sábado, 25 de agosto de 2007

Cero absoluto

El fin de las distopías clásicas empieza cuando se desprenden de su carga de ambigua moralina y se quedan desnudas tal como son, como un ejercicio literario. En el caso de la novela de Javier Fernández, además, espléndido. Y lleno de evocaciones pues, tras un comienzo a lo Kubrick, lo elemental emerge en una pirueta macluhaniana como la neoexpresionista Realidad Virtual Real. Que los textos de registro periodístico en impecable jerga de apariencia neutra vengan firmados con las iniciales de importantes maestros de ciencia ficción es un juego de complicidades con el lector que se agradece.


En el texto de Ewers La araña (1907) se teje todo un relato, entretejido a su vez por Javier Fernández, en torno a un hecho, por repetido en apariencia banal: “hemos jugado todo el día”, anota en una escueta bitácora el lunes 21 de marzo Richard Bracquemont. Y, sin embargo, me parece que ahí está la clave de ambas narraciones que, de lo contrario, se escapan de las manos. ¿Cuáles son esos miles de gestos a que las gestas del yo quedan reducidas?


De modo que, al final, Richard como Robin, acaban jugando a lo que juega Clarimonde, a ser el reflejo de un yo inexistente. Pero no por eso menos mortífero: no, dice Richard, yo no me río, algo se ríe en mí de ese “yo no quiero”. Ese yo que juega a los espejos con el espejismo que mora en una habitación vacía. Un yo reducido a gestos sin reflejo. Un relato de vampirismo del yo, que Clarimonde le va sorbiendo a través de un tejido de juegos como la araña vacía de fluidos vitales a su presa.

Como en los mejores textos de E.T.A. Hoffmann, las peores pesadillas de las nuevas tecnologías tienen lugar cuando se unen el literato y el científico, la ciencia ficción y la ciencia especulación. En la novela, las grandes historias de amor fou, como la de Ricardo y Clarimonde, son un implante, en Ewers una alucinación. Es el viejo tema neoexpresionista de la mujer fatal travestido en el vampirismo de la máquina de realidad virtual, que vacía los cuerpos y mentes como la araña, dejando una apariencia de yo, manipulada por el “enjambre”.

El argumento, un hilo tenue, casi prescindible, tendido al comienzo y final de la novela sobre un fondo de alucinaciones expuestas con el máximo rigor y verosimilitud. En realidad, más que leer, he visto la novela como si fuera un texto pictórico de imágenes telepáticas en suspensión. El pintor sería Kubin, en su inolvidable La otra parte, con la ciudad de Perla, (perlas, alucinógenos) lugar adonde huyen los que odian la “modernidad” de las tecnologías, que sucumbe a la fuerza de lo elemental, y que tiene su trasunto en La Isla, homenaje a un Huxley en cuya decadencia se ha cebado Houellebecq. Y el cineasta sería, por supuesto, Cronenberg en The Brood, o si prefieren Cromosoma 3. Sin olvidar el personaje de Spider, buen papel para el vaciado Ricardo.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Todo el pasado por delante


Las distopías han devorado el futuro. Sin un futuro mejor, tienen lo peor del pasado por delante. Que es lo más atractivo, estéticamente hablando.


Las distopías no son ya las profecías de un futuro mejor, sino el diagnóstico de un pasado decepcionante. De un pasado que pasa de largo.

Las distopías, desde el punto de vista literario, ya no anticipan el futuro o extrapolan el presente, sino que ocupan el pasado. Son los “okupas” del pasado.

Ya no son ciencia ficción sino letra ficción. El autor no crea sino mezcla, a imagen y semejanza del Supremo Mezclador. El resultado es un yo, una identidad, un implante, del que es posible rastrear el origen hasta el Primer Implante y el Primer Implantador. Detrás no hay nada, pero queda mucho camino hasta llegar a ello. Y para contarlo.

La responsabilidad cambia de dirección: no mira tanto al futuro como hacia el pasado. El verdadero problema no es qué futuro vamos a dejar a nuestros hijos, sino qué pasado estamos dejando a nuestros padres.

A la puerta del Museo Nacional de Arte Reina Sofía solía apostarse un curioso personaje que, a grandes voces, ofrecía explicar el Guernica sin Picasso. Ahora nos toca hacer lo propio con el Angelus Novus de Paul Klee, sin Benjamin.

