de que no es exactamente retro futuro. Se inserta en un contexto habitual en cierto cine de hoy: la re-visión de la historia. Ojo, no la re-escritura. En este caso del cyberpunk y la seminal Matrix primera. El código de acceso ha cambiado y el viejo produce un glitch en el nuevo. El cambio se visualiza en una imagen y repite una y otra vez la palabra ya obsoleta: binario. Ya no vale el código binario. Es un código de nostalgia. Pero sirve todavía como referencia simbólica. De vez en cuando introducen imágenes en la primera parte para, dicen, alimentar la nostalgia de Neo. Pero las imágenes potentes del antiguo Morfeo (no invitado) todavía contrastan más con las del membrillo actor que lo sustituye. Bugs, de la nueva generación, ya no acepta la visión binaria del mundo y una elección que, en vez de ser un signo de libertad, reduce su vida. Puestos a elegir entre pastillas hoy día es más útil un paracetamol.