La mayor diferencia entre las dos
películas es que en Alcarràs hay niños y en As bestas no. Dicho
así parece una simpleza, pero es lo que hace que la primera sea una
tragicomedia y la segunda una tragedia a secas. No hay final feliz en ambas, pero los últimos planos muestran a una familia unida ante la desgracia en una y
la disolución de lo poco que quedaba en otra. Carla Simón abre con la escena de
unos niños jugando en un coche, imitando a los adultos, fabricando un trayecto
de fantasía, pidiendo el ir más deprisa. Nos da el tono de la película: hay un
mundo, el de los niños, que corre paralelo con sus juegos al azacaneado de los
adultos, se mezcla asombrado sin entender sus cuitas, aunque guarda silencio y
se arrima en los momentos críticos; hacen trastadas en el huerto del vecino; se
sienten agraviados e incomprendidos cuando les quitan para recoger la cosecha las maderas con las que han construido una
cabaña; corren peligro al subirse a la pala de la excavadora y su
descendimiento da lugar a imágenes de una gran belleza y ternura.
Cuando la directora abre la película con
esa escena del coche entra en diálogo con una forma de hacer cine en español en
el que la mirada de los niños lo cambia todo, echa por tierra las categorías
que reducen los filmes a simples dramas sociales. Más que a Saura recuerda aquí
la inolvidable secuencia de Erice en Lifeline, también dirigidos los
niños pelones por una niña. En este caso Iris. Su vivacidad y magnetismo, la
alegría de vivir es un contrapunto al angustias de su padre, el Quimet,
envuelto en sudores, dolores de espalda y blasfemias, como pocas veces se
habían oído en el cine.
Esos dos mundos, dos miradas, se traducen en una estética del collage que va pegando fragmentos sin fundidos en negro.
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