El idilio de la denuncia del idilio. La violencia.4.


¿A qué esperan? Quizá haya una respuesta en el viaje a través de las imágenes de ese jardín inquietante, de las verjas con flores de las apacibles casas, de los descampados que atraviesa Jeffrey Beaumont, el personaje favorito de David Lynch durante un tiempo, director e icono de referencia, a su vez, de Crewdson.

En la película de David Lynch de 1986, Terciopelo azul, se nos invita a descubrir tras lo cotidiano lo maravilloso escondido, pero la narrativa visual, ese terciopelo azul que se agita como cortina al comienzo y final del filme, da entrada a un mundo diferente. “Es un mundo extraño, ¿no es cierto?” coinciden los protagonistas. Ese mundo, al principio extraño, se revela cada vez más (la música con ruidos, estridencias, estrategias de la interrupción, juega un papel central) inquietante, inhóspito, unheimlich, para utilizar la terminología de un Freud omnipresente también en las películas de Lynch. Es la imposibilidad de encontrar en ese mundo la seguridad, la paz, la casa.

Es una buena muestra de lo "sublime americano". La perspectiva es que lo sublime como amenaza no es lo extraordinario que rompe con lo cotidiano sino que surge de ahí, está agazapado dentro. De ahí el comienzo con imágenes de normalidad: el autobús de bomberos al principio y final de la película, con la figura que saluda sonriente; también las flores que abren y cierran la película; la presentación de la típica casa americana y el padre regando. El punto de transición es la madre tomando tranquilamente el té y que mira un película de gangsters en la televisión, el revolver que avanza. El protagonismo de la manguera, algo que se tuerce, retuerce. El accidente del padre. La violencia, como una enfermedad, empieza a salir.

El viaje comienza con las palabras de Jeffrey Beaumont a su rubia amiga: “a veces hay ocasiones en la vida de adquirir saber y experiencias. A veces hay que arriesgar algo”. No es consciente de los riesgos del conocimiento. El segundo romanticismo descubre en propia carne que esa tierra firme que anhela el primero es el escenario del naufragio, que el fondo es un abismo.

Lynch refleja en su obra los dos romanticismos haciendo con el segundo un comentario irónico del primero. Sandy llora sin consuelo en su habitación decorada hasta donde permite la cursilería, exclamando “¿Qué ha sido de mis sueños dorados?”. De ese mundo en el que, como en el primer romanticismo, se encuentran hermanados lo verdadero, lo bello y lo bueno. Se adquiere conocimiento, pero lo que se ve no es ni bello ni bueno. El viaje les introduce en un mundo de drogas, sexo y violencia donde reina el caos del psicópata Frank. Los sueños son ahora pesadillas. A la postre se cumplen de manera edulcorada esos sueños. Y el final feliz no puede por menos de resultar irónico: "tal vez hayan vuelto los jilgueros". Es una especie de kitsch que le acerca a Kundera, y que impide creer en esa falsa reconciliación.



Las dos caras del romanticismo, las dos opciones de la intimidad están aquí, en la misma narrativa y en el mismo personaje. Jeffrey tiene en sus comienzos el aire tontorrón de Enrique de Ofterdingen, al que le ha ido todo aburridamente bien en una existencia provinciana. Pero como si fuera un personaje femenino de los Himnos a la Noche de Novalis, Sandy viene de la noche, primero su voz, luego su figura rubia y virginal. Y partir de ahí se desencadena todo. Ir a ella significa la seguridad de la vida burguesa, pero también la imposibilidad de sustraerse a la otra pasión, la de la morena, la cantante Dorothy Vallens. El viaje a la intimidad es a la contradicción humana, que consiste en opuestos irreductibles, pero con los que hay que convivir. A lo que se niega la razón, en virtud del principio de no contradicción, es precisamente la materia de la lógica del sentimiento. Y ésta es ya en el segundo romanticismo la lógica de la máxima lucidez, o para hablar en términos de Thomas Bernhard la lógica del trastorno.

