¿A qué esperan? Quizá haya una respuesta en el viaje a través de las imágenes de ese jardín inquietante, de las verjas con flores de las apacibles casas, de los descampados que atraviesa Jeffrey Beaumont, el personaje favorito de David Lynch durante un tiempo, director e icono de referencia, a su vez, de Crewdson.
En la película de David Lynch de 1986, Terciopelo azul, se nos invita a descubrir tras lo cotidiano lo maravilloso escondido, pero la narrativa visual, ese terciopelo azul que se agita como cortina al comienzo y final del filme, da entrada a un mundo diferente. “Es un mundo extraño, ¿no es cierto?” coinciden los protagonistas. Ese mundo, al principio extraño, se revela cada vez más (la música con ruidos, estridencias, estrategias de la interrupción, juega un papel central) inquietante, inhóspito, unheimlich, para utilizar la terminología de un Freud omnipresente también en las películas de Lynch. Es la imposibilidad de encontrar en ese mundo la seguridad, la paz, la casa.
Es una buena muestra de lo "sublime americano". La perspectiva es que lo sublime como amenaza no es lo extraordinario que rompe con lo cotidiano sino que surge de ahí, está agazapado dentro. De ahí el comienzo con imágenes de normalidad: el autobús de bomberos al principio y final de la película, con la figura que saluda sonriente; también las flores que abren y cierran la película; la presentación de la típica casa americana y el padre regando. El punto de transición es la madre tomando tranquilamente el té y que mira un película de gangsters en la televisión, el revolver que avanza. El protagonismo de la manguera, algo que se tuerce, retuerce. El accidente del padre. La violencia, como una enfermedad, empieza a salir.
En la película de David Lynch de 1986, Terciopelo azul, se nos invita a descubrir tras lo cotidiano lo maravilloso escondido, pero la narrativa visual, ese terciopelo azul que se agita como cortina al comienzo y final del filme, da entrada a un mundo diferente. “Es un mundo extraño, ¿no es cierto?” coinciden los protagonistas. Ese mundo, al principio extraño, se revela cada vez más (la música con ruidos, estridencias, estrategias de la interrupción, juega un papel central) inquietante, inhóspito, unheimlich, para utilizar la terminología de un Freud omnipresente también en las películas de Lynch. Es la imposibilidad de encontrar en ese mundo la seguridad, la paz, la casa.
Es una buena muestra de lo "sublime americano". La perspectiva es que lo sublime como amenaza no es lo extraordinario que rompe con lo cotidiano sino que surge de ahí, está agazapado dentro. De ahí el comienzo con imágenes de normalidad: el autobús de bomberos al principio y final de la película, con la figura que saluda sonriente; también las flores que abren y cierran la película; la presentación de la típica casa americana y el padre regando. El punto de transición es la madre tomando tranquilamente el té y que mira un película de gangsters en la televisión, el revolver que avanza. El protagonismo de la manguera, algo que se tuerce, retuerce. El accidente del padre. La violencia, como una enfermedad, empieza a salir.
El viaje comienza con las palabras de Jeffrey Beaumont a su rubia amiga: “a veces hay ocasiones en la vida de adquirir saber y experiencias. A veces hay que arriesgar algo”. No es consciente de los riesgos del conocimiento. El segundo romanticismo descubre en propia carne que esa tierra firme que anhela el primero es el escenario del naufragio, que el fondo es un abismo.
Lynch refleja en su obra los dos romanticismos haciendo con el segundo un comentario irónico del primero. Sandy llora sin consuelo en su habitación decorada hasta donde permite la cursilería, exclamando “¿Qué ha sido de mis sueños dorados?”. De ese mundo en el que, como en el primer romanticismo, se encuentran hermanados lo verdadero, lo bello y lo bueno. Se adquiere conocimiento, pero lo que se ve no es ni bello ni bueno. El viaje les introduce en un mundo de drogas, sexo y violencia donde reina el caos del psicópata Frank. Los sueños son ahora pesadillas. A la postre se cumplen de manera edulcorada esos sueños. Y el final feliz no puede por menos de resultar irónico: "tal vez hayan vuelto los jilgueros". Es una especie de kitsch que le acerca a Kundera, y que impide creer en esa falsa reconciliación.
Las dos caras del romanticismo, las dos opciones de la intimidad están aquí, en la misma narrativa y en el mismo personaje. Jeffrey tiene en sus comienzos el aire tontorrón de Enrique de Ofterdingen, al que le ha ido todo aburridamente bien en una existencia provinciana. Pero como si fuera un personaje femenino de los Himnos a la Noche de Novalis, Sandy viene de la noche, primero su voz, luego su figura rubia y virginal. Y partir de ahí se desencadena todo. Ir a ella significa la seguridad de la vida burguesa, pero también la imposibilidad de sustraerse a la otra pasión, la de la morena, la cantante Dorothy Vallens. El viaje a la intimidad es a la contradicción humana, que consiste en opuestos irreductibles, pero con los que hay que convivir. A lo que se niega la razón, en virtud del principio de no contradicción, es precisamente la materia de la lógica del sentimiento. Y ésta es ya en el segundo romanticismo la lógica de la máxima lucidez, o para hablar en términos de Thomas Bernhard la lógica del trastorno.
Un paseo más lejos en las imágenes lleva a las escenas de vampirismo en Dune. Es la violencia ritualizada. El agua de vida, la especia, es el conjuro de la violencia mediante la violencia que traerá el Ser Supremo. Así se cierra el idilio de la denuncia del idilio.