Las distopías han devorado el futuro. Sin un futuro mejor, tienen lo peor del pasado por delante. Que es lo más atractivo, estéticamente hablando.
Las distopías no son ya las profecías de un futuro mejor, sino el diagnóstico de un pasado decepcionante. De un pasado que pasa de largo.
Las distopías, desde el punto de vista literario, ya no anticipan el futuro o extrapolan el presente, sino que ocupan el pasado. Son los “okupas” del pasado.
Ya no son ciencia ficción sino letra ficción. El autor no crea sino mezcla, a imagen y semejanza del Supremo Mezclador. El resultado es un yo, una identidad, un implante, del que es posible rastrear el origen hasta el Primer Implante y el Primer Implantador. Detrás no hay nada, pero queda mucho camino hasta llegar a ello. Y para contarlo.
La responsabilidad cambia de dirección: no mira tanto al futuro como hacia el pasado. El verdadero problema no es qué futuro vamos a dejar a nuestros hijos, sino qué pasado estamos dejando a nuestros padres.
A la puerta del Museo Nacional de Arte Reina Sofía solía apostarse un curioso personaje que, a grandes voces, ofrecía explicar el Guernica sin Picasso. Ahora nos toca hacer lo propio con el Angelus Novus de Paul Klee, sin Benjamin.