Un paseo más lejos en las imágenes lleva a las escenas de vampirismo en Dune. Es la violencia ritualizada. El agua de vida, la especia, es el conjuro de la violencia mediante la violencia que traerá el Ser Supremo. Así se cierra el idilio de la denuncia del idilio.

sábado, 18 de agosto de 2007

Salvemos la comunicación

(Dominique Wolton. Salvemos la comunicación. Gedisa, Barcelona, 2006.)

Un libro aburrido, de puro necesario y lleno de sentido común. Trata el tema de la comunicación no situando a las TIC en el terreno de lo virtual sino social y real. Es decir, como un capítulo de la convivencia humana. De modo que para el autor la salvación de la comunicación va unida a la de la convivencia y la democracia. Pero la convivencia siempre tiene, al menos, dos direcciones. El problema, hoy día, según Wolton, es que se va en una sola dirección, en que hay una cultura de la información, pero no de la comunicación.

La comunicación no es así mera información, emisión de mensajes, sino que implica recepción. Pero tampoco pasiva, por lo que el acento se desplaza ahora hacia la nueva configuración del papel del receptor. Es así como la información se transforma en conocimiento que exige, a su vez, reconocimiento. La comunicación tiene, pues, una doble dimensión, la técnica y la normativa, la económica y la humana. El autor apuesta por integrar ambas ya que, con frecuencia, están separadas. Expresado gráficamente se trata de ensamblar el com. y la comunicación.

Hay una dificultad que proviene de la creciente incomunicación, generada no tanto por obstáculos externos, como por la misma comunicación. En concreto, por los problemas identitarios. La globalización de las comunicaciones provoca el surgimiento de identidades amenazadas y amenazantes. La diferencia se impone o se sostiene a través de la identidad; a través de los procesos de identificación los diferentes son, o bien los que mandan o los que están o se creen oprimidos.

Frente a ello el autor sostiene una postura universalista que se extendería precisamente a través de la diversidad cultural. Y, a su juicio, esto lo tiene que aprender muy bien Occidente, que durante mucho tiempo ha creído que las diferencias culturales acaban nivelándose a través del consumo. Lo que propone, en definitiva, Wolton es repensar la identidad desde la comunicación, en ese reconocimiento de la reciprocidad, así como pensar el universalismo desde la diversidad cultural.

Ello implica entrar en lo que denomina como el “triángulo infernal”: “identidad, cultura, comunicación”. El problema de Europa es que quizá empezó a construir su comunidad por lo económico en lugar de lo cultural. Pero lo económico no nivela la diversidad cultural, y tampoco la lingüística. Y en este sentido cita muy oportunamente a Eco: “la lengua, en Europa, es la traducción”. La palabra comunicación sale pues del terreno exclusivamente técnico en Wolton para entrar en el cultural y político: “En ese sentido la comunicación es un concepto humanista que se halla en el mismo plano que los de libertad, igualdad y fraternidad. Por ello, sólo puede surgir y expandirse después de la victoria de los dos primeros ideales de libertad e igualdad” (p. 188).

jueves, 16 de agosto de 2007

Belleza y multiculturalismo.1.

-Maitresse Erzulie –dijo Carlene señalando el cuadro-. Me pareció que lo mirabas.
- Es… fabuloso- respondió Kiki, fijándose en la tela por primera vez. En el centro se erguía una mujer negra, alta y desnuda, con un pañuelo rojo en la cabeza, sobre un fondo blanco y rodeada de ramas tropicales y un calidoscopio de frutas y flores. Cuatro pájaros rosa y un loro. Tres colibríes. Multitud de mariposas marrones. Todo, pintado de un modo primitivo, infantil, plano. Sin perspectiva, sin profundidad.
- Es un Hyppolitte. Tiene mucho valor, dicen, pero no me gusta por eso[…] Mi favorita es ella, Erzulie, una gran diosa vudú. La llaman la Virgen Negra, y también la Venus Violenta […] Representa el amor, la belleza, la pureza, el ideal femenino y la luna…y es el mystère de los celos, la venganza y la discordia, pero, por otro lado, del amor, el constante amparo, la buena voluntad, la salud, la belleza y la fortuna.
-Uf, ya son símbolos.
-¿Verdad que sí? Como todos los santos católicos reunidos en uno solo”[1].
[1] (Zadie Smith. Sobre la belleza. Trad., Ana María de la Fuente, Salamandra, Barcelona, 2006, p. 195-6)

“A veces, de improviso se te presenta la imagen de cómo te ven los demás. Ésta no era halagadora: una mujer negra con turbante que aparece con una botella en una mano y una bandeja de comida en la otra, como una criada de película antigua” (Ib.,p.117).

miércoles, 15 de agosto de 2007

El idilio de la denuncia del idilio.¿A qué esperan?.3.

