Finalizada la lectura de El corrector, de Ricardo Menéndez Salmón. No me ha gustado. Explico las razones de mi disgusto sin hacer crítica literaria. Aunque es cierto que me ha chocado lo desigual del libro, el contraste de partes muy elaboradas con otras en las que aflora una ingenuidad de romanticismo cursi: “Recuerdo que me quedé ahí quieto, con la mano camino de ninguna parte, como un pájaro que no hallara una rama donde posarse, contando cada latido de mi todavía joven e impresionable corazón”. Y así varios párrafos.
En el fondo, lo que me desagrada es el tono de relato edificante y políticamente correcto, como el arranque y el final del telediario de la Cuatro, donde se mezclan homilías tremebundas sobre el mal en el mundo con el toque humano y de cercanía a lo cotidiano. Ahí va una muestra de latiguillos comunes a los hijos de Debord y Baudrillard:
“Hijos de una cultura del simulacro, donde cada copia asume satisfecha su condición de imagen palidecida, ya sólo parece que encontremos placer en la negación o en la náusea, en la ausencia de lo real o en su exaltación. Matarse de hambre o vomitar para volver a comer; pintar el cuadro blanco o pintar lo ya pintado por el puro estímulo de sabernos irónicos. Y en el fondo, siempre, ser intensa, ridículamente sofisticados, gente que mastica el vino como prueba de sabiduría”.
Tras la agitada superficie late en algunos monótonos especialistas en el “terror contemporáneo” una plácida quietud Biedermeier. Sólo así puede escribirse con la distancia apropiada del tedium vitae sobre la tragedia del 11-M. No hay una oposición entre literatura y vida como se aduce, sino la incapacidad de llegar a la “última corrección” del Bernhard que se cita al comienzo y al final, o, al menos, de introducir el “no” del corrector de la Historia del cerco de Lisboa, que no se cita.
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