Los premios Goya de este año han optado
por conceder el mayor número de estatuillas a As bestas dejando de lado
a la otra gran favorita, Alcarràs. Las dos películas son excelentes, con
estilos distintos y algunos referentes comunes como son unas energías renovables
que amenazan, bajo la apariencia de salvación, todo una forma de vida, enfrentando a comunidades. Envenenan a la gente. Si no se puede sobrevivir pagando 15
céntimos el melocotón en origen o con una depauperada ganadería de monte, la salida
que entierra la pérdida de la propiedad son las energías renovables tan
publicitadas, ya sean las placas solares o la eólica. El magro dinero que
proporcionan sirve, en una película, para echar de la tierra, en otra para
marcharse de ella. En cualquier caso, los pueblos se despueblan, dando paso a
la gestión de lo elemental sin presencia humana pero cambiando su paisaje.
En una hay luz, Alcarràs, en la
otra penumbra, As bestas. En ninguna de las dos esperanzas para un modo
de vida ligado a la tierra. Tienen que irse, quieran o no. En ambos casos es
una mirada diferente y muy valiosa de una directora y un director jóvenes,
miradas distintas, casi opuestas, pero que se cruzan, como veremos. No solo no idealizan, sino que es la versión diferente del “me vuelvo al pueblo”, reclamo
de programas populares televisivos. En ellos se escucha el repetido comentario
de que aquí se vive una vida muy tranquila, tanto que no paran de moverse y
manifestarse porque tienen miedo de enfermar y morir por falta de atención
médica.
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