Aparentemente, las fotografías de Crewdson cumplen con el viejo precepto del arte como tiempo detenido, en este caso presente, como dialéctica en estado de suspensión. Pero ni se ha detenido el tiempo, ni se ha colapsado por obra de dos impulsos contrapuestos. Simplemente, no hay tiempo, y por ello tampoco vida. Seres humanos y objetos han sido (dis)puestos, son (más que están) estáticos, intercambian sus papeles en espacios limitados y luces crepusculares de incierto origen.

Son escaparates de interiores desangelados y vacíos de la noche. Una ficción que no mira, sino que vuelve sobre sí misma en la mirada del espectador. Los dos ensimismados. En salas de estar donde no se está miradas o maletas introducen una línea de fuga. Los seres humanos están dejados a sí mismos en casas solas de los suburbios, iluminadas por una luz que no calienta. Y todavía es peor el desamparo de los objetos, de los símbolos, del automóvil abierto, abandonado.



En los interiores destaca la inmovilidad de las blancas figuras de los desnudos hopperianos en habitaciones desangeladas, esperando no sé qué. Y es que efectivamente están suspensos, se espera que decidan, que avancen, pero permanecen quietos sin saber cuál será el siguiente movimiento. Mirando a otro lado en la sala de estar, sentadas al borde la cama, en una quieta inquietud después del coito, sólo miran sin ver a un punto indefinido. Incomunicación, mirada interior en la encrucijada.



El artificio introduce la espera en una dialéctica de luz y sombras, de lo bello y lo feo, de actores conocidos y gente común. Lo sublime y lo más bajo se dan la mano. Un muchacho en edad escolar mira extático a una mujer desnuda a la puerta de una caravana, quizá sea su primera experiencia, y toda la escena se refleja, como en los cuadros más convencionales, pero en un charco. Una madre y su hijo esperan a que alguien ocupe los lugares vacíos de la mesa puesta. Pero, ¿se trata realmente de eso?. Es una espera sin objeto definido, sin saber cuándo acabará, indefinida. ¿A qué esperan?. El espectador espera, pero en ellos no hay esperanza.

sábado, 11 de agosto de 2007

Afterpop

Los atinados consejos de Vicente Luis Mora me pusieron tras la pista del libro. Y sus buenos oficios hicieron que la editorial Berenice me lo enviara. Gracias a ellos he podido leer uno de los mejores ensayos de los últimos años. Se trata de la obra de Eloy Fernández Porta, Afterpop. La literatura de la implosión mediática (Berenice, Córdoba, 2007). Muy bien escrita, con una gran información, abundante manejo transversal de los géneros, y un riquísimo vocabulario al servicio de una profunda reflexión, veteada con parodias hilarantes sobre la “jerga de la autenticidad novelística”. Su título ha servido incluso para dar nombre a una “no-generación” de autores nacidos en torno a los años 70, y que se caracteriza, entre otras cosas, por reflejar como pocos esa “implosión mediática” de los audiovisuales a la que parece aludir el subtítulo.

Éstas no son obras para el resumen sino que ofrecen al lector cabos sueltos para que cada uno empiece a tejer con ellos lo que más le interesa. Por (de)formación profesional no puedo por menos de simpatizar con las observaciones sobre “una jerga de la autenticidad novelística que constituye el verdadero estilo del mercado” (p.15). Un hábil contrapunto del sarcasmo que dedicara Günter Grass en Años de perro, con mortal seriedad germana, al paradigma de la jerga de la autenticidad filosófica. Pero también me han llamado la atención sus matizaciones sobre el otro extremo, aunque quizá no tanto, porque los extremos hacen algo más que tocarse: el de la literatura posmoderna. Puntualiza muy bien que “…la concepción al uso de la textualidad posmoderna como muy metaficcional, puramente literaria, e incluso autista debe ser revisada y ampliada a la luz de un recurso que cuestiona el carácter únicamente literario de la ficción, a la vez que tematiza y usa productivamente la amenaza de la tecnología a la cultura recibida” (p., 145-6).

