domingo, 19 de febrero de 2023

Alcarràs y As bestas (2)

 

La mayor diferencia entre las dos películas es que en Alcarràs hay niños y en As bestas no. Dicho así parece una simpleza, pero es lo que hace que la primera sea una tragicomedia y la segunda una tragedia a secas. No hay final feliz en ambas, pero los últimos planos muestran a una familia unida ante la desgracia en una y la disolución de lo poco que quedaba en otra. Carla Simón abre con la escena de unos niños jugando en un coche, imitando a los adultos, fabricando un trayecto de fantasía, pidiendo el ir más deprisa. Nos da el tono de la película: hay un mundo, el de los niños, que corre paralelo con sus juegos al azacaneado de los adultos, se mezcla asombrado sin entender sus cuitas, aunque guarda silencio y se arrima en los momentos críticos; hacen trastadas en el huerto del vecino; se sienten agraviados e incomprendidos cuando les quitan para recoger la cosecha las maderas con las que han construido una cabaña; corren peligro al subirse a la pala de la excavadora y su descendimiento da lugar a imágenes de una gran belleza y ternura.



Cuando la directora abre la película con esa escena del coche entra en diálogo con una forma de hacer cine en español en el que la mirada de los niños lo cambia todo, echa por tierra las categorías que reducen los filmes a simples dramas sociales. Más que a Saura recuerda aquí la inolvidable secuencia de Erice en Lifeline, también dirigidos los niños pelones por una niña. En este caso Iris. Su vivacidad y magnetismo, la alegría de vivir es un contrapunto al angustias de su padre, el Quimet, envuelto en sudores, dolores de espalda y blasfemias, como pocas veces se habían oído en el cine.  

Esos dos mundos, dos miradas, se traducen en una estética del collage que va pegando fragmentos sin fundidos en negro.

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