Esta revisión es necesaria pues se la ha llegado a denominar como una literatura de y para invertidos, es decir, ocupada y preocupada por la inversión de valores. Lo que debe tomarse en el doble sentido de que se invierte en valores invirtiendo los valores. Un negocio seguro ya que, después de Nietzsche, en los procesos de inversión todo sigue siendo lo mismo y que, por más que se cambie de postura, lo que se obtiene es una cierta agitación. La mencionada inversión consiste, aproximadamente, en una labor canterana de deconstruir formas de literatura y pensamiento anteriores, a través de unos procesos, viajes en el tiempo, en los que reina una “seria frivolidad”. El problema de estos ensayos es que cuando se trata de filosofía se echa de menos la literatura, y en la literatura a veces sobra la filosofía. Me refiero, claro está, a la filosofía de la famiglia posmoderna, si es que se le puede llamar filosofía.

Sin entrar en clasificaciones de tendencias, para las que no se sabe bien dónde poner el alfiler de la crítica, ni volverme a montar en el tobogán, que ya marea, de la alta y baja cultura, me quedo con un pequeño epígrafe del libro que es todo un manifiesto: “el paisaje mediático es textual” (p.66 ss.). He leído con verdadero placer los luminosos análisis que el autor hace de Burroughs y la publicidad, me he parado a pensar largo rato en la problemática relación entre el futurismo y el ciberpunk, pero es este breve texto el que me da la clave del subtítulo del libro.

Porque si se emprende la lectura en la malhadada clave generacional, entonces uno espera encontrarse con un tipo de obra que hable de la literatura de las nuevas tecnologías, cuando no hecha con ellas, que de todo esto hay. Es decir, que lo mediático no sea sólo tema sino medio expresivo. Y aunque el autor muestra un conocimiento apabullante de los recursos musicales, pictóricos y fílmicos, sin embargo la cosa no parece ir por ahí. Va más allá, porque la tradición literaria confina lo mediático en lo visual y esto se lo deja para los artistas y sociólogos. Y a todo ello nos tenía también acostumbrados la versión tópica del pop. Sin embargo, Eloy “…muestra cómo la palabra y el texto no sólo están inscritos en el paisaje mediático […] sino que son su sustancia”, llegando a hablar de una textualidad mediática. Lo que implica, nada menos, que modificar nuestra visión de los media y, todavía más, “la concepción puramente literata de la escritura”. Al parecer, ya hay una obra que lo ha intentado, Circular de Vicente Luis Mora, que yo, por mis pecados, desconocía. Lo que tiene fácil remedio.

viernes, 10 de agosto de 2007

El idilio de la denuncia del idilio. La inhospitalidad.2.


El tratamiento de la inhospitalidad en las fotografías de Crewdson se realiza en el contexto del tecnorromanticismo: la creación de una situación artificial para mostrar las perversiones de lo natural. El escenario es la naturaleza convertida en un set y construida en fotogramas. De este modo, se invierte la tendencia a la representación en la obra, y se interrumpe el proceso de identificación sentimental en el espectador.

La experiencia romántica de lo inhóspito tiene un doble signo y es la consecuencia del Sehnsucht (anhelo, nostalgia). El anhelo de ver el todo en el uno, en cada cosa, se hace desde la nostalgia de la unidad perdida, desde la escisión. Lo inhospitalidad es un temple de ánimo más radical que el mero sentirse a disgusto en este mundo. Es la experiencia de que no hay mundo, espacio habitable, un lugar donde recogerse, que no hay una casa. Naturaleza y casa son dos potentes “imágenes de ser” (Bachelard) presentes en las fotografías de Crewdson.


En la frontera entre clasicismo y romanticismo, Schiller especulaba todavía con la posibilidad de que la cultura nos reconciliara con una naturaleza de la que nos había separado. Crewdson juega con esta posibilidad en un enigmático enterrar y desenterrar la maleta de estas tradiciones. El bosque, metáfora de la vida primigenia, se convierte en improvisado cementerio en el claro de luna que ahora son las luces de un automóvil.


El jardín esconde en su bondad un secreto inquietante. Las mariposas multicolores recubren la carroña. Las flores crecen en el humus de la descomposición.Las fotografías se convierten en textos pictóricos de naturaleza muerta, en bodegones de los desechos. El jardín, espejo de lo divino, es ahora, al decir de Baudelaire, un montón de hortalizas sacralizadas.
La naturaleza enloquece y se vuelve agresiva, se convierte en un monstruo, pero ya los románticos sospechaban que era ante la visión de ese monstruo que es el hombre. Los pájaros que aparecen con frecuencia en las fotografías de Natural Wonder, son pájaros de mal agüero. En una vigilan el círculo del origen simbolizado en unos huevos ¿puestos, dispuestos, robados?. En otra se inclinan ante la ciénaga de la basura de la llamada civilización humana. Y finalmente, en una notable distorsión de la perspectiva, pájaros disecados velan en medio de las flores una carroña en cuyo dorso se lee HOME.



martes, 7 de agosto de 2007

La rebelión de los pocos



Éste es otro de los posibles títulos familiares del libro, que el autor reserva con elegancia y discreción para uno de sus mejores apartados. Si a comienzos del siglo pasado se observó el creciente poder de las masas, que llevó a su rebelión, en los inicios del presente se constata la fuerza de los pocos y su incipiente revuelta. Ahora bien, no es de justicia llevar los paralelismos demasiado lejos. Porque, ¿quiénes son esos "pocos"? La singularidad de esta obra, escrita con buen ritmo y sin renunciar a la densidad, consiste en haber sabido detectarlos, someterlos a agudos análisis y enfrentarlos con propuestas equilibradas. Yo diría que el reto mayor que se desprende de este libro, y el mérito de sus atinadas sugerencias, apuntan a cómo gestionar esa nueva diversidad.

Los pocos, aquellos que sostienen una forma de diferencia, pueden ser ahora muchos. Su voz es escuchada, gozan de visibilidad y sus acciones y reclamaciones experimentan un efecto multiplicador gracias a las nuevas tecnologías. Éstas han globalizado las diferencias. La relevancia de este fenómeno, subraya el autor, nos obliga a modificar esquemas sociales, todavía no muy lejanos. Pues si bien es cierto que la globalización lleva a procesos de homogeneización ampliamente descritos, también lo es que convierte a los pocos dispersos en muchos lugares en muchos conectados entre sí. No en vano una de las características de nuestra época es que ser es estar conectado. Las nuevas tecnologías son la diferencia conectada.

Los pocos de los que trata el libro no son una élite, y pueden configurar una masa, pero no la clásica, sino de nuevo cuño. La nueva teoría económica ha descubierto que muchos pocos dan más que muchos, y por ello se trata de ofrecer muchas cosas diferentes a diferente gente en vez de ofertar lo mismo a los mismos. Esto es así, pero el libro se sale del esquema de los consumidores y productores para centrarse en los usuarios, que arrojan un nuevo perfil. Y es aquí donde nos encontramos con la sorpresa del peso que han alcanzado hoy, para bien y para mal, las diferencias culturales. De modo que "la lucha por la identidad cultural marca nuestra época aún más que las anteriores".

El libro documenta exhaustivamente todo ello sin caer en maniqueísmos destacando, por emplear una terminología de los imaginarios sociales, que la "fuerza" de los pocos tiene siempre un posible lado luminoso y un indudable reverso tenebroso. Y así el autor dedica especial atención a las "identidades sin raíces" que son los nuevos fundamentalismos, y que consisten en una vuelta a lo originario fabulado haciendo tabla rasa de toda la historia real. De modo que "ésta no es ahora la rebelión de los condenados de la tierra, sino de unos pocos fanáticos globalizados". Las identidades amenazadas y amenazantes entran en una espiral de violencia sin fin, que acrecienta el sentimiento de inseguridad, lleva al recorte de derechos y al debilitamiento de las actitudes liberales. Sin embargo, la gravedad de la situación y la necesidad de actuar no debería impedir intentar ver el problema desde todos sus ángulos. Porque no es tanto la religión, como lo que el autor llama el "religionismo", del mismo modo que no es el islam sino su uso político, el islamismo, la fuente mayor de preocupación.

¿Qué hacer? La tarea no es fácil ya que, además, en este mundo globalizado los pocos no están fuera, sino dentro, no son los otros, sino nosotros. Visto el panorama, las propuestas del autor se concretan en un programa de mínimos que resulta ser de máximos. En principio, se trataría de conversar desde y con la diferencia, sin ánimo de convencer, sino de convivir, por la necesidad de relacionarse más que por la esperanza de entenderse. Pero, y esto es lo interesante, desarrollando nuevas formas de identidad no excluyente como es la ciudadanía. Aquí tenemos otro aspecto, luminoso esta vez, de la rebelión de los pocos, que ya no se contentan con el voto en blanco, señal de que no se está en desacuerdo con el sistema, pero sí con la oferta. Se trata más bien, y en especial para Europa, de desarrollar "una ideología fuerte de ciudadanía", consistente nada menos que en un "humanismo de la diversidad que tiene que ir a la par de un humanismo tecnológico".
(Crítica de José Luis Molinuevo al libro de Andrés Ortega La fuerza de los pocos (Galaxia Gutenberg, Madrid, 2007) publicada en El País el 23/06/2007)

lunes, 6 de agosto de 2007

La metamorfosis del yo. Soledad y dulzura.5.






“Ellos debían de conocer muy bien la soledad y la dulzura de la vida humana, ¿no crees?
Con "ellos" Reiko se refería, por supuesto, a John Lennon, Paul McCartney y George Harrison”. (Tokio Blues. Norwegian Wood).

Varios personajes son dobles generacionales de Murakami (nacido en 1949) y comparten un territorio de final de los años 60. Una generación de “libros y música” en busca de “lugares imaginarios” donde sentirse bien, como pueden ser la Biblioteca Conmemorativa Kômura o un bar de jazz al que acudir en tardes lluviosas, o después del trabajo anodino. Una generación, como pocas ha habido, del NO, de las revueltas, cuya canción, dice el personaje Murakami, se ha acabado, pero sigue la melodía, y esa es la que se oye una y otra vez en sus novelas.

Del NO queda una especie de extrañeza, un ver y ser visto, dentro de la normalidad, como un extraño. Pero es que, cita a Jim Morrison, “la gente es extraña cuando eres un extraño”. Y, sin embargo, de esa extranjería sale un fondo de amistad y de amor, de solidaridad, que raramente se encuentra en las novelas contemporáneas. Son incapaces de odiar, quizá porque se trata de personajes a los que les gusta su propia debilidad. De ahí su dulzura.


Desde fuera aparecen como “mediocres no realistas”. Y a ese diagnóstico se apuntan con entusiasmo, mirando hacia atrás a la vida pasada, juzgándola vacía, perdida, solitaria y llena de aburrimiento. Pero algo ocurrió en algún momento y que merece la pena recordar. Y así “cerré los ojos e intenté recordar el mayor número de cosas bellas perdidas. Intenté retenerlas en mi mano. Aunque sólo fuera un instante” (Sputnik, p. 243). Los ojos de la mente se llenan ahora de imágenes visuales de Esplendor en la hierba (Elia Kazan, 1961), evocando los conocidos versos de Wordsworth: “Aunque nada pueda devolverte aquel tiempo del esplendor en la hierba y la gloria de las flores, no debes dolerte por ello; en la belleza que quedó atrás tienes que encontrar toda la fuerza".

No nos dejemos engañar por las apariencias. Se trata de mediocres con principios. Algo difícil de entender, porque: “lo que yo intento decirle es que la mediocridad puede tener diversas formas” (La caza, p. 134). Son mediocres que tienen sueños, no sólo los de una vida mejor, sino los otros, esos que se cuelan en forma de obsesiones sin sentido, prefigurando un todo en medio de una nada, abriendo las puertas al destino y a la fatalidad. Y saben estar a la altura de esos sueños. Porque, cita Murakami a Yeats, “la responsabilidad empieza en los sueños”.

Es en esos sueños donde se encuentran con los otros personajes, los lectores, descendientes del Sputnik, “unos solitarios pedazos de metal en la negrura del espacio infinito que de repente se encontraban, se cruzaban y se separaban para siempre. Sin una palabra, sin una promesa” (Sputnik, 213). Y sin tragedias grandilocuentes de romanticismos trasnochados pues, al fin y al cabo, cada uno sólo es “como un Sputnik pequeñito que se hubiera extraviado” (Ib., p. 77).